Aguardó a ver si la barca se hacía añicos, si los remaches y las soldaduras resistían. Aguardó a ver si vivía o moría.
Se preguntó cuánto duraría la tormenta. Miró el disco luminoso de su reloj. Siete horas de viento y lluvia.
Parecía que las olas amainaban. Encendió la linterna y vio que las cajas de almacenaje se habían abierto. El interior de la cabina era un revoltijo de latas y envases. Su saco de dormir estaba cubierto de copos de cereal.
Reptó hasta la escotilla del techo. Alargó la mano hacia el pestillo y titubeó. Podía ser un error fatal. Si el tifón le arrancaba de la mano la puerta de la escotilla, la embarcación se inundaría en un momento y se hundiría. Pero las olas parecían haber aflojado. La barca ya no se zarandeaba de un lado a otro. Quizá la tormenta ya había pasado.
Nikki descorrió el pestillo y levantó un poco la escotilla. Fue recibida por una ráfaga de viento helado y una descarga de agua salada.
Relámpagos.
Esperó a que sus ojos se acostumbraran a la luz. Un océano embravecido, olas encrespadas y espumeantes.
Una segunda tanda de relámpagos.
Entonces vio algo, una cosa grande, que se le echaba encima oscureciendo las estrellas.
—¡Dios mío!
Una ola enorme, grande como un bloque de pisos.
Cerró la escotilla de golpe y corrió el pestillo otra vez, se echó en la cama y se hizo un ovillo.
El estruendo era cada vez mayor. La barca se levantó, ascendía como un ascensor expreso.
El bote se quedó unos instantes en la cima de la ola, como el tren de una montaña rusa a punto de descender en picado.
La barca cayó de morro. Tras el impacto giró bruscamente y dio una voltereta. Nikki se quedó en posición fetal con las manos en la cabeza, mientras latas y botes le caían encima.
Deceleración. El bote se balanceó un poco, luego hubo calma y quietud.
Nikki apartó cajas y bolsas y se puso de pie. Notó que algo le goteaba por el cuello. Sacó del bolsillo un lápiz linterna y lo encendió. Tenía sangre en el cuello, un corte debajo de la oreja derecha. Nada grave.
Se estiró. Tenía la espalda magullada. Se quedó en silencio un rato, contenta de estar viva. Se apretó un calcetín contra la oreja para absorber la sangre.
El ruido del viento fue menguando poco a poco.
Se oía un goteo. Nikki buscó de dónde venía. Era un goteo seguido. Apartó con los pies cajas y bolsas y vio que había una grieta en el casco. Una soldadura rota. Un chorro continuo de agua del mar.
Trató de detener la filtración tapando la brecha con una chaqueta. El agua le salpicaba la cara.
Con la punta del cuchillo de submarinista de Nail trató de encajar ropa en la fisura. No funcionó.
El agua se iba acumulando en el fondo de la barca y ya le cubría los pies. Nikki abrió la escotilla y empezó a achicar agua con un cuenco de hojalata.
Trató de mantener la calma. Si se dejaba llevar por el pánico, si se ponía a chillar de terror, moriría.
Tuvo una idea. Apretó contra el escape una bandeja de plástico y la apuntaló con un palo de esquí. Violentos chorros de agua salieron disparados como rayos de sol desde detrás de la bandeja. Nikki fijó bien el palo. El escape se transformó poco a poco en un goteo y luego paró.
Con botellas y bolsas flotando a su alrededor y hundida en agua helada hasta las rodillas, Nikki siguió achicando agua.
Se despertó calada y tiritando. Le dolía todo. Se estiró, se puso una mano delante de la boca y exhaló aire. El aliento le olía como una cloaca. Encontró pasta de dientes entre el revoltijo de cosas, se puso un poco de pasta en un dedo y se frotó los dientes.
Cogió la radio y la conectó.
—¿Rampart? ¿Me copiáis? Cambio.
Tardó una hora en obtener respuesta.
—Aquí Rampart
.
Una voz débil, un murmullo entre zumbidos y chasquidos.
—¿Jane? ¿Eres tú?
—¿Cómo va todo, Nikki?
—La barca casi se hunde.
—¿Qué has dicho? ¿La barca se hunde?
—Hubo una tormenta, pero estoy bien.
—¿Qué le pasó a la barca? ¿Cuál fue el problema?
—Fueron las soldaduras. Una gran ola agrietó el casco. Si construís otra barca tendréis que hacerla más sólida. Aquí las olas son como montañas.
—Te estoy perdiendo, Nikki. Estás saliendo de mi cobertura
.
—Solo quería despedirme.
—Buena suerte, Nikki. Que Dios te ayude.
Nikki desplegó unas cartas de navegación, con cotas de profundidad, corrientes, naufragios y boyas. Tenía que ir con cuidado. El papel estaba mojado y se podía rasgar fácilmente.
