Sólo tú (5 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

BOOK: Sólo tú
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»En todo el disco de Brain... etc. sólo hay veinte segundos aprovechables: la parte menos agresiva de
Mezklas
. Pero claro, eso debió de ser una casualidad. Nadie va a notarlo.

»Feliz vuelta a la prehistoria.»

Tuvo que leerlo dos veces.

Una para dominar la ira. Otra para paladear cada palabra.

Porque, a fin de cuentas, lo que decía la tal Beatriz era verdad, y eso dolía.

Sobre todo le dolía a él.

Alguien había escrito sus propios pensamientos.

Silenciados en el fondo de la necesidad.

Volvió a mirar la foto. El tono epistolar no era el de una mujer de veinticinco. Veinte tal vez. Incluso menos. Pero la foto...

No apartó sus ojos de ella durante dos o tres minutos.

—¿Quién eres? —le preguntó.

Aquella fascinación súbita...

Ni siquiera sabía por qué.

Paseó por la página. Leyó fragmentos de otros textos. La mayoría, sobre el tema que fuese, acertados y coherentes. En la parte inferior encontró más accesos a otras ventanas. Uno era de fotos de la protagonista, aunque en ninguna la calidad de la imagen era mejor que la que presidía el blog. Siempre se trataba de retazos de sí misma, la mayoría desenfocados o sesgados. Primeros planos o de medio cuerpo. La esbeltez podía apreciarse, pero poco más. En todo caso, las manos eran perfectas, preciosas. Quien fuese la tal Beatriz era aficionada a la fotografía. En otro acceso se derivaba al lector hacia YouTube. La chica, además, hacía montajes con fotos y música.

También encontró lo que estaba buscando.

Una dirección para responder a los comentarios del blog. Y libre. No era necesario registrarse ni dejar huella.

Rogelio comenzó a teclear.

Capítulo 3

BEATRIZ

 

 

 

La guitarra, en las manos de Gonzalo, parecía una caja de música.

Él la acariciaba, sus dedos apenas si rozaban las cuerdas, pero el sonido, la cadencia armónica, fluía con una intensidad y una belleza únicas.

Además estaba su voz.

Íntima.

Tan sugerente.

Le había hablado de aquel poema de
Así habló Zaratustra
, el que contenía la frase «Dormido sobre los espejos», y acababa de componer una canción preciosa, con una letra que giraba en torno a la turbulencia del amor, el deseo, la pasión y la furia, aunque no lo hiciera de forma directa, sino velada. No le bastaba con arrancar la música de aquellas cuerdas. También era capaz de trenzar palabras con aquel sentido tan especial.

Era un don.

Por más que Gonzalo fuese tan perfeccionista, o tan inseguro, o tan tímido, o tantas cosas a la vez.

 

Hoy, dormido sobre los espejos,

he soñado que abrazaba tu cuerpo

y le hacía el amor a tu alma.

Hoy, acariciado por el reflejo de tu ser,

he recordado todas las noches de mi vida

en las que fuiste mía y te diste a mí.

Hoy, callado y silencioso sobre la luz,

te he dicho que te quiero en soledad

deseando despertar al otro lado.

 

Hoy, dormido sobre los espejos,

quería que ellos fueran nuestra cama

mecido por el reflejo de mis sueños.

Hoy, susurrando tu nombre en un rezo,

he sentido todo el dolor de tu ausencia

perdido de nubes y esperanzas marchitas.

Hoy, al despertar de este pasado,

he visto mi sombra transparente

caminando descalza hacia la muerte.

 

Cuando la última nota se extinguió en el aire, Beatriz tuvo que bajar aquel nudo albergado en su garganta.

—¿Qué tal? —esperó el chico.

—¿Lo preguntas en serio?

—Claro.

—Gonzalo, es... genial. ¿Acaso no lo ves?

—Tú eres mi amiga.

—¡Soy tu amiga, pero no estoy sorda, y tengo buen gusto, tú lo sabes!

—¿De verdad te gusta?

—¡Es la mejor canción que has escrito hasta hoy!

—Me dijiste lo mismo de las dos últimas.

—¡Porque es verdad, cada una ha superado a las otras! Has encontrado el punto, el equilibrio entre letra, música y voz. ¡No deberías esperar más!

—Yo pienso que todavía no estoy preparado.

—¡Y un cuerno! —gritó—. Lo estás, aquí y ahora. ¿Qué quieres, aguardar a los treinta? Ahora mismo encandilarías a la gente, derretirías a las fans.

Gonzalo se echó a reír.

—¡Oh!, ¿tendría fans?

—A patadas, y de ambos sexos.

—Eso no me iría mal —musitó con un deje de tristeza.

—Graba un disco y no se te va a resistir nadie.

—Preferiría que al menos algunos no se me resistieran por mí mismo. —Cerró los labios en un gesto de impotencia antes de agregar—: ¿Qué quieres, que vaya a un concurso de la tele? ¿A «Tú sí que vales»?

