Authors: Jordi Sierra i Fabra
Toda la casa estaba en silencio.
Se atrevió a salir, descalza, caminando casi de puntillas. El baño «de las chicas» estaba en un extremo, junto a sus habitaciones. El de la habitación de matrimonio, al otro. Atisbó la cocina, la sala. El teléfono estaba en su sitio.
No se atrevió a llamarla en voz alta.
Le quedaba un único lugar por examinar.
Y no tuvo que entrar en él.
La puerta de la habitación de su madre, antes compartida con su padre, estaba cerrada. Aplicó el oÃdo a la madera y el sollozo, nÃtido, desgarrado, la alcanzó de lleno pese a la barrera que la separaba del interior. La constatación de esa certeza la aplastó, la convirtió en una suerte de fina arenilla que cualquier brisa inesperada habrÃa barrido del suelo. Por un momento pensó en abrir la puerta y entrar, pero fue tan sólo una idea pasajera. No habÃa consuelo posible.
Asà que la dejó con su dolor.
Sola.
Fue al baño, recogió sus zapatillas, y luego se metió en su habitación, asustada.
Muy asustada.
Cada vez que creÃa haber superado la adolescencia, y se sentÃa más mujer, más segura y fuerte, parecÃa surgir algo que la atrapaba y tiraba de ella hacia abajo, para devolverla a las catacumbas del pasado.
âRogelio... âsusurró.
Y entendió por qué, de pronto, lo necesitaba tanto.
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En el exterior, por detrás del cristal que separaba el centro de control de la Unidad de Cuidados Intensivos de la habitación ocupada por su padre y de las restantes habitaciones, distribuidas en cÃrculo en torno a él, los rostros formaban una fila uniforme y dolorosa. Tanto, que a Rogelio le dio por pensar que si su padre abrÃa los ojos y los veÃa, se morirÃa de un segundo y definitivo infarto.
No faltaba nadie, a excepción de Lidia, que estaba con los padres de la mujer de su hermano. Incluso Miguel acompañaba a Martina.
Todos pendientes del cabeza de familia.
Como a él le gustaba.
Miró la figura del hombre, entubado y sedado, o quizá dormido. Incluso en una cama de hospital, convertido en un residuo de su humanidad, conseguÃa impresionar. De niño, si bien la palabra no era miedo sino respeto, siempre se habÃa sentido inseguro en su presencia. Su tono de voz, que parecÃa evidenciar un enfado perpetuo, su mirada, siempre fija y con latentes dosis de agresividad, su talante, circunspecto; todo se conjugaba para dotarlo de aquel aire de fiereza, de perfecto dominio escénico.
SolÃa decir que la vida no te regala nada, que tú no puedes coger lo bueno sin más: has de ganártelo siendo el mejor, el más listo, el más rápido.
¿Cuánta gente debÃa de odiarlo?
¿Y cuánta debÃa de quererle?
No sabÃa nada de su mundo.
Ni de él.
Casi un extraño.
Y en eso, la culpa no era únicamente de su progenitor, sino de ambos.
âRogelio, ¿podemos hablar?
âSÃ, claro.
Su hermano se apartó del grupo de manera discreta y él lo siguió. No dijo nada. Marcos caminó por el pasillo en dirección a la sala de las visitas, y al encontrarla demasiado llena, optó por salir al exterior, entre los ascensores y la escalera. Esperó a que Rogelio se detuviera, y una vez cara a cara, no perdió el tiempo.
â¿Qué opinas? âquiso saber.
âQue saldrá de ésta.
âPero no será el mismo.
â¿Por qué?
âHa tenido un infarto, por Dios.
âMucha gente tiene infartos y sigue con su vida, trabaja, hace el amor... Ya no es como antes.
â¿Pretendes que vuelva a trabajar, como si tal cosa?
âSi es lo que quiere, es lo que hará. Y ni tú ni nadie va a impedÃrselo, que menudo es.
â¿Y si el médico se lo prohÃbe?
âNo sé. âFue sinceroâ. Pero no veo a papá en casa, sin hacer nada. Es de los que preferirÃan morir con las botas puestas, en su despacho.
CreÃan poder hablar solos y libres, pero no fue asÃ. Por el acceso apareció Martina.
