Solos (29 page)

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Authors: Adam Baker

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: Solos
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Rye se puso a buscar los tanques de gasoil.

Encontró un folleto multilingüe,
Hyperion, Reina de los mares
, con un desplegable, un plano de planta. Se dirigió a la zona de «Solo personal autorizado», donde estaban las máquinas del barco.

Vio a un hombre que se arrastraba pegado a la pared de un pasillo. No llevaba camisa. La espalda era una masa de púas. El tubo de goma de un estetoscopio colgaba del bolsillo de sus pantalones.

—¿Doctor? ¿Me oye, doctor?

No hubo respuesta.

—Me llamo Rye. Soy doctora, como usted. ¿Cómo se llama? ¿Me entiende? ¿Puede decirme cómo se llama?

El hombre se volvió lentamente hacia ella.

—¿Cómo se llama? Dígame su nombre.

—Walczak; me llamo Walczak.

Se sentaron en las butacas del cine del barco. El arco del proscenio enmarcaba una pantalla rasgada.

—Por un tiempo pensé que lo teníamos controlado —dijo él—. Encerramos a los pasajeros y tripulantes infectados en la clínica y los pusimos en cuarentena. Pero nadie quería desprenderse de sus familiares, no querían verlos encerrados con los que aullaban amarrados a la cama. Entonces los escondían en sus camarotes. Hijos, hijas, mujeres, maridos. Les daban aspirinas, les llevaban comida y esperaban que se curaran. Así es como se propagó el virus. Organizamos una brigada con un par de oficiales y varios de la tripulación. Íbamos de habitación en habitación y sacábamos a la gente a la fuerza. Hubo mucha exasperación, muchos pataleos y gritos.

»Pasó lo mismo cuando se convirtió en guerra total, con batallas en los pasillos y en las cubiertas. Gente decidida a suprimir a hachazos e incinerar a los infectados se encontraba después con que su propia esposa o sus hijos estaban entre ellos. ¿Qué haría usted? ¿Mataría a sus propios hijos si fuera necesario? ¿Tiene usted hijos?

—Sí —contestó Rye—. Tengo un hijo.

Luego fueron andando al vestíbulo principal.

—Aquí empezó todo —dijo Walczak—. Aquí es donde empezó la carnicería realmente. Se habían reunido todos para un banquete, para tratar de olvidar sus problemas. Unos treinta pasajeros infectados escaparon de la enfermería y aparecieron de repente. Hubo sangre por todas partes. Y una estampida. Fue un caos. Ahí fue cuando perdimos el control.

Rye miró a su alrededor. Había mesas y sillas volcadas. Camareras infectadas daban traspiés entre vajillas rotas y ramos de flores.

—¿Me haría un favor? —preguntó Walczak.

—Claro que sí —contestó Rye.

Walczak recogió del suelo una pesada estatuilla, una ninfa danzante, que había caído de una hornacina.

—Máteme —dijo—. Limpio y rápido.

Se sentó al piano y empezó a tocar «I get a kick out of you». Rye se puso detrás de él.

—Toca muy bien —dijo Rye.

—Sí. Siempre quise llegar a profesional.

A mitad de la tercera estrofa, la doctora lo mató.

Rye exploró los pasillos que rodeaban la sala de máquinas. Abrió todas las puertas marcadas con el signo de una llama roja. Pintura. Lubricante. Aguarrás.

Encontró los tanques de combustible. Un largo castillete daba a una hilera de cubas de gasoil y de lubricante para barcos. Rye trató de hacer girar las llaves de paso, pero no lo consiguió.

Bajó peldaños hasta la planta de la sala de cubas. Con una llave inglesa la emprendió a golpes con las tuberías. Una junta se agrietó, un estrecho empalme de cobre en la base del tanque. El combustible empezó a gorgotear y a salpicar la plancha de la cubierta. Era una fuga pequeña, pero si Rye volvía en un par de horas el suelo estaría inundado de gasoil.

