—¿Y es la cinta original?
—Creo que sí. ¿Por qué?
—Bien, si es el original, hemos de tener mucho cuidado —dijo Sanders a Theresa, dándole instrucciones—. No es cosa de dañar la superficie con dobleces al bobinar las cintas, ni provocar escapes en los cabezales que comprometan la integridad de la corriente de datos.
—No se preocupe —dijo ella—. He tomado precauciones. —Señaló las conexiones—. ¿Ve eso? Nos avisará de cualquier variación de impedancia. Y también controlo el procesador central.
—Bien —dijo Sanders. Estaba radiante como un padre ufano.
—¿Cuánto tardará? —pregunté.
—No mucho. Podemos transmitir la señal a velocidad muy alta. El límite está en función del aparato de vídeo y parece que tiene sensor de alta velocidad. Digamos dos o tres minutos por cinta.
Miré el reloj.
—Tengo una cita a las diez y media a la que no puedo llegar con retraso, y no quiero dejar éstas…
—¿Quiere copia de todas?
—En realidad, las más importantes son cinco.
—Pues empecemos por ésas.
Pasamos varios segundos de cada cinta, una tras otra, buscando las cinco procedentes de las cámaras del piso cuarenta y seis. Yo veía la imagen de la cámara en el monitor central de la mesa de Theresa. En los monitores laterales aparecían señales que saltaban y serpenteaban como en una unidad de cuidados intensivos. Así lo dije.
—Tiene razón —dijo ella—. Cuidados intensivos para vídeo. —Sacó una cinta, introdujo otra y puso en marcha el aparato—. ¡Hala! ¿Dijo que eran originales? Estas cintas son copias.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque tenemos una señal de bobinado. —Theresa se inclinó sobre los aparatos, mirando fijamente los trazos de la señal y ajustando los mandos y discos.
—Sí; eso es lo que tenemos —dijo Sanders. Me miró—. En las cintas de vídeo, es muy difícil distinguir una copia por la imagen en sí. En los viejos vídeos analógicos se observa cierta degradación en las sucesivas generaciones, pero en un sistema digital como éste no existe la menor diferencia. Cada copia es idéntica a la original.
—Entonces, ¿cómo sabe que estas cintas son copias?
—Theresa no mira la imagen —dijo Sanders—. Ella mira la señal. Aunque por la imagen no podemos saber si es copia, a veces se aprecia que la imagen procede de otro aparato de vídeo y no de una cámara.
—¿Cómo? —pregunté sacudiendo la cabeza.
—Depende de cómo se graba la señal durante el primer medio segundo. Si el vídeo de destino se pone en marcha antes que el vídeo de origen, a veces, se produce una ligera fluctuación en la señal cuando se pone en marcha el vídeo de origen. Es una cuestión mecánica: los motores del vídeo de origen no pueden alcanzar la velocidad necesaria de forma instantánea. Lleva unos circuitos electrónicos para mitigar el efecto, pero siempre hay un intervalo mientras se alcanza la velocidad.
—¿Y eso es lo que han detectado?
—Se llama señal de bobinado.
—Y nunca se observa si la señal procede directamente de una cámara, porque la cámara no tiene piezas móviles. Una cámara está lista en todo momento.
—O sea que estas cintas son copias —dije frunciendo la frente.
—¿Eso es malo? —preguntó Sanders.
—No lo sé. Si son copias, pueden haber sido modificadas, ¿no?
—Teóricamente, sí —dijo Sanders—. Pero habría que analizarlas minuciosamente. Y sería muy difícil saberlo con absoluta certeza. ¿Estas cintas proceden de una compañía japonesa?
—Sí.
—¿De la «Nakamoto»?
—Sí —asentí.
—Francamente, no me sorprende que le hayan dado copias —dijo Sanders—. Los japoneses son muy precavidos. No confían en personas ajenas a sus empresas. Las empresas japonesas que trabajan en Norteamérica sienten lo que sentiríamos nosotros si trabajáramos en Nigeria: piensan que están rodeados de salvajes.
—¡Eh! —exclamó Theresa.
—Perdona —dijo Sanders—, pero ya sabes a lo que me refiero. Los japoneses creen que han de tener paciencia con nosotros. Con nuestra ineptitud, con nuestra lentitud, con nuestra estupidez, con nuestra incompetencia. Sienten la necesidad de protegerse. De manera que, si estas cintas son importantes, lo último que harían ellos es confiarlas a un policía bárbaro como usted. No; le darían una copia y guardarían el original, por si pudiera hacerles falta para su propia defensa, seguros de que, con su inferior tecnología americana, ustedes nunca detectarían que se trata de copias.
—¿Cuánto se puede tardar en hacer copias? —pregunté con el entrecejo fruncido.
—No mucho —dijo Sanders moviendo la cabeza—. A la velocidad a la que explora Theresa, cinco minutos cada cinta. Supongo que los japoneses podrían hacerlo más de prisa, digamos, dos minutos cada cinta.
—Entonces anoche tuvieron tiempo de sobra para hacer" las copias.