Examinó las corrientes oceánicas en un mapa del Ártico cubierto de flechas en remolino. Estaba a punto de llegar al mar de Groenlandia, empujada por una corriente llamada Beaufort Gyre, parte de un sistema de corrientes circulares que se engranaban como una rueda dentada y componían la deriva transpolar. La llevaría hacia el sur y luego hacia el oeste, a las costas de Noruega. Pero podría tardar semanas.
Tenía sed. Abrió la escotilla, hizo descender el manguito del desalinizador en el mar y le dio vueltas a la manivela. Gotas de agua dulce fueron saliendo por el otro lado del manguito. Tardó una hora en llenar la cantimplora. Poco a poco, la adrenalina se fue esfumando y fue reemplazada por la desesperación y el aburrimiento.
Pasó cerca de tierra. Un arrecife dentado en el pálido horizonte. Una gaviota revoloteaba muy por encima de la barca. Nikki consultó el mapa. Estaba pasando por la isla de Longyearbyen. Era territorio noruego, un páramo rocoso. Los rusos tenían minas de carbón allí. La escasa población que malvivía en la isla debía de haber sido evacuada hacía tiempo, pero quizá quedaban tiendas.
Se suponía que el mar territorial de Noruega estaba cerrado. Aviones AWACS guiaban una flotilla de lanchas cañoneras, pero Nikki no había visto ningún avión ni ninguna lancha. Buscó los destellos rojos de las aeronaves en lo alto, pero el cielo estaba desierto.
¿Qué pasaría si topara con una lancha cañonera? ¿Le dirían que diera la vuelta y se marchara? ¿La harían prisionera? ¿Se la llevarían a un campo de internamiento? Lo más probable es que nada más verla la hicieran trizas con una ametralladora del calibre 50 montada en cubierta.
Encontró latas, pero las etiquetas se habían despegado. Las zarandeó y oyó un traqueteo. Garbanzos. No encontró el abrelatas. Acuchilló la lata con un cortaúñas pero apenas consiguió rayarla.
Nikki se racionaba la comida. Tres uvas pasas para el almuerzo. Una galletita salada con un poco de manteca de cacahuete para cenar.
Bombear agua potable requería mucho tiempo. Y mucho esfuerzo físico. Llenó una botella de dos litros y echaba un trago cada hora.
Bajo la débil luz del día fue descendiendo por la costa de Longyearbyen. Entre el revoltijo que había bajo cubierta encontró unos prismáticos con recubrimiento de goma. Exploró la costa, pero solo vio unos inhóspitos riscos volcánicos. Ni pájaros, ni prados, ni vida.
Miró hacia el sur y vio una mancha en el cielo. ¿Era una nube o era humo?
La barca bordeó lentamente un cabo. Nikki vio los restos calcinados de una cabaña de madera. La mitad del techo se había hundido.
¿La choza de un pescador? ¿Un refugio de balleneros?
Nikki gritó hacia la orilla.
—¿Hola? ¿Me oye alguien?
La barca empezó a dejar la casa atrás.
—¿Hola? ¿Hay alguien?
Algo se movió. Había una figura en la entrada de la cabaña. Quizá alguien que buscaba provisiones.
—¡Eh, aquí, aquí! —gritó Nikki, agitando los brazos—. ¡Eh, hola!
La figura miró hacia ella.
Nikki descolgó los prismáticos del gancho de la escotilla y enfocó y reenfocó. Sangre y metal. Al tipo le faltaba la mandíbula y la lengua le colgaba fuera. Dos mujeres con un amasijo de púas en la cara se le acercaron. Los tres llevaban abrigos de piel salpicados de sangre. Desde el borde del malecón de madera, daban zarpazos al aire con sus manos cubiertas de costras.
Nikki dejó que la corriente la llevara hacia el sur.
Por la mañana, un azul celeste teñía el cielo meridional.
Nikki vio una mancha blanca en el horizonte. ¿Un fragmento de iceberg? ¿Una vela? El objeto se fue acercando. Era una aleta, la cola de un avión. Un 747 de Air France flotaba en el mar.
Nikki llevó el bote al lado del enorme avión de pasajeros. Saltó sobre el ala e hincó en el remache de una soldadura el gancho del ancla. Anduvo de un lado a otro del ala haciendo crujir con sus botas el metal recubierto de sal. No había dado un solo paso desde hacía semanas. Pasaba todos los días encogida en la cabina y, una vez al día, gateaba por el casco de la barca y revisaba la vela y el mástil.
Pasó la manga por una de las ventanillas. A través del cristal empañado vio hileras de asientos vacíos. Supuso que el avión no había sido admitido en el espacio aéreo de Estados Unidos y se había quedado sin combustible, a medio camino de vuelta a Europa. Tras un amerizaje forzoso, los pasajeros habrían usado los toboganes de emergencia como balsas. Los últimos tripulantes en abandonar el reactor habían cerrado instintivamente la escotilla. El avión estaba herméticamente cerrado, era una burbuja de acero. El aire que retenía en la bodega, en los depósitos de combustible vacíos y en el compartimiento de pasajeros bastaba para mantenerlo a flote. Flotaría durante meses, quizá años, resistiendo las borrascas.
