Sol naciente (28 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Sol naciente
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»Y ahora en este país se ha creado un clima derrotista. A las compañías norteamericanas las putearon con la televisión en blanco y negro y las putearon con la televisión en color. El Gobierno de Estados Unidos no quiso ayudar a nuestras empresas a luchar contra las prácticas comerciales ilegales de los japoneses. Por eso cuando «Ampex» inventó el vídeo, ni siquiera intentó hacer un producto comercial sino que vendió la licencia al Japón. Y a otra cosa. Y muy pronto te encuentras con que las empresas norteamericanas no hacen investigación. ¿Por qué desarrollar nueva tecnología si tu propio Gobierno se muestra tan hostil a tus esfuerzos que no vas a poder sacarla al mercado?

—Pero ¿no está la industria norteamericana mal gestionada?

—Ésa es la consigna —dijo Ron—, la consigna que pregonan los japoneses y los portavoces norteamericanos. Sólo con algún que otro episodio aislado, la gente pudo vislumbrar lo indignantes que llegan a ser los japoneses. Por ejemplo, el caso Houdaille. ¿Lo conocen? Houdaille era un fabricante de máquinas-herramientas que denunció que en el Japón se estaban violando sus patentes y licencias. Un juez federal envió al Japón al abogado de Houdaille a recoger pruebas. Pero los japoneses se negaron a concederle el visado de entrada.

—Bromea.

—¿Por qué han de preocuparse? Ellos saben que nosotros no tomaremos represalias. Cuando el caso Houdaille fue llevado ante la Administración Reagan, no se hizo nada. Y Houdaille dejó de fabricar máquinas-herramientas. Porque no hay quien pueda competir con un
dumping
. Y es que para eso se hace el
dumping
.

—¿Y no se pierde dinero con el «dumping»?

—Al principio, sí. Pero, como vendes millones de unidades, puedes perfeccionar tus sistemas de producción y abaratar costes. Al cabo de un par de años, el artículo te sale realmente a un coste inferior. Entretanto, has barrido a la competencia y controlas el mercado. Y es que los japoneses plantean las cosas estratégicamente, ellos apuntan a largo plazo, a lo que será el mundo dentro de cincuenta años. Una empresa norteamericana tiene que rendir beneficios cada tres meses, o el director y la plana mayor se encontrarán en la calle. Pero a los japoneses no les interesan los beneficios inmediatos. Ellos quieren mercado. Para ellos hacer negocios es como hacer la guerra. Hay que ganar terreno. Aniquilar a la competencia. Conquistar un mercado. Es lo que han estado haciendo durante los treinta últimos años.

»De modo que los japoneses nos inundaron de acero, televisores, aparatos electrónicos, chips para ordenador y máquinas herramientas a bajo precio sin que nadie se lo impidiera. Y nosotros perdimos todas esas industrias. Las empresas y el Gobierno japoneses apuntan a sectores industriales específicos y los conquistan. Sector tras sector, año tras año. Mientras tanto, nosotros nos sentamos a hablar de libre comercio. Pero el libre comercio no tiene sentido si no es comercio leal. Y los japoneses no creen en el comercio leal. Los japoneses adoran a Reagan, y con razón. Durante su presidencia hicieron su agosto. En nombre del libre comercio, él nos abrió bien las piernas.

—¿Y por qué no entienden esto los norteamericanos? —pregunté.

—¿Por qué comen hamburguesas? —Rió Connor—. Porque son así,
kohai
.

Una voz de mujer gritó desde la Redacción:

—¿Hay aquí alguien que se llame Connor? Le llaman del hotel «Cuatro Estaciones».

Connor miró el reloj y se levantó.

—Con permiso. —Salió a la redacción. A través del cristal, le veía hablar por teléfono y tomar notas.

—Y la cosa continúa —prosiguió Ron—. ¿Por qué una cámara japonesa es más barata en Nueva York que en Tokyo? ¿La haces recorrer medio mundo, pagas derechos de aduana y costes de distribución y va a ser más barata? ¿Cómo es posible? Los turistas japoneses compran aquí sus productos porque los encuentran más baratos. Pero los productos norteamericanos cuestan en el Japón un setenta por ciento más que aquí. ¿Por qué lo consiente el Gobierno? No lo sé. Parte de la respuesta está ahí arriba.

Señaló el monitor de su despacho en el que un hombre de aspecto distinguido hablaba por encima de una cinta perforada en movimiento. El sonido estaba al mínimo.

—¿Ve a ese tipo? Es David Rawlings, profesor de Ciencias Económicas de Stanford. Especialista en la zona del Pacífico. Es el típico…, ¿me hace el favor de subir el volumen? Pudiera estar hablando de la «MicroCon».

Hice girar el mando del televisor. Oí que Rawlings decía:

«… opinan que la actitud de los norteamericanos es completamente irracional. Al fin y al cabo, las empresas japonesas proporcionan puestos de trabajo a los norteamericanos, mientras que las empresas norteamericanas trasladan sus fábricas al extranjero, hurtándoselas a su propia gente. Los japoneses no comprenden a qué vienen las quejas».

—Las típicas sandeces —suspiró Ron.

