Sólo tú (17 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

BOOK: Sólo tú
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Así que vaciló a la hora de teclear las primeras palabras.

Le pasaron por la cabeza un montón de buenas frases extraídas de un montón de buenas canciones.

Cada una daba para una tesis.

Dylan había dicho: «¿Cuántos caminos ha de recorrer un hombre, para saber que es un hombre?». Y Lennon cantó: «Te mantienen drogado con religión, sexo y televisión, y te crees tan listo e independiente y libre». Y Cream gritaba: «Dormiré en este lugar, con la solitaria multitud. Me acostaré en la oscuridad, donde las sombras huyen de sí mismas». Y Bruce decía: «Nena, nacimos para correr». Y de nuevo Lennon filosofando: «La vida es eso que te pasa mientras estás haciendo planes». O Laurie Anderson con su amargo «Estábamos acostados, cuando entró el fantasma de tu otra amante». También Kevin Ayers con su no menos amargo «Te abracé fuerte pero tú te escapaste, y me quedé abrazando a alguien que no conocía». O la lucidez de David Byrne al cantar que «El amor es una máquina sin conductor». Y tantas y tantas frases que le venían a la cabeza, como alfileres, como clavos, o como martillos que la golpeaban.

El bombardeo de la lucidez.

Miró la pantalla.

Entonces tecleó algunas frases de un poema que había visto en uno de sus libros básicos de los trece o catorce años,
Rabia,
y que se había aprendido de memoria. No las puso todas, sólo las que más la afectaron entonces, y todavía ahora.

Tituló la entrada con esa misma palabra, RABIA, aunque el poema se llamaba «Poeideas, frases y voces del Nuevo Milenio»:

 

La libertad es una grieta en la puerta del miedo.

La libertad siempre encuentra la forma de pasar el rato.

Mi cabello es fuerte, áspero, hirsuto. Corona mi cabeza.

Mis pies tienen diez dedos. Todos van en la misma dirección.

Que no te clonen, dilo, grítalo. Que no te clonen.

Mi casa está donde pongo los zapatos, pero voy descalza.

Aquí todos lloramos mientras ángeles y demonios bailan.

Cada hombre es tantos hombres que cuesta encontrar el tuyo.

Tengo razón, la tengo siempre, y estoy equivocada.

Hay 97 formas de decir te quiero, y todas valen.

Todos los idiotas se enamoran; así que muérete, listo.

Si tu amor se aburre, llévalo a ver la luna llena.

Estoy mojada, me siento mojada, mi mente está seca.

Avísame cuando la vida empiece, quiero despertar.

Nueve, siete, cinco, abril, mayo, enero, ¿por qué?

Hay días eternos que no necesitan un número.

¿Es esto el circo de la vida? Hola, soy el payaso.

Mezcla los colores y bébete el vaso. Mira tu mierda.

Escúpele al cielo y apártate con un paso rápido.

Ahora sé mucho más que cuando era vieja.

El tiempo dibuja tu cara a golpes de escarpa y martillo.

Quiero entrar en ti, pero no quiero llamar a tu puerta.

Desnúdate, quítatelo todo, pero déjate el corazón.

Ella es caliente de día y fría de noche. Contracorriente.

Él espera de día y llora de noche. Contracorriente.

Cuando el dolor llega demasiado pronto, ya es demasiado tarde.

¿Por qué deberías olvidarme si un día me amaste?

Llevas una vida buscándome, y siempre he estado en ti.

Te haré sentir todos los placeres, pero no puedo hacerte pensar.

Sé fuerte, sé fuerte, sé fuerte, pero después cede y rómpete.

Nunca he estado aquí antes, por eso no sé qué hacer.

Estás arriba, estás abajo, estás en medio. Ninguna parte.

No puedo ver el color de tu ira si no te abres, corazón.

¿Qué hora es? ¿Qué hora es? ¿Ya ha llegado el momento?

Fui a comprar futuro al súper. Me dijeron que estaba en «congelados».

Me siento tan sola que si tuviera lágrimas lloraría.

La vida me debe algo, ¡oh, sí!, pero he perdido el resguardo.

Todos los idiotas saben que nunca se gana. Y siguen jugando.

«Adiós, tengo un empleo mejor.» Era mi ángel de la guarda.

Lee la letra pequeña. La vida es un contrato muy largo.

