Authors: Jordi Sierra i Fabra
Esa idea lo atravesó.
Entonces, ¿qué querÃa?
Pasó por delante de su despacho. El ordenador seguÃa conectado, porque horas antes no habÃa tenido tiempo de apagarlo, con Amalia prácticamente colgada de su cuello. Entró y se encontró sentado en la silla. Nada más tocar el ratón la pantalla se iluminó.
Quizá hubiera una respuesta de la bloguera.
Quizá lo enviara a la mierda o quizá incluso aceptara su propuesta.
Quizá.
No habÃa nada.
Apagó el ordenador y continuó sentado en la silla.
No supo el tiempo que pasó allÃ, inmóvil, pero desde luego fue mucho, porque cuando reaccionó, al escuchar la voz de su «invitada», el dÃa hacÃa ya rato que habÃa empezado a andar.
BEATRIZ
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Quemaba la última de las fotos del dÃa cuando vio al otro lado del estanque al mendigo que pedÃa dinero para llenar de gasolina el depósito de su nave espacial.
Ãl también la habÃa visto a ella.
La foto se retorció sobre sà misma, devorada por la llama que barrió y convirtió en cenizas los rostros de los dos jóvenes de mirada lánguida atrapados en su descolorida superficie de papel. Uno era rubio, el otro, moreno; los dos inocentes, los dos hermosos. Se habÃan ocultado largo rato antes de que ella pudiera tomarles aquella imagen con el zoom, desconfiados, aún temerosos de mostrar su amor en público, como si los tiempos no hubieran cambiado lo suficiente.
Tal vez no hubiesen cambiado tanto.
Por el momento.
A algunas parejas las veÃa a menudo, a otras menos, y a otras ya no las recuperaba. En aquellos meses sólo habÃa sorprendido a una formada por dos chicas y a tres formadas por dos chicos. Quizá el Turó Parc, el barrio, no fuera el más idóneo para la libertad.
Las cenizas de la última foto desaparecieron como las de las tres anteriores, y de ellas quedó únicamente el recuerdo.
El mendigo ya estaba allÃ.
â¿Tienes un euro hoy?
âNo, lo siento.
âPues es una pena. âHizo un gesto de contrariedadâ. La gasolina está subiendo tanto de precio que a este paso...
âAquà tampoco se está tan mal.
âPero no es lo mismo.
âTienes razón: nada como en casa.
Los dos miraron el estanque unos segundos en silencio. Beatriz continuaba sentada en el suelo, en cuclillas. No lo esperaba, pero ya no pudo hacer nada cuando su compañero se arrodilló a su lado. Sólo faltarÃa que alguien la viera en semejante compañÃa y se lo contara a su madre. Le daba algo.
â¿Sigues quemando fotos?
âSÃ.
â¿Porque el amor está en el aire?
âYa te lo dije.
Ziberaxes, alias Benigno, pareció olfatearlo.
âYo no huelo nada.
âEl amor no huele.
âMi novia sà olÃa, y muy bien.
â¿Tuviste novia?
âEn Urko. Era muy bonita.
â¿Qué le pasó?
âTuve que dejarla para hacer el viaje.
âCuando vuelvas, te reencontrarás con ella.
âCuando vuelva habrá pasado mucho tiempo, porque no se mide igual aquà que allÃ. Ella será muy vieja, se habrá casado y habrá tenido nueve hijos.
âNueve.
âEs lo que dice la ley. âPareció cansarse de hablar de su planeta porque señaló la cámara digital que asomaba por el bolsillo trasero de los vaqueros de Beatrizâ. ¿Vas a contarme por qué haces fotos y luego las quemas?
âMe gusta.
â¿Y qué sentido tiene?
âJuego a ser bruja âle sonrió con misterio.
âVamos, dÃmelo âprotestó el mendigo.
Lo hizo.
âFotografÃo parejas de enamorados por el parque. Sólo por el parque. Luego las paso al ordenador y las estudio. Aquellas en las que veo que se aman, y que ese amor va a durar, las imprimo y vengo aquà a quemarlas.
â¿Por qué?
âConvierto su esencia en fuego, luego en humo, en eternidad. Es una forma de atrapar su amor y hacerlo eterno.
â¿Sólo aquellas en las que ves que se amarán para siempre?
âPara siempre es un tiempo muy largo, pero digamos que sÃ.
âEstás loca.
Beatriz se encogió de hombros.
âSoy la presidenta de mi ONG amorosa âdijo.
âLoca de remate.
âYo no tengo una nave espacial sin gasolina para volver a Urko. âSe sintió mala.