En la pantalla, el profesor Rawlings decía:

«Yo pienso que el pueblo norteamericano corresponde con ingratitud a la ayuda que nuestro país recibe de los inversores extranjeros».

Ron se echó a reír.

—Rawlings forma parte del grupo al que llamamos los besacrisantemos. Expertos académicos que difunden la propaganda japonesa. En realidad, no tienen opción, ya que, para trabajar necesitan tener acceso al Japón y, en cuando empiezan a expresar opiniones críticas, se les secan las fuentes japonesas. Se les cierran las puertas. Y, en Estados Unidos, los japoneses dejan caer aquí y allá la insinuación de que esa persona no es fiable o que sus opiniones están «anticuadas». O, peor, que es racista. Todo el que critica al Japón es racista. Pronto a ese profesor deja de invitársele a dar conferencias y va perdiendo oportunidades de trabajar. Y en la profesión todos saben la suerte que corre el que se desmanda. Ninguno está dispuesto a cometer el mismo error.

Connor volvió a entrar en el despacho.

—¿Tiene algo de ilegal la venta de la «MicroCon»? —preguntó.

—Desde luego —dijo Ron—. Aunque depende de lo que decida Washington. «Akai Ceramics» ya tiene el sesenta por ciento del mercado norteamericano. «MicroCon» le daría virtualmente el monopolio. Si «Akai» fuera una empresa norteamericana, el Gobierno prohibiría la venta en virtud de la ley antimonopolios. Pero, dado que «Akai» no es norteamericana, la venta no se supervisa con tanta minuciosidad. Tengo la impresión de que al fin la aprobarán.

—¿Quiere decir que una compañía japonesa puede tener un monopolio en Norteamérica y una compañía norteamericana no?

—Esto es lo que suele ocurrir en los tiempos que corren —dijo Ron—. Y es que, muchas veces, las leyes norteamericanas favorecen la venta de nuestras empresas a los extranjeros. Eso ocurrió cuando «Matsushita» compró los «Estudios Universal». La «Universal» estaba en venta desde hacía años. Varias empresas norteamericanas trataron de comprarla, pero no pudieron. En mil novecientos ochenta, lo intentó la «Westinghouse» y no lo consiguió: violaba las leyes antimonopolio. Lo intentó la «RCA». No hubo trato: conflicto de intereses. Pero, cuando se presentó «Matsushita», no hubo impedimentos. Últimamente las leyes han cambiado. Pero entonces no hubo nada que hacer. «MicroCon» no es más que el último ejemplo de la insensatez de las disposiciones norteamericanas.

—¿Y qué dicen las empresas de informática norteamericanas acerca de la venta de la «MicroCon»?

—No les hace ninguna gracia, pero tampoco se oponen.

—¿Por qué no?

—Porque las empresas norteamericanas consideran ya excesivo el intervencionismo del Gobierno. El cuarenta por ciento de todas las exportaciones de Estados Unidos está sujeto a regulación. El Gobierno no autoriza a nuestras empresas de informática a vender a la Europa del Este. La guerra fría ha terminado pero la prohibición subsiste. Mientras, japoneses y alemanes se hinchan de vender. Por lo tanto, los norteamericanos quieren menos intervencionismo. Y, en cualquier intento por impedir la venta de la «MicroCon», ellos verían una injerencia del Gobierno.

—No le encuentro sentido a eso —dije.

—Estoy de acuerdo —convino Ron—. Durante los próximos años, las empresas norteamericanas van a ser aniquiladas. Porque, si el Japón fuera el único proveedor de máquinas para la fabricación de chips, podría impedir que las empresas norteamericanas las compraran.

—¿Eso harían?

—Ya lo han hecho otras veces —dijo Ron—. Con los implantadores de iones y otro material. Pero no hay forma de que las compañías norteamericanas se pongan de acuerdo. No hacen más que pelear entre sí. Y, entretanto, los japoneses van comprando empresas de alta tecnología a razón de una cada diez días aproximadamente. Y desde hace seis años. Nos están destripando. Pero el Gobierno no presta atención porque existe el llamado CFIUS, el comité encargado de supervisar las inversiones extranjeras en Estados Unidos que debería seguir la venta de las empresas de tecnología avanzada. Pero el CFIUS nunca hace nada. De las quinientas últimas ventas, sólo se bloqueó una. Las compañías van vendiéndose una a una, y en Washington nadie dice ni pío. Finalmente, el senador Morton arma el follón y dice: «Eh, un momento», pero nadie le escucha.

—¿La venta se hará de todos modos?

—Eso oí decir esta mañana. La maquinaria japonesa de Relaciones Públicas está funcionando a tope para generar publicidad favorable. Y son tenaces. Están en todas partes. Literalmente en todas partes.

Sonó un golpecito en la puerta y una mujer rubia asomó la cabeza.

—Perdona que te interrumpa, Ron —dijo—, pero Keith ha recibido una llamada del representante en Los Ángeles de la «NHK», la televisión nacional japonesa. Pregunta por qué nuestro reportero
ataca al
Japón.

—¿Que
ataca
al Japón? —preguntó Ron frunciendo el entrecejo—. ¿A qué viene eso?

