—Barras nutritivas —dijo Nail—. Punch se las da a los equipos de tierra. Tiene varias cajas en el fondo de la despensa. Cuando te den las llaves, hazte con una caja y mueve las otras para que parezca que no falta ninguna.
—De acuerdo.
—Y ahora pírate. Tengo cosas que hacer.
Nikki se fue andando por un pasadizo sin luz, hacia las escaleras. Oyó cómo el cuchillo se clavaba en el metal.
Ghost y Rawlins se prepararon para zarpar. Se encontraron en el muelle y Ghost cargó el pistón hidráulico en la zódiac.
Jane y Punch fueron a despedirlos.
En la cubierta había unas cajas apiladas.
Rawlins retiró la lona.
—¿Es este el material?
—Sí —dijo Punch, abriendo las cajas—. Hay suficiente explosivo plástico para mandarnos a la Luna. Cápsulas fulminantes, cable detonador, cebos. Y las cositas estas.
Punch le tendió a Rawlins un bote rojo.
—Granadas de termita M14. Un par de docenas. Pensé que era un despilfarro dejarlas allí.
—Esa gente estaba bien pertrechada.
—Sismología de reflexión. Sueltas un petardazo y escuchas el eco terrestre con los geófonos.
—Quiero todo esto fuera de la plataforma, ¿entendido? Tan pronto como volvamos quiero que os lo llevéis al búnker y lo escondáis al fondo de todo.
—Entendido.
—Será nuestro secreto. Nadie más tiene que saberlo.
Sian preparó la cena. Hirvió dos kilos de pasta en una cacerola mientras Nikki rallaba queso.
—Espero que no te moleste la pregunta —dijo Sian—, pero ¿a tus colegas de la isla, Simon y Alan, los conocías bien?
—Hicimos juntos el posgrado en Brighton.
—¿Qué tal te encuentras? ¿Te sientes bien acogida aquí?
—Lo llevo por dentro.
Nikki no quería hablar de ello. No tenía ningún interés en relacionarse con nadie de la plataforma. No quería saber de sus vidas. No quería que le contaran las esperanzas y los sueños que tenían.
—Nos hace falta más salsa. Dame las llaves de la despensa.
Ghost conducía la zódiac. La lancha navegaba baja en el agua, sobrecargada de equipamiento. Rawlins iba en la proa.
Arrastraron la barca a tierra firme, clavaron estacas en el suelo y la amarraron. Se cargaron el material al hombro y empezaron a andar. Un crepúsculo asalmonado teñía de rosa la nieve.
Tardaron veinte minutos en llegar al cráter. Subidos en el borde del lugar del impacto observaron la cápsula.
—¿Qué crees que es? —preguntó Rawlins.
—Leí en alguna parte que las instalaciones de órbita baja están equipadas con módulos de emergencia. Si algo va mal, los astronautas pueden evacuar. Quizá fue eso lo que pasó. El aparato tenía que aterrizar en la estepa rusa y mandar una señal de socorro, pero los paracaídas se jodieron.
Bajaron hasta el fondo del cráter. Rawlins armó una tienda bóveda. Ghost colocó trípodes con reflectores alrededor de la cápsula.
El sol se puso. Trabajaron a la luz de la intensa iluminación blanca de los halógenos. Un círculo de resplandor blanco rodeado de una noche sin fin.
Ghost probó la radio.
—Equipo de tierra a Rampart.
Chasquidos y pitidos extraterrestres anegaban todas las frecuencias.
—Tenemos que desconectar esa cosa. Está anulando todos los canales.
Ghost empezó a golpear con un hacha de incendios las planchas térmicas de sílice. Eran planchas hexagonales. Desportilló unas cuantas y examinó la base de acero que había detrás.
—Venga a ver esto.
Rawlins se acercó a la cápsula. Ghost había hecho asomar una manija roja en forma de «T». Había una inscripción en caracteres cirílicos:
Debajo había una traducción:
PELIGRO
PERNOS EXPLOSIVOS
—¿Cómo piensas hacerlo? —preguntó Rawlins.
—Póngase a cubierto. Yo giraré la manija.
Rawlins se refugió detrás de la cápsula.
Ghost se puso en un lado de la compuerta. Se protegió la cara, giró la manija y apartó la mano tan rápido como pudo. La compuerta rectangular saltó como un tapón de champán. Salió volando cinco o seis metros y aterrizó en la nieve.
Ghost dirigió su linterna hacia el interior de la cápsula. Tres asientos, un ocupante; el cadáver de un astronauta sujeto en un asiento delante de un panel que parpadeaba.
—¿Crees que es eso, el transpondedor? —preguntó Rawlins, señalando un tablero de interruptores.
Ghost acercó la radio. Se oyó un acople estridente.