He bajado del tiovivo. Sólo daba vueltas en círculos.

No escribas canciones de amor si no estás enamorado.

Soy una perdedora, lo soy. He ganado el primer premio.

Soy una ganadora, lo soy. He perdido los miedos mientras vivía.

Te apuesto a que soy más infeliz que tú. ¿Doble o nada?

Tener mala suerte es mucho mejor que no tener nada de suerte.

Le asomaba el dolor por la garganta, y se lo tragó despacio.

Tu esqueleto es una gran arpa sin cuerdas.

Traía unos pocos sueños para comer, pero olvidamos el pan.

Hay un camino hacia el amor. ¿Por qué no han hecho un puente?

Adiós, mamá, me voy. Volveré si no encuentro una entrada.

Eh, tú, la del espejo, ¿puede saberse qué miras?

Abre la ventana. No, ésa no, la que da a la vida.

No pongas fotos en mi tumba, pero mantenla limpia.

No te quiero, no te quiero, pero puedes persuadirme.

Llaman a tu puerta, sal brazos en alto o disparando.

Uno de los dos se irá primero. Avísame si soy yo.

No puedes complacer a todos. Basta que te complazcas tú.

La vida es una novela que siempre acaba mal. Muere el protagonista.

Pasó una mariposa y me gritó: «Demasiado tarde».

Pero aún es pronto, aún es pronto, aún es pronto... ¿verdad?

Fíjate, ya estoy de vuelta y esto se ha terminado.

 

 

Miguel era mayor de lo que se esperaba. No le había preguntado la edad a Martina y de pronto se encontraba hablándole a un hombre de unos cuarenta y cinco o cuarenta y siete años, agradable, educado, con clase. Un hombre con cicatrices —¿quién no las tiene?— que abrazaba una segunda oportunidad única en su vida, porque sólo el amor proporciona la energía capaz de seguir adelante en muchas ocasiones, por no decir en todas.

Y nunca había visto a Martina más feliz.

Más enamorada.

Bastaba con verla cuando miraba a su novio, su cara de ensoñación, sus ojos, el lenguaje secreto de las manos, la forma y los modos de su cuerpo. Y bastaba con verlo a él cuando se dirigía a ella, cuando deslizaba la mano para acariciarla o tocarla, cuando la cubría con su vista igual que un manto de tela muy suave. Amantes. Amantes en estado puro, porque la palabra «amante» solía ser denostada y asociada a una determinada relación entre hombres y mujeres, el adulterio, pero en realidad cualquiera que estuviera enamorado era un amante.

—¿Cómo os conocisteis?

Se le antojó una pregunta obligada, y también fácilmente aceptada por ellos. El momento del primer contacto era una de las historias que más y mejor agradecían contar los enamorados.

Los amantes.

—Llovía a cántaros —inició la explicación Miguel—. Estábamos guarecidos bajo una marquesina, los dos, solos. Y llevábamos ya un buen rato, porque la lluvia se había desatado... Bueno, ya sabes cómo es eso. Nos pilló sin paraguas, sin nada... Así que ya ves, dos extraños apretaditos, porque el espacio era minúsculo, sin hablar ni para intercambiar dos palabras de compromiso o cortesía...

—Tú no parabas de mirarme de reojo —dijo Martina.

—¿Y tú qué? Lo mismo, ¡lo mismo! —Miró a Rogelio—. Yo pensaba que era como un ángel, una aparición, pero siempre he sido tímido, así que ni por asomo habría imaginado... Creí que me miraba con aire de sospecha.

—¡No es verdad! Mi mirada no era de ésas. Me decía que eras un tipo la mar de atractivo.

—¡Oh, sí, todo eso es muy fácil ahora, pero en ese momento...! Le miré la mano y no le vi anillo. Por lo menos eso sí fue un detalle.

—¿Y os hablasteis? —preguntó Rogelio.

—No, qué va. De no haber sido por el taxi...

—Paró un taxi justo delante —continuó Martina—. Un milagro. O el destino. Entonces sí nos miramos y él, muy cortés y educado, me dijo que adelante, que lo tomara yo.

—¿Qué iba a hacer? Uno es un caballero —arguyó Miguel.

—Yo le contesté que no, y se me ocurrió decirle que a lo mejor, si nuestra ruta se parecía, podíamos compartirlo. Me dijo adónde iba y sí, no quedábamos lejos el uno del otro, aunque el más cercano era él.