â¡Ah!, ¿estáis aquÃ? ¿Qué sucede? âLos miró a ambos extrañadaâ. ¿Reunión familiar pasando de la hermana pequeña? ¿O es que el médico os ha dicho algo que yo no...?
âNo se trata de eso âla tranquilizó Marcosâ. Intentaba decirle a Rogelio que las cosas van a cambiar, y que lo necesito.
Lo esperaba todo menos aquello.
â¿Cómo que me necesitas?
âTienes que venir a la empresa.
âNo.
â¡Yo no podré hacerlo solo, ni cargar con todo!
âClaro que podrás.
â¡Es demasiado!
âTienes a Martina. âMiró a su hermanaâ. ¿Por qué no se lo pides a ella?
âTiene su vida.
â¿Se lo has preguntado? âinsistióâ. La tienes aquà delante.
Marcos la miró irritado.
âMartina, sabes que no es por...
âPuedo ayudar âcontestó abarcándolos a ambosâ, pero salvo echar una mano...
â¿Lo ves? âinsistió Rogelioâ. Yo también lo haré, cuando pueda y como pueda, pero nada más.
Una cuarta figura emergió de la zona hospitalaria y se materializó ante ellos.
Su madre.
â¿Qué hacéis aquÃ? ¿Es que...?
âNo, mamá âla calmó Marcosâ. No hay ninguna mala nueva. âSe resignó a lo evidente, o tal vez aprovechó su presencia allà para acabar de poner el dedo en la llagaâ: Hablaba con Rogelio del futuro de la empresa.
âDesde luego, tu padre no vuelve âquiso dejar claro ella.
â¿Cómo vas a impedÃrselo, atándolo? ârezongó Rogelio.
âÃl se quedarÃa en casa, feliz, si tú ayudaras a tu hermano.
â¿Qué es esto? ¿Un contubernio?
â¿Qué estás haciendo en ese lugar en el que trabajas, por Dios? ¡La música es cosa de veinteañeros, tú vas a cumplir los cuarenta!
âMarcos tiene razón âlo apoyó su madre.
âPero es mi vida.
â¡Se lo debes!
El tono fue airado, excesivo. El rostro de la mujer se acabó de convertir en una máscara. Incluso en momentos como aquéllos, su madre era un ser impecable, digno y distinguido. Ni un cabello fuera de lugar, ni una arruga demasiado maquillada, ni un desdoro en su atuendo. La fuerza de sus ojos no tenÃa nada que envidiar a la de los ojos de su marido.
âYo no le debo nada a nadie, mamá âdijo despacioâ. Y no se trata sólo de la música, sino de mi libertad.
â¿Trabajar en la empresa de tu familia es como estar en la cárcel?
âSimplemente no es lo que me gusta.
â¿Y quién habla de que te guste o no? ¡Eres un Muntadas! ¡Y somos una familia! ¡Es ahora o nunca!
Rogelio intentó decir algo.
No pudo.
Las siguientes palabras de su madre fueron como un flagelo helado restallando en su alma.
âLuego no vengas pidiendo nada.
âNo lo haré.
Martina impidió lo que fuera a suceder; el conato de ira, la pelea, los gritos o el quebranto anÃmico del que, tal vez, ya no salieran jamás.
â¡Basta, por Dios! âLevantó las manos con desesperada exaltaciónâ. Es que... âMiró primero a Rogelio, pero después se dirigió a su madre y a Marcosâ. ¿Es que no podéis respetar a los demás? ¿Es que nadie puede tener ideas propias en esta casa? ¡Haremos lo que podamos, todos, pero ni papá está muerto ni...
Su madre no la dejó terminar.
âSois tal para cual âexclamó con vehemencia aferrada a su orgullo.
â¡Mamá!
No se dignó responderle. Dio media vuelta y regresó a la Unidad de Cuidados Intensivos, donde ahora la figura de Miguel aparecÃa solitaria como único testigo de la inmovilidad del hombre al que habÃa conocido tan sólo unos dÃas antes.
Rogelio tampoco se quedó con ellos.
No querÃa seguir discutiendo, ni aun contando con el apoyo de Martina.
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Tarde o temprano tenÃa que preguntárselo, y mejor hacerlo estando las dos solas, sin la presencia de su madre. Esperó a que ella saliera para buscar a Carlota.