—Codeína.

El crupier le dio dos cartas. Reina, Cinco.

Rye empujó las cartas a un lado. No voy.

—Entonces, ¿qué hacía? ¿Falsificaba recetas?

—Sí.

—Genial. Debe de ser fantástico ser médico. Como un niño en una tienda de caramelos.

—Perdí muchos años de mi vida. Y lo pagué caro.

—Sí, bueno, pero no se mortifique —dijo el crupier.

Se sacó una pitillera de plata del bolsillo, se colocó cuidadosamente un cigarrillo entre los labios deformados y lo encendió con un encendedor Dunhill.

—Como decía Larkin: «Cuántas cosas habrían hecho si alguien los hubiera amado». Todos podríamos haber gobernado el mundo si nos hubiéramos levantado pronto por la mañana y hubiéramos hecho lo que teníamos que hacer. Pero vamos dando tumbos por la vida, cargando con nuestras penas, igual que un turista que arrastra una pesada maleta en un aeropuerto. Échele la culpa a los genes, a los padres, a la escuela; hay una larga cadena de causas y efectos. La vida fue planeada mucho antes de que usted naciera.

—¿Qué tienen las cartas, que convierten a la gente en hierática y astuta?

—Es como una comunión. Se sirven las obleas, se reparte el destino. Esta es la belleza del blackjack. Puro azar, un recordatorio de que no estamos al mando. Simplemente contemplamos cómo los números bailan delante de nosotros.

—Uno puede aparentar que no tiene miedo de morir. Yo, personalmente, estoy aterrada.

—Cualquier cosa es mejor que esto.

—¿Dónde está el quinto jugador? —dijo Rye señalando un asiento vacío—. Eran cinco. Ahora hay cuatro.

—Casper, el dentista jubilado, un tipo muy agradable, un divorciado en busca de amor, eso es lo que me dijo. Llevaba treinta y cinco años casado. Un día, su esposa cogió cierta cantidad de dinero y se fugó con el hermano de él. Pero no parecía muy amargado. Me lo contó con detalle largo y tendido, cuando aún tenía una boca con que hablar. Finalmente, se ha pasado al otro bando. Ocurrió ayer por la tarde. Se lo vi en los ojos, vi el momento en que se le fundieron los plomos. Me estaba mirando, y al momento siguiente ya no era Casper. Se convirtió en uno de ellos. Ido. En blanco. Tuvo suerte, el cabrón. En esta mesa todos rezamos por lo mismo, para que llegue el bienaventurado día en que todo se acabe. Nunca imaginé que llegaríamos a esto. Nunca imaginé que odiaría estar vivo.

Rye oyó un débil sonido de roce, el sonido de una silla que se movía.

—Es él —dijo el crupier—. Casper. Está allí, tendido junto a la pared. De vez en cuando se mueve.

—¿Qué hace?

—Migrar. ¿Quiere verlo? Tarde o temprano, todo el mundo se une al rebaño.

El crupier se levantó. La mitad de la cara era metal ondulado como cera de vela derretida. La mejilla se le había corrido encima de la pajarita y la solapa. El resto del cuerpo parecía intacto.

—Discúlpenme, damas y caballeros —dijo, dirigiéndose a sus compañeros de mesa.

Estaban tan idos, tan trastocados, que apenas podían girar la cabeza. Todos los rostros eran una máscara de sangre y púas. Siguieron con la mirada a Rye y al crupier mientras estos se despedían.

—Volveremos en pocos minutos.

Casper gateaba lentamente hacia la puerta. Parecía que las piernas no le servían y tenía el brazo derecho soldado al cuerpo. Clavando las uñas en la alfombra de terciopelo se fue arrastrando y cruzó una puerta de doble hoja hacia un pasillo de servicio. Se deslizaba por el frío linóleo lentamente; no parecía darse cuenta de la presencia de Rye y el crupier, que andaban a su lado.