âNo sólo es la gasolina. âBajó la cabeza sin captar la intención de su compañeraâ. También se me ha estropeado por la falta de uso.
âEso sà parece grave.
âNo lo sabes tú bien. Se necesitan potenciómetros y esas cosas.
âEsas cosas.
âEs una tecnologÃa muy sofisticada.
â¿Me llevarás a Urko cuando esté reparada?
â¿VendrÃas? âse sorprendió.
âSÃ.
âNo te creo.
âSi aparecieran los marcianos ahora mismo, les pedirÃa asilo polÃtico.
âLos marcianos no existen, tonta âdijo él expandiendo una sonrisa.
â¿Los urkomanos sÃ?
âUrkomitas âla rectificó.
âAh, perdona.
En uno de los bancos próximos habÃa una pareja con las manos entrelazadas, hablando animadamente. En otro, más alejado, una segunda con el chico pasando un brazo por encima de los hombros de la chica, en silencio. Caminando cerca de la salida de la plaza San Gregorio Taumaturgo, una tercera que compartÃa un helado.
â¿Cómo sabes que se amarán para siempre? âpreguntó el mendigo.
âLo interpreto al ver la foto.
âPero todos parecen quererse.
âQuererse ahora no significa que la cosa les funcione más adelante.
â¿Y las fotos te revelan eso?
âPor los detalles. Una mirada, un gesto, una mano, una sonrisa. Capturo un momento, pero en una foto lo es todo. Llámalo intuición. Ellos no lo saben pero he sellado su amor, aunque siempre depende de ellos mismos, claro.
â¿Nunca has visto a un chico con otra o a una chica con otro?
âNo.
â¿Has tomado fotos hoy?
âSÃ.
â¿Puedo verlas?
âNo. Si las ves y comentas algo podrÃas interferir, y además aquà se ven pequeñas. Los detalles se captan en el ordenador. Lo siento.
â¿Cuánto hace que te dedicas a esto?
âUnos meses.
â¿Guardas todas las fotos en el ordenador?
âTodas, las que imprimo y quemo, y las que no. A lo mejor un dÃa hago un libro.
âTengo que irme âanunció de pronto Ziberaxes, alias Benigno.
Beatriz siguió la dirección de su mirada. Por el otro lado del estanque caminaba uno de los cuidadores del parque. No lo habÃa visto, pero el mendigo debÃa de haber tenido algún que otro tropezón con él.
En un abrir y cerrar de ojos ya no estaba allÃ.
Continuó sentada en el suelo.
Extrajo su cámara.
Una, dos, tres, fotografió a las tres parejas: la habladora, la silenciosa y la del helado, sin que ninguno de los seis implicados se diera cuenta.
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Las tres parejas eran muy distintas, y no sólo en lo fÃsico.
La de los habladores era muy expresiva, los dos tenÃan los ojos brillantes, encendidos, y sus bocas reflejaban parte de lo que sentÃan. Eran bocas grandes, abiertas y risueñas. Bocas comunicativas. La pareja silenciosa, en cambio, ofrecÃa un punto de tristeza y amargura, como si una oculta culpa quisiera aflorar en uno de los dos mientras el otro esperaba el veredicto de su corazón. Sus miradas estaban perdidas; sus cuerpos, ligeramente vencidos. DesprendÃan soledad. La tercera, la que compartÃa el helado, recuperaba las esencias de la primera. El cucurucho lo sujetaban ambos, primero él, luego ella, con su mano encima. Disfrutaban del hecho de compartir, no del de comer el helado, porque lo importante no era eso, sino degustarlo ambos y mezclarlo en sus gargantas y sus labios con los consiguientes besos.
En la pantalla del ordenador, cada una de las imágenes le comunicó algo distinto.
Desde que habÃa descubierto que jugar al amor era excitante, se sentÃa mitad bruja mitad juez, en parte espectadora privilegiada de lo cotidiano, en parte intrusa de los secretos ajenos. Todo habÃa comenzado un dÃa de fines de diciembre del año anterior, al estrenar su cámara digital, regalo de Navidad. Fotografió a una pareja por casualidad, sólo porque la ropa de ella le parecÃa divertida. Caminaban uno al lado del otro, sin rozarse siquiera, hablando distendidamente. Cuando vio la foto ampliada en la pantalla, se dio cuenta de algo que quizá ellos todavÃa ni sabÃan: que estaban enamorados. Fue un ramalazo, una sensación, como si un aura celestial los envolviese. Tres dÃas después volvió a encontrárselos, y ahora iban ya de la mano, mirándose tiernamente, besándose con la dulzura de lo extraordinario, el mazazo que acababa de cambiarles la vida. Comprendió que la foto se lo habÃa revelado y que esa imagen tan poderosa ya era eterna. Quemarla era convertirla en energÃa. Asà que empezó a fotografiar parejas, a guardar sus imágenes en el ordenador, y a imprimir y quemar aquellas que le transmitÃan la misma sensación de la primera.