—Asegura que nuestro reportero dijo estando en antena: «Los malditos japoneses están haciéndose los amos de este país».

—Venga ya. Nadie diría eso en antena. ¿Quién se supone que lo dijo?

—Lenny. En Nueva York.

Ron se revolvió en el sillón.

—Hum. ¿Habéis repasado las cintas?

—Sí —dijo la mujer—. Están revisándolas ahora en la cabina de control principal. Pero supongo que es verdad.

—Mierda.

—¿Cómo ha pasado? —pregunté.

—Todos los días captarnos segmentos de Nueva York y Washington y los retransmitimos vía satélite. Al principio y al final de la conexión hay un minuto que no sale por antena. Nosotros lo eliminamos, pero cualquiera que tenga una parabólica y busque nuestra señal podrá captar la transmisión en bruto. Y muchos lo hacen. Nosotros advertimos al presentador que tenga cuidado con lo que hace o dice delante de la cámara. El año pasado, Louise se desabrochó la blusa para ponerse el micro… y recibimos llamadas de todo el país.

Sonó el teléfono. Ron escuchó un momento y dijo:

—Está bien. Entendido. Han repasado la cinta —nos dijo después de colgar—. Lenny estaba en cámara y, antes de empezar su crónica, hizo un comentario a Louise: «Como nos descuidemos, los malditos japoneses van a hacerse los amos de este país». No estaba en antena oficialmente, pero lo dijo. —Volvió la cabeza, compungido—. ¿El de la «NHK» sabe ya que nosotros no transmitimos eso?

—Sí; pero dice que puede haber sido captado y por eso protesta.

—O sea que escuchan hasta nuestras pruebas. Puñeta. ¿Qué quiere hacer Keith?

—Dice que está harto de avisar a los presentadores de Nueva York. Quiere que tú te encargues.

—¿Desea que llame al de la «NHK»?

—Dice que lo deja a tu criterio, pero que tenemos un convenio con la «NHK» para el
show
de media hora que les enviamos todos los días y que no quiere comprometerlo. Opina que deberías pedir disculpas.

—Ahora tengo que pedir disculpas hasta por lo que no transmitimos —suspiró Ron. Nos miró—: Tengo que irme, señores. ¿Alguna cosa más?

—No —dije—. Suerte.

—Todos la necesitamos —dijo Ron—. ¿Saben que la «NHK» está montando una cadena de noticias para todo el mundo, con un capital de mil millones de dólares? Van a llevar a todo el mundo la «CNN» de Ted Turner. Y, a juzgar por la historia reciente… —Se encogió de hombros—. Ya podemos despedirnos de los medios de comunicación norteamericanos.

Cuando salíamos, oí decir a Ron por teléfono:

—¿Mr. Kasaka? Aquí Ron Levine de la «AFN». Sí, señor. Sí, Mr. Kasaka. Le llamo para decirle que lamento sinceramente lo que nuestro reportero dijo por el satélite y deseo pedirle disculpas…

Cerramos la puerta y nos fuimos.

—¿Ahora, adonde? —pregunté.

El hotel «Cuatro Estaciones» cuenta entre su clientela con estrellas y políticos. Tiene una bonita entrada, pero nosotros estábamos aparcados a la vuelta de la esquina, junto a la puerta de servicio. Junto a un andén había un camión grande de una granja, del que el personal de cocina descargaba cajas de leche. Llevábamos esperando cinco minutos. Connor miró el reloj.

—¿Qué hacemos aquí? —pregunté.

—Obedecer al Tribunal Supremo,
kohai
.

Una mujer con traje de chaqueta salió al andén de descarga, miró en derredor y agitó una mano. Connor hizo otro tanto. La mujer volvió a entrar. Connor desprendió dos billetes de veinte dólares de un fajo que sacó del bolsillo.

—Una de las primeras cosas que aprendí es que el personal de un hotel puede ser muy útil para un detective. Especialmente hoy en día, en que la Policía tiene tantas limitaciones. Nosotros no podemos entrar en una habitación de hotel, si no llevamos una orden judicial. Si entráramos, todo lo que pudiéramos encontrar sería inadmisible, ¿no es cierto?

—Es cierto.

—Pero las camareras pueden entrar. Los botones, las encargadas de la limpieza y los del servicio de habitaciones pueden entrar.

—Aja.

—Por lo tanto, he procurado buscar contactos en todos los grandes hoteles. —Abrió la puerta—. Ahora mismo vuelvo.

Se acercó al andén de descarga y esperó. Yo golpeaba el volante con la mano. Me vino a la memoria una canción:

Cambié de opinión, me gusta este amor. Rayos y truenos, bolas de fuego.

En el andén apareció una camarera de uniforme que dijo unas palabras a Connor. Él escribía. La mujer tenía una cosa dorada en la palma de la mano. Él no la tocó, sólo la miró y asintió. Ella se la metió en el bolsillo. Entonces él le dio dinero y la mujer se fue.

Me crispas los nervios y me sorbes el seso.

Demasiado amor enloquece a un hombre.

Me rompiste la voluntad, pero qué emoción…

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