Nikki empujó con el hombro la escotilla del ala. Los rebordes de goma cedieron con un sonido de ventosa. La luz del día entraba en débiles rayos por las ventanillas de estribor e iluminaba el interior del avión.
Clase turista. Filas de asientos vacíos. Una maraña de máscaras de oxígeno colgaba del techo. Había equipaje esparcido por el suelo de los pasillos. Ni sangre, ni cadáveres.
La primera clase y la clase club estaban vacías también. Había maletines y ordenadores portátiles pulcramente colocados en los asientos, como si los pasajeros se hubieran ausentado momentáneamente.
No había nadie en la carlinga, solo paneles de instrumental apagados y una vista al océano vacío.
Nikki buscó la cocina al final del avión. Esperaba encontrar refrescos, leche de larga duración y tal vez galletas.
Encontró cartones de zumo de naranja en un carrito de azafata volcado. El frío había solidificado los cartones. Nikki arrancó el envoltorio y se quedó con un ladrillo amarillo de zumo en la mano. Rompió el ladrillo contra la pileta de la cocina y fue lamiendo los pedazos mientras exploraba el avión.
Vio que uno de los lavabos estaba ocupado. Le propinó una patadita a la puerta y dio un salto hacia atrás cuando una voz respondió.
—No entres
.
—¡Cielos! —dijo Nikki, hablándole a la puerta del lavabo—. ¿Cuánto tiempo llevas a bordo?
—Vete. Déjame en paz
.
Era una voz de hombre.
—No tienes por qué esconderte. Estoy sola. No hay nadie más. Puedes salir.
—La puerta está atrancada y así seguirá. No entres
.
—Sal, por favor.
—No
.
—Oye, esto es una estupidez.
—Vete a la mierda
.
—El avión hizo un amerizaje forzoso, lo sabes, ¿verdad? No hay nadie a bordo excepto tú.
—No voy a salir
.
—Estás en medio del puto océano. Todos los otros se han ido en balsa. No queda nadie más que tú y este avión a duras penas se mantiene a flote. Si le entra un vaso de agua más se va a ir contigo al fondo del mar.
—Vete a la mierda y déjame
.
—De acuerdo, joder. No voy a discutir contigo.
Nikki encontró un palé de agua embotellada en un armario de la cocina y apiló las botellas junto a la escotilla.
Entre el equipaje desparramado por el suelo encontró también toallitas húmedas y un neceser. Se encerró en un lavabo de clase club, se quitó el traje isotérmico y se aseó. Se lavó los dientes y se enjuagó la boca. Había dejado su navaja abierta en el borde de la pileta, por si su desconocido acompañante decidía salir de su guarida.
En una maleta había ropa limpia. Calcetines y ropa interior. Se puso crema hidratante en sus manos agrietadas y llenas de arrugas.
Nikki se puso en cuclillas sobre el ala y probó la radio. Tenía la esperanza de que el avión de metal haría de antena y aumentaría la señal. No consiguió ponerse en contacto con Rampart. Estaba fuera de su alcance, más allá del horizonte y perdido en la noche perpetua.
Nikki exploró la banda de ondas. Una luz led empezó a parpadear. La radio intentaba sintonizar una señal fantasma.
… el amparo de Dios… una decisión terrib… estos aciagos moment
…
La voz se fue desvaneciendo.
Nikki cargó agua y comida en la barca, volvió al cuarto de aseo del final del avión y llamó a la puerta.
—Es tu última oportunidad. Me voy.
—Adiós
.
—En serio. Voy hacia el sur. Puedes venir conmigo. Si te quedas aquí morirás.
—Déjame, entonces. Ya lo hiciste una vez
.
—¿El qué? ¿Dejarte?
—Sí, salva tu culo. Al fin y al cabo, cada uno sirve para lo que sirve
.
—¿Quién eres? —preguntó Nikki—. ¿Cómo te llamas?
No hubo respuesta.
—¿Alan? ¿Eres tú?
Nikki le dio una patada a la puerta. A la cuarta patada el pestillo saltó. La cabina estaba vacía.
—¿Me he vuelto loca? —preguntó Nikki, interrogando su propio reflejo—. ¿Se trata de eso?
—Digamos que tu percepción ha sufrido un cambio radical
—dijo la voz de su compañero muerto.
Nikki disfrutó del lujo VIP. Se acomodó en un asiento de clase club, con ventanilla con vistas al mar, se envolvió en mantas de la línea aérea y se recostó con unos auriculares puestos, para calentarse las orejas.
—Qué suerte, encontrar este avión —murmuró mientras se acurrucaba para dormir.
—Sí
—dijo Alan—.
Dios ha hecho que este avión se estrellara solo para ti
.
Nikki hizo salir un televisor de una ranura en el brazo del asiento. Era un soporte con una pantallita. Conectó los auriculares y seleccionó
Breve encuentro
en el menú. Se quedó dormida con la película.
—¿Te das cuenta de que no hay absolutamente nada en la pantalla?
—dijo Alan—.
El avión está apagado. Nada funciona
.