Su hermana pequeña tenÃa los ojos todavÃa vidriosos.
Se la quedó mirando con una mezcla de amargura y dolor.
âVeo que ya lo sabes âdijo Beatriz.
âSÃ.
â¿Qué te ha dicho?
âQue papá ha embarazado a la puta esa.
â¿Te lo ha dicho asÃ?
âNo, lo de «puta» es mÃo.
âNo es una puta.
âUna que le quita el marido a otra es una puta.
âNo se lo quitó, papá...
âDa igual. âCarlota se encogió de hombrosâ. No quiero discutir ni pelearme contigo. Tendré un hermano bastardo y nada más. ¿Qué más quieres?
âSaber cómo está mamá.
â¿Por qué no se lo preguntas tú misma?
âPorque ella no me ha dicho nada a mÃ.
âTú ya lo sabÃas.
âSÃ.
â¿Desde cuándo?
âDesde este mediodÃa. Yo le he dicho a papá que llamara a mamá.
âGenial. âSu cara de asco se acentuóâ. A veces me pregunto por qué eres tan diferente a Luisa y a mÃ.
âLas tres somos diferentes. Luisa está siempre a la expectativa, es cauta. Tú lo radicalizas todo y yo intento entender a los demás. Eso no es bueno ni malo.
Carlota se mordió el labio inferior. Un asomo de nuevas lágrimas pareció a punto de desbordar los lagos de sus pupilas. ¿Cuánto hacÃa que no se abrazaban, que no se sentÃan verdaderamente hermanas? Una vez, su madre, siendo Carlota pequeña, le preguntó si la querÃa, y ella le respondió que no, sinceramente. Entonces, su madre le dijo: «Da lo mismo, siempre será tu hermana».
Quizá la culpa, a pesar de todo, era suya, porque no en vano, en ausencia de Luisa, ella era la mayor.
Carlota necesitaba una mano.
Y también ella.
â¿Cómo está mamá? ârepitió su pregunta.
âFatal.
â¿Qué te ha dicho?
âMe ha dicho: «FÃjate, otro hijo, a su edad, como si fuera tan sencillo empezar de nuevo».
Beatriz tragó saliva.
â¿Se han peleado?
âNo que yo sepa.
â¿Sabes si se lo ha dicho a Luisa?
âHa ido a verla.
âCarlota...
No encontró las palabras adecuadas. Le costaba hablar con ella.
âVenga, ¿qué? âla apremió.
âDebemos estar unidas.
â¿No lo estamos?
âNo.
âPues no sé.
Sólo compartiendo algo grande, algo verdaderamente importante, lograrÃa acercarse a ella como amiga más que como hermana. Lo supo de repente.
âTe necesito âle confesó.
â¿Tú a mÃ?
â¿Tan extraño te parece?
âTú siempre has ido por libre.
âPensaba que no contaba contigo.
âNi yo contigo.
âEstoy enamorada.
No pareció afectarle lo más mÃnimo.
âEs normal.
âNo tanto.
â¿Qué pasa, que él no lo está de ti?
âA él también le ha dado fuerte, según parece.
âEntonces...
âTiene treinta y ocho años.
La chica abrió unos ojos como platos.
âDios..., eso ya no es normal, aunque sà propio de ti.
Beatriz no dijo nada, pero esbozó un leve atisbo de sonrisa buscando un eco en Carlota.
Lo encontró.
Tibio, pero lo encontró.
â¿Está separado?
âSoltero.
âVaya. âPareció apreciarlo en su justa medidaâ. No cuadra pero...
âNo pasa nada.
âTú ten cuidado.
âYa.
âDebe de sabérselas todas.
âUn poco, supongo. Trabaja en el mundo de la música.
Eso la hizo reflexionar, aunque no más allá de tres segundos. HabÃa cosas más importantes de que hablar en ese instante.
â¿Quieres que te apoye con mamá llegado el momento?
âNo, sólo querÃa que lo supieras.
Carlota asintió. Primero levemente. Después con mayor insistencia. Su sonrisa se hizo más firme.
Inesperadamente dio un paso al frente y la abrazó.
La que estuvo a punto de echarse a llorar entonces fue Beatriz.
La vida tenÃa extraños caminos que se cruzaban, unas veces a distintos niveles, y otras, formando encrucijadas imposibles de evitar.