—¡No! Eso es pan para hoy y hambre para mañana. ¡Déjame colgar algo en YouTube!

—La palabra
colgar
me sigue sonando sospechosa. —Se llevó una mano a la garganta.

—Yo te hago el montaje. Soy buena. Haré una especie de vídeo con imágenes y tu canción.

—¿Esta canción?

—Sí.

—No sé, Beatriz.

—¿Cuántas canciones llevas compuestas: cien, doscientas? ¿A qué esperas? Podrías lanzar dos o tres discos sólo con las mejores. La mayoría de artistas jóvenes todavía recuperan temas hechos en sus primeros años en su tercer álbum. ¡Tú tienes para la tira!

—A ver qué pasa este verano.

—¡No, a ver qué pasa ahora! ¡Déjame que te haga ese vídeo para YouTube!

Si algo había aprendido en sus años de amistad, era que a ella no podía decirle que no. Resultaba imposible.

Bastaba con mirar su determinación, la fuerza de sus ojos, la furia de su voz.

—Te lo grabo en MP3 y te paso una copia en un
pen-drive
—se rindió.

—Bien —asintió la chica alargando la «e».

—Mañana o pasado —quiso advertirle—. Quiero hacerle unos arreglos.

—¡Pero si está bien así!

—Oye, que es mi música y mi letra, ¿vale?

—Vale. Cántamela otra vez.

—Luego.

—¿Te da vergüenza o qué?

—Mi madre acaba de llegar, ¿no has oído la puerta? Después te vas y me pide que se la cante a ella, y eso sí me da corte. Sobre todo, si la letra habla de amor o de cosas más o menos picantes.

Ésa sí era una razón de peso.

Beatriz frenó la excitación que la canción acababa de producirle.

Miró el ordenador de Gonzalo y le preguntó:

—¿Has conseguido bajarte ya el disco de Fotheringay?

—No, no lo encuentro.

—Maldita sea —lamentó—. No creí que fuera tan raro. Aunque supongo que por eso es una joya difícil de encontrar.

—Pero es que es de 1970.

—¿Y qué? Discos más antiguos pueden bajarse sin problemas. ¡Qué pena que Sandy Denny sólo grabara ese álbum con ellos por falta de éxito! Supongo que la sombra de Fairport Convention era demasiado alargada y poderosa. Esas canciones..., esa voz... Y más aún: qué pena que muriera tan joven.

—Supongo que sabes de qué.

—Se cayó por la escalera de su casa y tuvo una hemorragia cerebral. Eso fue en abril de 1978. Llevaba años siendo la mejor voz femenina británica, algo inaudito tratándose de una cantante folk.

Gonzalo la miró y la admiró.

—Alucinante —dijo.

Beatriz se encogió de hombros.

—Eres una enciclopedia con patas, y encima tienes un gusto exquisito —ponderó él.

—Lo que pasa es que he nacido demasiado tarde, fuera de tiempo. A veces me siento desenfocada, como aquel personaje de una película de Woody Allen. La mejor música se hizo entre 1968 y 1973 y yo me la perdí en vivo y en directo. Una putada.

—Pues yo no me quejo.

—Tú tenías que haber sido trovador en la Edad Media.

—¿Estás loca?

—¿No te habría gustado?

—¡En la Edad Media sólo se lo pasaban bien los reyes, que hacían lo que les daba la gana; los demás a pringar, en guerras, pestes...! ¿Trovador? A veces sí que creo que estás loca.

Se echaron a reír de buena gana. Y mientras lo hacían, Beatriz supo, una vez más, que únicamente con él se sentía cómoda, a gusto, libre y feliz.

Su amigo.

Por esa razón, al acabar el estallido emocional, se atrevió a preguntarle:

—¿Qué tal con Carlos?

El rostro de Gonzalo perdió luminosidad y se oscureció bajo una lluvia de cenizas. Ella se arrepintió al momento de haber sacado el tema.

—Normal. —El chico se encogió de hombros.

—Pero...

—Aún no ha descubierto su sexualidad, eso es todo.

—¿Estás seguro de que es...?

—Sí.

—¿Cómo puedes estarlo?

—Porque lo sé, porque yo ya pasé por ello y superé esa fase, o quizá porque me engaño a mí mismo y quiero creer que es así, vete a saber.

—Prométeme una cosa.

—¿Qué?

—Que tendrás cuidado.

—Lo tengo.

¿Cómo decirle que era demasiado vulnerable? ¿Cómo advertirle que tener cuidado no lo era todo, porque los sentimientos siempre se desbocaban y se precipitaban hacia los abismos del dolor? ¿Cómo evitar que le hicieran daño, justamente a él, que era el ser más inocente que jamás hubiera conocido?

Intentó cambiar de tema, con rapidez.

—Cántamela otra vez, venga, aunque sea en voz baja. —Se sentó en cuclillas y le demostró que no pensaba rendirse fácilmente.