Fue reptando por el corredor, dando manotazos en las baldosas. Llegó a un hueco de escalera y empezó a trepar por los peldaños.

—¿Adónde va? —preguntó Rye.

—Se lo mostraré.

Dejaron a Casper atrás y subieron tres tramos de escaleras. Allí se encontraron una muchedumbre. Veinte o treinta pasajeros agolpados frente a una puerta cerrada arañaban y golpeaban el metal.

—Es aquí adonde van —dijo el crupier—. Las barricadas. Cuando nos llegue la hora, nos uniremos a ellos.

Llevó a Rye más cerca de la puerta y le dijo:

—Quédese quieta un momento y cierre los ojos. ¿Lo nota? ¿Nota la atracción?

Rye cerró los ojos. Notó algo. Una sensación de picor en la piel, como calor. Volvió la cabeza, como si girara la cara hacia el sol.

—Sí, lo noto.

—Música para la sangre, así es como lo llamo yo.

Rye se abrió paso a empujones entre la multitud, se puso frente a la puerta cerrada y pasó la mano por el metal.

Percibía la tripulación de la refinería, los olía al otro lado de la compuerta, tiernos y jugosos. Rye empezó a salivar.

Carne fresca.

El asesino

Mal yacía en la cubierta del varadero. Su cadáver llevaba una semana en un cobertizo sin calefacción. El frío había evitado la descomposición y su cadáver amortajado estaba completamente congelado, rígido como una tabla.

Jane vivió un tiempo cerca del río Severn, y en un par de ocasiones estuvo en la orilla dando la bendición a cadáveres abotargados rescatados del río. El puente de Severn era un sitio conocido por los suicidios. Cadáveres hinchados por los efluvios de la putrefacción eran arrastrados río abajo hasta las marismas, y las gaviotas los picoteaban hasta que los hombres rana de la policía los sacaban del agua.

Mal flotaría hacia el sur y aparecería posiblemente en la costa de Noruega.

Jane decidió poner debajo de la mortaja una bolsita de plástico con el anillo, el medallón y el pasaporte de Mal. Luego escribió todo lo que sabía de él, con información sacada del expediente. Domicilio, parientes cercanos, etc. Era una posibilidad entre un millón, pues aunque el cadáver apareciera en alguna playa europea, no quedaría nadie vivo para recogerlo. Pero era la manera correcta de obrar, un intento de preservar su identidad al despacharlo al otro mundo.

En algún momento del funeral, Jane tendría que pronunciar unas palabras, un resumen de la vida de Mal. Tendría que hacer mención de sus virtudes, de sus anhelos, de las dificultades que afrontó y superó. Pero Jane no sabía absolutamente nada de él.

Jane cruzó el hielo hacia el
Hyperion
. Dio un largo rodeo para evitar a los pasajeros infectados que habían salido por la brecha del barco.

Habitación de Mal.

La suite Magellan. Terciopelo rojo y ornamentaciones doradas. Litografías con buques de guerra de la era napoleónica. Un uniforme de oficial de alto rango colgaba en un guardarropía. Jane tuvo un arrebato de odio social. Había sido una paria toda la vida y se identificó impulsivamente con los trabajadores machacas del barco, inmigrantes del este de Europa, que se humillaban por propinas. Jane se preguntó si los tripulantes de menos rango, los que hacían la limpieza, los camareros y las camareras, el personal de la sala de máquinas, estaban enterados del lujo con que vivían los oficiales del barco. Posiblemente no.

La ropa de Mal yacía en el suelo, junto a la cama. Jane empujó con el pie unos calzones largos.

Exploró los armarios y los estantes, en busca de algún objeto personal que le diera indicios sobre la vida de Mal. Un libro abierto, una colección de CD, una fotografía familiar, algo que diera una pista sobre quién era Mal.