De las tres de aquel dÃa, la primera y la tercera prometÃan.
La segunda no.
Era una fotografÃa sin alma, triste.
Imprimió la de la pareja habladora y la de la pareja del helado. En las dos habÃa un denominador común: era el chico el más luminoso, el más radiante. Una vez leyó que si en una relación el hombre ama más que la mujer, el éxito está asegurado, por ser el hombre, casi siempre, la parte más débil del eslabón sentimental. Las mujeres aman siempre de manera generosa y entregada. Pero son ellos los que deciden, los que se cansan, los que pueden cambiar debido a su instinto.
Desde aquella primera foto, de pronto, de manera harto inesperada, la Beatriz que creÃa conocer, la que anidaba en sà misma, se le habÃa revelado como una romántica.
Y no le molestaba, al contrario.
No le iba a venir mal al mundo una romántica más.
Aunque ése fuera su secreto.
Terminó de estudiar las fotos y se metió en Internet para echarle una ojeada al blog. No iba a escribir nada, no tenÃa ganas ni cosa alguna que decir, pero desde que habÃa desatado la polémica en torno al grupo se sentÃa peleona, y le gustaba ver tanto los mensajes de apoyo como los que la ponÃan a parir.
Y allà estaba él.
Lo podÃa esperar todo menos aquello:
«¿Quieres venir a verlos el sábado próximo a Razzmatazz?».
Se quedó perpleja.
Una invitación, y a través de la Red.
â¿Quién eres? âle preguntó a la pantalla del ordenador.
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Se lo dijo a Elisabet mientras ella acababa de secarse el pelo.
âUn pirado me ha invitado a ver el concierto de Brainglobalnoise el sábado en Razzmatazz.
â¿Un pirado? ¿Qué pirado?
âUno, por Internet.
Su amiga apagó el secador y la observó.
â¿Chateas?
âNo. Escribà acerca de ellos en mi blog y uno se puso en plan serio a defenderlos. El resto o me ataca o me apoya, pero éste es diferente.
â¿Y es un tÃo?
âCreo que sÃ.
â¿Un tÃo tÃo?
âAl menos no parece un descerebrado. Y si me invita... Quiero decir que ya no hay entradas. Lo he mirado. Ha de ser alguien que esté dentro, ya sabes.
âNo, no sé. âElisabet seguÃa seriaâ. ¿Irás?
âNo.
â¿Por qué?
â¿Estás loca? Si no me gustan.
âLo digo por él, no por ellos.
â¿Quieres que tenga una cita a ciegas?
âSuena excitante.
âNi hablar. ¿Tú irÃas?
âYo sÃ.
â¿Y si es un crÃo de quince años, o peor, un sátiro de cincuenta?
âTÃa, que es para ir a un concierto lleno de gente.
âYa, y te drogan y despiertas en Tailandia a punto de ser subastada ante una pandilla de babosos.
âVes demasiadas pelÃculas. âElisabet arrugó los labios y levantó las cejasâ. Vamos juntas. Dile que somos dos. A mà sà me gustan, ya lo sabes. MatarÃa por una entrada.
âNo.
â¡Venga ya, mujer! ¡Ni siquiera sabÃa lo de Razzmatazz! ¡De haberlo sabido me habrÃa ido a partirle la cara a quien fuera por pillar una entrada! ¡Es mi oportunidad, y la tuya de hacer algo excitante! ¡Matamos dos pájaros de un tiro! âSus ojos se agrandaron todavÃa másâ. ¡A lo mejor sà es alguien que está metido en el rollo y luego nos los presenta! ¡PodrÃa conocerlos!
âNo te flipes.
âPero ¿tú has visto a David? âSeñaló al cantante del grupo en el póster de la habitaciónâ. ¿No es una monada?
âUna monada que escupe mierda por la boca.
â¡Ay, cállate! âSu amiga puso cara de asco, pero no por lo de la mierda, sino por el desprecio mostrado por ella hacia el oscuro objeto de su deseoâ. No sé cómo te aguanto.
âNo, soy yo la que no entiende cómo te aguanta a ti.
âPorque soy la voz de tu conciencia, tu otro yo, tu complemento vital âla apuntó con un dedo acusador Elisabet.
âNo me fÃo de esas cosas.