Mientras nosotros hablábamos, Theresa seguía examinando las cintas, pasando los primeros metros de cada una. Cuando aparecía la imagen, ella me miraba y yo movía negativamente la cabeza. Eran las cintas de todas las cámaras de vigilancia del edificio. Por fin apareció la primera cinta del piso cuarenta y seis, con aquella vista ya familiar de la oficina.
—Ésa es una.
—Bien. Allá vamos. Pasando a VHS. —Theresa empezó la primera copia. Pasaba la cinta a gran velocidad. La imagen era rápida y estriada. En los monitores laterales, las señales brincaban y se retorcían nerviosamente.
—¿Tiene que ver con el asesinato de anoche?
—Sí. ¿Está enterada?
—Lo vi en las noticias —contestó encogiéndose de hombros—. El asesino se estrelló con su coche.
—Exactamente —dije.
Ella estaba vuelta hacia los monitores. Vista de tres cuartos de perfil, su cara tenía una belleza extraordinaria, con la pronunciada curva del pómulo. Yo pensé en la fama de playboy que tenía Eddie Sakamura.
—¿Le conocía? —pregunté.
—No —dijo. Y, después de una pausa, agregó—: Era japonés.
Entonces se hizo otro silencio violento. Theresa y Sanders debían de saber algo que yo ignoraba. Pero no sabía cómo preguntar y seguí mirando el vídeo.
Una vez más, vi cómo la luz del sol se movía en el suelo. Luego, empezaron a encenderse lámparas y los empleados fueron marchándose. La planta quedó desierta. Apareció Cheryl Austin, moviéndose de prisa, seguida por el hombre. Se besaron apasionadamente.
—Aja —exclamó Sanders—. ¿Es esto?
—Sí.
Él miraba la acción con el entrecejo fruncido.
—¿Quiere decir que el asesinato está
grabado?
—Sí —respondí—; por varias cámaras.
—Bromea.
Sanders observaba la acción en silencio. Con aquella imagen estriada y rápida, era difícil apreciar algo más que los hechos básicos. Dos personas que iban hacia la sala de juntas. El súbito forcejeo. Él obligándola a echarse en la mesa, apartándose de ella bruscamente, saliendo de la habitación a toda prisa.
Ninguno de nosotros dijo nada. Los tres mirábamos la cinta.
Lancé una mirada rápida a Theresa. Su cara estaba inexpresiva. La imagen se reflejaba en los cristales de sus gafas.
Eddie pasó por delante del espejo y desapareció por el oscuro pasillo. La cinta siguió pasando durante varios segundos y la casete fue expulsada.
—Ésta es una. ¿Dice usted que son varias cámaras? ¿Cuántas?
—Creo que cinco —respondí.
Ella puso una etiqueta autoadhesiva en la primera casete. Introdujo la segunda y empezó otra copia a alta velocidad.
—¿Estas copias son exactas? —pregunté.
—Oh, sí.
—¿O sea, que son legales?
—¿Legales en qué sentido? —preguntó Sanders frunciendo el entrecejo.
—En el de que pueden ser aceptadas como prueba por un tribunal.
—Oh, no —dijo Sanders—. Un tribunal no aceptaría estas cintas.
—Pero siendo como son copias exactas…
—No se trata de eso. Los tribunales ya no aceptan pruebas fotográficas de ninguna especie, incluido el vídeo.
—No lo sabía.
—Todavía no se ha dado ningún caso —explicó Sanders—. La ley no está muy clara, pero no tardarán en hacerse las aclaraciones. Y, por el momento, todo lo que sea fotografía es sospechoso. Y es que ahora, con los sistemas digitales, pueden hacerse modificaciones perfectas.
Perfectas.
Es algo nuevo. ¿Recuerda hace años cómo los rusos borraban a determinados personajes políticos de las fotografías de los actos del Primero de mayo? Era un trabajo chapucero a base de recortar y empastar y siempre se notaba que allí se había hecho algo. Entre los hombros de dos personas, quedaba un hueco raro. O una mancha clara en la pared del fondo. O podías ver las pinceladas del que hizo el retoque. Pero siempre se notaba… con bastante facilidad. Podías
ver
que la foto había sido manipulada. Era bastante ridículo.
—Lo recuerdo —dije.
—Las fotografías siempre habían tenido integridad precisamente porque no podían modificarse. Se consideraba que las fotografías representaban la realidad. Pero desde hace años, los ordenadores nos permiten alterar las imágenes fotográficas sin dejar huella. Hace un par de años, la revista
National Geographic
, en una portada, desplazó la Gran Pirámide de Egipto. A los directores no les gustaba dónde estaba la pirámide y pensaron que si la retiraban un poco conseguirían una composición más armoniosa. Y la cambiaron de sitio. Nadie lo notó. Pero si usted va a Egipto con su cámara y trata de conseguir el mismo encuadre verá que no puede. Porque en el mundo real las pirámides no están colocadas de ese modo. La fotografía ya no representa la realidad. Pero no lo notas. Es sólo un pequeño ejemplo.