Nada. Un par de botellas de vodka vacías, unos calcetines en remojo en la pileta del baño. Jane quería creer que todos tenemos valores, que todos tenemos una prolífica vida interior, que todos somos un pequeño universo. Pero ese tipo no. Mal estaba vacío.

Jane había estado indagando. ¿Cómo era Mal? ¿Qué pensaba? Nadie lo sabía. Mal era la sombra de Nail. Si Nail levantaba pesas, Mal levantaba pesas junto a él. Si Nail miraba la tele, Mal cogía una silla y se sentaba al lado.

Jane le preguntó a Nail acerca de Mal. Este se encogió de hombros.

—No hablaba mucho. Creo que era seguidor del West Ham.

Jane se sentó en la bañera. Tendría que hablar con los otros tripulantes. Quizá Mal había confiado sus esperanzas y sus decepciones a algún amigo, en una charla íntima a altas horas de la noche.

Había algo en el suelo, junto al cepillo del retrete. Un pedazo de papel de aluminio con restos de polvo marrón. Jane se puso el papel de aluminio en la palma de la mano y se lo miró de cerca.

Jane y Ghost habían tomado una suite cerca del puente de mando. Cocinaban por turnos y por la noche solían ponerse un albornoz de seda y ver una peli.

Jane se cohibía cada vez que Ghost la veía desnuda. Toda una vida de obesidad le había dejado la piel flácida. A Ghost no parecía importarle. Él tenía barriga y una espalda peluda.

—Todas las supermodelos han muerto, cariño —decía él—. Olvídalo.

—¿Qué te dice esto?

Ghost puso
Annie Hall
en pausa y recogió el papel de aluminio de la mano de Jane.

—Papel de aluminio. ¿Qué le pasa?

—En mi antigua iglesia, la de los Sagrados Apóstoles, cada mañana había pedazos de papel de aluminio en el porche. Los yonquis los tiraban allí.

—¿Y dónde encontraste esto?

—En la suite de Mal.

—¿Un trapicheo de drogas que acabó mal? ¿Es esto lo que quieres decir? Quizá Mal tuvo un altercado serio con alguien. Un bisnes. Una disputa de dinero o de lo que sea que equivalga a dinero estos días. Y tal vez alguien sacó un cuchillo.

—Tú solías vender hierba, ¿verdad? Tenías aquel pequeño laboratorio hidropónico.

—La compartía, la cambiaba por revistas o cosas. No era realmente un negocio.

—¿Nadie te ofreció nunca un intercambio por algo más fuerte?

—No, pero no me sorprendería que hubiera algún camello a bordo. Ocurre a menudo en las instalaciones de alta mar. Un montón de tíos, ningún lugar adonde ir, nada que hacer. Si cuelas una bolsa de pastillas o un ladrillo de heroína a bordo, enseguida encuentras mercado. Probablemente doblarías tu paga y tendrías a todo el mundo a tus pies.

Jane meditó.

—¿Mal tenía algún amigo íntimo, además de Nail?

—No. Solo la pandilla del gimnasio, Nail y su culto al músculo. Apenas hablaba con nadie más. Era un mueble. Completamente opaco.

—¿Crees que pudo haber una riña entre él y Nail? ¿Nail sería capaz de cortarle el cuello a alguien?

—Creo que sí —contestó Ghost—. Tiene mal carácter. Se puede poner muy violento. No sé si asesinaría a sangre fría, pero si alguien lo pinchara lo bastante, es muy posible que se lanzara a matar.

—Entendido —dijo Jane—. Tengo que aclararme en esto. ¿Cómo encaja todo? ¿Cuál es la secuencia de hechos?

—Nikki se llevó la barca. Nail ha estado echando chispas desde entonces. Luego se cabreó y discutió con Mal. Y perdió los estribos. Es una posibilidad.

—Lleva días borracho. Yo pensaba que estaba cabreado por lo de Nikki. Quizá sea sentimiento de culpa. Quizá sea por Mal.

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