—Pero le dije al taxista que primero lleváramos a la señorita.

—En el taxi sí intercambiamos unas palabras.

—Pocas, de compromiso.

—Cuando bajé en casa le di las gracias, le dije adiós... No pensaba volver a verlo.

—Le tendí la mano y le di mi nombre: Miguel.

—Yo le di el mío, claro: Martina.

—Eso fue todo.

Rogelio miraba a uno y a otro alternativamente, igual que si viera un partido de tenis. Los dos disfrutaban con el relato. Quizá era la primera vez que lo contaban juntos a alguien.

—Al día siguiente recibí en casa un ramo de flores —continuó su hermana.

—¡Lo que me costó averiguar el piso! ¡Nadie quería decirme dónde vivía la tal Martina!

—Había una tarjeta y, naturalmente, tuve que llamar para darle las gracias.

—Entonces la invité a cenar, sin saber si tenía novio o vivía con alguien, convencido de que me diría que no y yo metería la pata, más lanzado de lo que nunca había sido.

—Y yo acepté. ¡Una cena gratis!

Se cogieron de las manos. Miguel tal vez fuese «plato de segunda mesa», como decía su madre, y un divorciado con su carga a cuestas, como todos los divorciados, y también un tipo mayor, quince o diecisiete años mayor que Martina, pero estaban enamorados y se les notaba.

Eran deliciosamente felices.

Como niños.

¿Cuándo el amor no era eso?

No quería hacer de hermano mayor, ni de juez, ni de censor, pero se sentía abrumado por aquel derroche físico y energético, así que se vio en la necesidad de saber más, o seguir hablando, o lo que fuera que tuviera que hacer para demostrarle a Martina que podía contar con él.

—¿A qué te dedicas? —le preguntó al novio de su hermana.

 

 

Llegó al Turó Parc quince minutos antes, porque necesitaba pasear, estirar las piernas después de pasar todo el día en casa, respirar aunque fuese el aire cálido preveraniego y pensar un poco en lo que estaba a punto de hacer.

No era una cita.

Era algo más.

Necesitaba razonar, buscar un poco de coherencia en sus actos, intentar ver dónde iba a meterse, porque de lo que estaba segura era de que se encontraba a un paso, un solo paso, de meterse en un lío que probablemente le viniese grande y no sabría cómo manejar.

Rogelio podía ser un depredador.

Un hombre como él, atractivo, sensual, ejecutivo en el tinglado musical...

Llevaba la cámara, y era domingo por la tarde, así que hizo algunas fotografías aprovechando el buen tiempo y que el parque estaba lleno. Cuatro. Dos desde relativamente cerca, y otras dos empleando el zoom para que no la vieran. Las cercanas fueron porque las dos parejas estaban inmersas en sus carantoñas, ambas tumbadas sobre la hierba. Las lejanas porque unos estaban caminando y los otros en uno de los bancos del lado de Ferrán Agulló, la zona más apartada del estanque.

No quería acercarse al lago hasta el momento oportuno.

Por esa razón le extrañó ver a Rogelio paseando exactamente igual que lo hacía ella, por debajo de la marquesina donde antaño se entraba al parque infantil, que todos los domingos por la mañana ofrecía espectáculos de marionetas y payasos, algo que le habían contado, porque ella no había llegado a verlo.

Se ocultó detrás de un matorral.

Y lo espió.

Caminaba sin rumbo, moviéndose despacio al compás de unos pasos cortos, mirándose la punta de los zapatos con las manos a la espalda. Estaba impecable. Deportivo pero impecable, como si acabase de levantarse y ducharse, porque el cabello le brillaba un poco. De vez en cuando levantaba la cabeza, oteaba el panorama a su alrededor, y volvía a su ensimismamiento. Con frecuencia —lo hizo dos veces en tres minutos—, echaba un vistazo al reloj. De vez en cuando miraba en dirección al estanque, que no era visible desde su posición, como si entablara una lucha consigo mismo para determinar si iba ya hacia él o aún no.

Faltaban cinco minutos para la hora.

Beatriz levantó su cámara, renunció a fotografiarlo encuadrándolo en la pantallita, así que miró por el visor superior para centrar más la imagen.

Luego hizo una, dos, tres, media docena de fotos.

La última con él mirando casi en su dirección, sin verla.

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