—¿Y lo mismo pueden haber hecho con esta cinta?
—En teoría, cualquier vídeo puede modificarse.
En el monitor vi otra vez el asesinato. La cámara estaba lejos del fondo de la habitación. La acción no se apreciaba bien, pero se veía claramente a Sakamura ir hacia la cámara.
—¿Pueden haber cambiado la imagen de esta secuencia?
—Hoy puede usted cambiar lo que le dé la gana —rio Sanders.
—¿Se puede cambiar la identidad del asesino?
—Técnicamente, sí —dijo Sanders—. Ahora es posible trazar una cara sobre un objeto complejo en movimiento. Técnicamente, es posible. Pero en la práctica tendría su intríngulis.
Yo no contesté. Mejor así. Sakamura era nuestro principal sospechoso y había muerto; el jefe quería dar por terminado el caso y yo también.
—Desde luego —prosiguió Sanders—, los japoneses tienen toda clase de refinados algoritmos de vídeo para trazado de superficies y transformaciones tridimensionales. Pueden conseguir cosas que nosotros no podemos ni imaginar. —Volvió a tamborilear en la mesa con los dedos—. ¿Puede darme la cronología de esas cintas?
—El crimen ocurrió a las ocho treinta, como indica el reloj —dije—. Nos dijeron que las cintas fueron retiradas del puesto de vigilancia a eso de las ocho cuarenta y cinco. Las pedimos y hubo un estira y afloja con los japoneses.
—Como siempre. ¿Y cuándo se las entregaron?
—Fueron entregadas en jefatura a la una y media de la madrugada aproximadamente.
—Eso indica que ellos tuvieron las cintas desde las nueve menos cuarto hasta la una y media.
—Sí; poco menos de cinco horas.
—Cinco horas —repitió Sanders frunciendo el entrecejo—. ¿Cinco horas, para modificar cinco cintas con cinco ángulos de cámara diferentes? —Sacudió la cabeza—. Imposible. No se puede hacer, teniente.
—No —dijo Theresa—; es imposible. Incluso para ellos. Demasiados
píxeles
que cambiar.
—¿Están seguros?
—Bien —dijo Theresa—, la única manera de hacerlo con tanta rapidez sería con un programa automatizado, y hasta con los programas más sofisticados hay que pulir a mano los detalles. Cosas tales como el desenfoque pueden delatar toda la operación.
—¿Desenfoque? —dije. Me gustaba hacerle preguntas. Me gustaba mirarla a la cara.
—Desenfoque de movimiento —dijo Sanders—. El vídeo corre a
razón
de treinta fotogramas por segundo. Puede usted imaginarse cada fotograma de vídeo como una fotografía que se toma con una velocidad de diafragma de un treintavo de segundo. Y eso es ir despacio, mucho más despacio que las cámaras de bolsillo. Si filma usted a un corredor a una velocidad de un treintavo de segundo, las piernas quedan borrosas, desenfocadas.
»Eso se llama desenfoque de movimiento. Y, si lo alteras por un proceso mecánico, puede quedar mal. La imagen es demasiado nítida, demasiado definida. Ocurre como con los rusos, que se nota el cambio. Para que el movimiento resulte real, ha de tener el desenfoque preciso.
—Entiendo.
—Y luego está el cambio de color —dijo Theresa.
—Exactamente —convino Sanders—. Dentro del desenfoque hay un cambio de color. Por ejemplo, mire el monitor. El hombre lleva traje azul y la americana ondea mientras él hace girar a la muchacha por la sala. Ahora. Si tomamos un fotograma de este momento de la acción y lo ampliamos hasta que la imagen se descompone en
píxeles
verá que la americana es azul marino pero el desenfoque adquiere tonos progresivamente más claros hasta que, en el borde, es casi transparente, de manera que, por un solo fotograma, no sabe dónde acaba exactamente la americana.
Yo podía hacerme una idea.
—Entiendo…
—Si en los bordes el color no se degrada con suavidad, se nota. A veces se tarda horas en limpiar unos segundos de cinta, por ejemplo, un anuncio. Pero, si no se hace, el cambio se ve al instante.
Zas.
—Hizo chasquear los dedos.
—¿O sea que, aunque copiaran las cintas, no pueden haberlas modificado?
—En cinco horas, no —dijo Sanders—. No hay tiempo.
—¿Entonces lo que vemos es lo que ocurrió en realidad?
—No le quepa duda —respondió Sanders—. De todos modos, cuando usted se marche, seguiremos escarbando en esta imagen. Theresa está deseando jugar con ella, se lo noto. Y yo, también. Llámenos luego. Le diremos si hay algo raro. Pero, en principio, no se puede hacer. Y no creo que aquí se hiciera.
Cuando entré en la plazoleta de aparcamiento del Sunset Hills Country Club, vi a Connor en la puerta del gran edificio de estuco blanco. Se inclinó ante los tres golfistas japoneses que estaban con él y ellos se inclinaron a su vez. Luego les dio la mano, lanzó los palos al asiento de atrás y subió al coche.
—Llega tarde,
kohai
.