—No me la voy a jugar —dijo Ghost—. Arrojemos una granada de termita y friámoslo todo.
Rawlins se metió en la minúscula cabina y se aguantó de pie agarrándose al bastidor metálico de uno de los asientos.
El cosmonauta llevaba un voluminoso traje presurizado de lona gris. Los guantes, las botas y el casco iban sujetos al traje con unas gruesas abrazaderas. Llevaba insignias rusas en el pecho y en las mangas. Un tubo conectaba el traje a un suministro de oxígeno montado en la pared.
—Espera. Antes quiero examinarlo.
—¿Por qué?
—¿No sientes curiosidad? CCCP, la chapa de una antigua expedición soviética. Un puño rojo. Militar, supongo. ¿Cuánto tiempo debía de llevar este tipo flotando por el espacio? ¿Décadas? Ni siquiera habías nacido cuando este tipo salió al espacio. Quiero saber quién era. Quiero saber cómo murió.
Rawlins empezó a forcejear con aquel arnés de cinco anclajes. Se quitó los guantes, pero no había forma de desabrocharle la hebilla.
—Pásame tu cuchillo.
Rawlins serró las correas.
—Déjelo —dijo Ghost—. Esto no me gusta; me da mala espina.
Se sacó del bolsillo del abrigo una granada roja en forma de cilindro.
—Considérelo una incineración.
—Un momento. Alguien, en algún lugar, querrá saber qué le pasó a este tipo.
Rawlins trató de quitarle el casco. El anillo del cierre se resistía. Se dio por vencido. Oprimió las lengüetas de los lados de la visera y descorrió la lámina dorada.
Era el rostro de un hombre joven. Tenía la piel bruñida, como esculpida en cromo.
Los párpados se abrieron de golpe. Ojos negro azabache. Un gruñido sofocado. Labios y dientes de metal.
Rawlins chilló.
Punch sujetaba un portafolio en la despensa de la cocina. Recuento de provisiones. Jane revisaba los estantes.
—Judías, seis latas; ruibarbo, tres latas; tomate troceado, dos cajas de doce.
Juntos contemplaron la menguante reserva de latas y cartones.
—Menos mal que tenemos esto cerrado —dijo Punch—. Si los otros supieran la poca comida que nos queda, seguro que les entraba pánico.
—Quizá deberíamos reducir las raciones —propuso Jane—, y usar más arroz y pasta.
—Tiene que haber alguien que sepa pescar. Recuérdamelo en la cena, cuando estén todos en la cantina. Se lo preguntaré.
Oyeron unos pasos que se acercaban corriendo, el sonido de unas zapatillas de deporte. Sian se quedó jadeando en la entrada, aguantándose en el marco de la puerta.
—Hay noticias de Ghost. Rawlins ha tenido un accidente. Está herido. Viene de vuelta.
Bajaron a la base de la refinería y esperaron en el hielo. Jane escudriñó el horizonte con unos prismáticos. Un punto negro, la zódiac, se acercaba a toda velocidad.
—Joder —dijo Punch—. Viene pisando a fondo.
Ghost paró la lancha levantando espuma con un viraje brusco y apagó el motor. Rawlins estaba tendido en el fondo de la zódiac, con el brazo derecho envuelto en una manta térmica. Tras sacarlo de la lancha, tendieron a Rawlins sobre el hielo que rodeaba la pata de la refinería.
—No lo toquéis —dijo Ghost—. No le toquéis la piel.
Transportaron a Rawlins sobre la superficie helada, al elevador de la plataforma. El elevador estaba acoplado a la pata sur de la refinería.
Tendieron a Rawlins en las planchas del suelo.
—¿Dónde está la doctora Rye? —preguntó Ghost.
—Está esperando arriba.
—De acuerdo. Punch; tú quédate y amarra la lancha.
Ghost le dio un manotazo al botón SUBIR. El ascensor se puso en marcha con una sacudida.
Jane se inclinó sobre Rawlins. Un pasamontañas y unas gafas de seguridad le tapaban la cara.
—¿Está consciente? —preguntó Jane.
—Se mueve, pero no habla.
—¿Qué le pasa?
—Ya lo verás.
La doctora los esperaba en una de las esclusas de aire. Ayudó a llevar a Rawlins al interior y lo metieron en el coche camilla.
Convulsiones. Rye se enfundó unos guantes de goma de nitrilo y le quitó el pasamontañas y las gafas a Rawlins. Tenía los ojos en blanco y los labios azules.
—Nada de contacto con la piel —advirtió Ghost—, ni boca a boca, por lo que más quiera.
La doctora le cortó con tijeras el abrigo y le dio a Rawlins veinte compresiones torácicas.
—Respira. Muy bien. Vamos.
Rye condujo el coche por oscuros corredores iluminados por los faros del vehículo. Jane, Sian y Ghost corrían detrás, esforzándose por seguirlo.