 

 

La salida de clase era a veces tranquila; y otras, caótica, como aquélla. La proximidad del verano, a pesar de los últimos exámenes y el nerviosismo, hacía que la adrenalina se disparase. Además, la primavera era peor que cálida: sofocante. De la noche a la mañana, los cuerpos femeninos parecían competir por ver quién llevaba menos ropa, la falda más corta, la blusa más escotada, la prenda más liviana. Media docena de noviazgos inesperados daban la razón a los que defendían viejas frases arquetípicas como aquella de que «la primavera la sangre altera». Incluso chicas y chicos que se mostraban antagónicos, de pronto se rendían al amor. Adiós a las pullas, las bromas bien o malintencionadas, el radicalismo masculino y el desparpajo femenino. Las sorprendentes parejas que caminaban al mismo son motivaban el pasmo de unos y el «ya lo decía yo» de otros. El verano gritaba libertad.

Y la locura se desataba.

Beatriz era de las que no corría. A los doce había resbalado en un día parecido, y la rotura de su brazo izquierdo la sumió en la depresión de un verano amargo. La experiencia unida a la serenidad. Tampoco tenía ninguna prisa.

A veces le preocupaba realmente su pragmatismo, su seriedad.

Mucho peor que ser vieja a los ochenta era serlo a los diecisiete.

Siempre había deseado ser mayor de edad, y ahora que se encontraba a un paso de conseguirlo, lo que sentía era respeto. Hasta ese momento, su vida dependía de sus padres, de un entorno más o menos familiar. En cuanto los cumpliera, dependería de sí misma, por más que continuara a expensas del dinero de su padre o de las ataduras de su madre. Las decisiones ya le pertenecerían por completo. Sin margen de error.

Un pequeño gran paso.

Y definitivo.

Caminó hacia la salida del instituto y antes de alcanzarla se tropezó con Maribel. Habían realizado algunos trabajos juntas, sobre todo en literatura, por amor hacia el mismo tipo de autores y de libros. Pero ése era el único punto común. Desde entonces, Maribel sufría los envites y cambios propios de un horizonte inestable, a la búsqueda de espejos.

—¿Has escuchado a Brainglobalnoise? —le soltó de buenas a primeras.

—Qué remedio.

—¿Cómo que qué remedio? —se sorprendió Maribel.

—Están en todas partes. Un comecocos.

—Tía, es que son geniales.

—Ya. —Le mostró todo su escepticismo.

—¿No me digas que no te gustan?

¿Le decía la verdad?

Pues sí.

—Son artificiales, comerciales...

—¡Eh, eh! —la detuvo su compañera de clase—. ¿Hablas en serio? ¿Te refieres a Brainglobalnoise? ¿Cómo van a ser comerciales si hacen una música radical y antisistema?

—Si fueran antisistema, no sonarían a todas horas en la radio ni se estarían convirtiendo en un producto de consumo masivo.

—O sea que sigue siendo mejor todo lo de antes.

—Un tiempo irrepetible es eso: un tiempo irrepetible. No se trata de ser mejor o peor.

—Tía, no te entiendo. —La cara de Maribel era un poema—. ¿Seguro que tienes diecisiete años?

—¿Qué pasa? Una cosa no tiene por qué gustarle a todo el mundo. A mí, ésos me parecen unos mierdecillas oportunistas y nada más.

La cara de poema se convirtió en pasmo.

—Debes de ser la única —manifestó la chica—. Están arrasando. Era lo que esperábamos.

—Una luz en la oscuridad.

—Exactamente.

—Bien, adelante. Yo paso.

—Pues vale.

Acababa de perder no a una amiga, porque no lo eran, pero sí a una compañera. Estaba cavando zanjas a su alrededor, aislándose aun antes de acabar el instituto, cosa que sería realidad en unos días. ¿Qué le costaba contemporizar, ser menos radical, tratar de integrarse en...? ¿Dónde?

Odiaba ser parte de una masa amorfa y descerebrada.

El pensamiento único.

Coca-Cola, McDonalds, Nike...

—Escúchalos bien —le recomendó Maribel con un deje de lástima en la voz.

—Vale —sonrió Beatriz con aspecto cansino.

Se separaron al llegar a la calle.

Y el abismo aumentó a medida que caminaban en direcciones contrarias.

 

 

Su padre vivía relativamente cerca de Johann Sebastian Bach, en Josep Tarradellas, cerca de la estación de Sants. Era un edificio viejo pero cómodo. El piso era el de Mati, «la nueva», como la llamaba su madre. Ella también se había separado de su marido. Dos mitades rotas que volvían a ser felices tras haberse encontrado. Muy felices. Bastaba con observar a su padre. Había recuperado la sonrisa y las ganas de vivir, de seguir adelante. El hombre derrotado que recordaba de los últimos tiempos en su casa se había transformado en una persona nueva, radiante. Su padre siempre había sido muy cariñoso. Y Mati era perfecta para él.

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