Enfermería. Rye restableció la corriente. La habitación se iluminó de blanco.
Tendieron a Rawlins en la mesa de operaciones y la doctora ajustó la lámpara móvil encima de él.
—En mi despacho hay un calentador de convección —dijo Rye—. Ponedlo en marcha.
Se puso una máscara en la boca, una gafas protectoras y un par de guantes quirúrgicos.
—Muy bien. Ahora id todos al despacho y quedaos allí.
Se instalaron en el despacho y miraron por una ventanilla.
Rye sacó de un armario unas tijeras y unos fórceps. Recortó el aluminio que recubría el brazo de Rawlins y separó el tejido. La sangre corrió por el suelo.
—Trate cada gota de eso como si fuera sida —le dijo Ghost por un interfono de pared—. Límpiela bien. Desinféctela.
Rye esparció algodón por el suelo, para absorber la sangre.
—Y tenga cuidado con el brazo. No lo toque bajo ningún concepto.
La mano de Rawlins se había puesto negra, tenía la piel amoratada como por una fuerte contusión.
—¿Congelación? —preguntó Jane.
—No.
—¿Está segura? Tiene el mismo aspecto que la mano de Simon cuando lo rescatamos del hielo.
Tenía la carne erizada de astillas de metal, finas como una aguja.
—Dios mío.
Con unas tijeras quirúrgicas, Rye recortó la ropa de Rawlins y le quitó del cuello las placas de identificación.
—Tipo O negativo.
Se enfundó otra capa de guantes y entubó la mano izquierda de Rawlins a una bolsa de O negativo que sacó del refrigerador.
—Tiene el pulso alto —dijo Rye—. La respiración parece normal. ¿Qué ocurrió realmente?
—Abrimos la cápsula y Rawlins entró. Había un cadáver, el de un astronauta. Frank intentó quitarle el casco. Un momento después estaba chillando y sangraba.
—¿Un astronauta?
—Sí, una especie de cosmonauta. Estaba muerto. Bien muerto. De repente despertó. Agarró a Rawlins y pelearon. Saqué a Frank de allí y le pegué fuego a todo.
—Parece un mordisco, lo que tiene en los dedos.
—Sí. Frank dijo algo de dientes, de dientes metálicos. No lo sé. Frank no razonaba demasiado. Tal como dije, no me paré a investigar. No entré. Saqué a Frank y lancé una granada.
Rye cogió unas pinzas y extrajo una púa metálica.
—Estos filamentos parecen salir del hueso.
—Crecen. Empezaron en la punta de los dedos. Ahora ya llegan a la muñeca.
Rawlins volvió en sí. Se pasó la lengua por los labios.
—¿Cómo se encuentra, Frank? —le preguntó Rye, acercándose a él.
—No me toque el brazo.
—Se pondrá bien —repuso ella, para tranquilizarlo—. Se curará.
—Noto un sabor extraño —dijo Rawlins, y se desvaneció.
—Bien —dijo Rye—. Ahora, vosotros tres, quitaos el abrigo y lavaos bien. Os necesito aquí.
Se limpiaron las manos y los antebrazos con Tiabendazol y se enjuagaron bien.
Rye abrió un armario, sacó una bandeja de instrumental quirúrgico y rasgó el plástico del envasado al vacío. Extrajo una sierra quirúrgica y la dejó sobre el carrito de instrumental.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Sian.
—Me vais a ayudar a amputarle el brazo.
—¿No tiene nada más sofisticado? —preguntó Jane señalando la sierra.
—Tengo una cuchilla eléctrica, pero no quiero salpicarlo todo de sangre.
Le dieron a Rawlins una inyección de morfina y lo sujetaron con correas en la mesa. Rye le entubó la garganta. Acercó a la mesa un monitor de ritmo cardíaco con ruedas, acopló los electrodos en el pecho de Rawlins y puso la máquina en marcha.
—Observa la pantalla —le dijo a Sian—. Si esta cifra baja de treinta y cinco, avisa.
Sacó suero del refrigerador y lo colgó en el soporte del gotero.
—Vigila las bolsas de suero —le dijo a Jane—. Avísame cuando haya que reponerlas.
Con un algodón húmedo limpió el brazo de Rawlins justo por debajo del codo.
—Ghost. Tú le sujetarás los hombros, ¿de acuerdo? Puede ser que empiece a dar sacudidas. Bien. ¿Estamos todos listos?
Rye empezó a seccionar con un bisturí el brazo de Rawlins y le colocó pinzas en las arterias. Glóbulos amarillos de grasa subcutánea brillaban como la mantequilla. Le cercenó el brazo cortando el hueso en intervalos cortos, como si estuviera serrando la pata de una mesa.
—¿Cree que le dolerá? —preguntó Jane al acabar.