—De acuerdo.
Ken carraspeó.
—Dime, Pete, «entre tú y yo», ¿tienes algún problema?
—¿Como por ejemplo?
—Un problema de tipo moral, o de cuenta bancaria. Discrepancias entre ingresos reales y declarados… algo que yo tenga que saber como amigo tuyo.
—No.
—No necesito detalles. Pero si hay algo irregular…
—Nada, Ken.
—Porque, si tengo que salir en defensa tuya, no quiero encontrarme con que he pisado una plasta.
—Ken, ¿qué ocurre?
—No puedo entrar en detalles ahora. Pero en resumen puedo decirte que alguien trata de joderte por el culo.
—
Papá
, eso es una
guarrada
.
—Tú no tendrías que estar ahí escuchando. ¿Pete?
—Sí; estoy aquí.
—Llámame dentro de una hora.
—Eres un amigo, Ken. Estoy en deuda contigo.
—Y que lo digas.
Ken colgó el teléfono.
Miré mi apartamento. Todo parecía estar lo mismo que antes. Aún entraba sol en la habitación. Michelle estaba sentada en su butaca favorita, mirando la tele y chupándose el pulgar. Pero, en cierto modo, todo parecía haber cambiado. Era horripilante. Como si el mundo hubiera dado un vuelco.
Pero yo tenía cosas que hacer. Se hacía tarde y había que vestir a la niña antes de que llegara Elaine para llevarla a la guardería. Así se lo dije. Ella se echó a llorar. Entonces apagué el televisor y ella se tiró al suelo y empezó a chillar y patalear.
—¡No, papá! ¡Los
dibujos
, papá!
La levanté del suelo, me la puse debajo del brazo y la llevé al dormitorio. Berreaba a pleno pulmón. Volvió a sonar el teléfono. Esta vez era la telefonista de la división.
—Buenos días, teniente. Mensajes para usted.
—Déjame buscar un lápiz —dije. Puse a Michelle en el suelo y ella arreció en sus berridos—. ¿Por qué no vas a escoger los zapatos que quieres llevar hoy?
—Suena como si tuviera ahí un caso de asesinato —dijo la telefonista.
—No quiere que la vista para ir al colegio.
Michelle me tiraba del pantalón.
—No, papá. Colegio no, papá.
—Colegio sí —dije con firmeza. Ella aulló—. Ya puede decir…
—Bien. A las once cuarenta y uno le llamó un tal Ken Subotik o Subotnik, del
L. A. Times
. Que haga el favor de llamarle. El recado dice así: «La
Comadreja
está investigándote». Dijo que usted ya sabe lo que significa. Puede llamarle a su casa. ¿Tiene el número?
—Sí.
—Bien. A la una cuarenta y dos de la madrugada, le llamó un tal Mr. Eddie Saka… parece que pone Sakamura. Dijo que era urgente, que lo llamara a su casa, 555-8434. Sobre la cinta desaparecida. ¿Lo tiene?
Mierda.
—¿A qué hora se recibió la llamada?
—A la una cuarenta y dos. Fue pasada al Hospital del Condado y, al parecer, la centralita no pudo localizarle. ¿Estaban en el depósito?
—Sí.
—Lo siento, teniente, pero cuando está fuera de su coche, tenemos que servirnos de intermediarios.
—Está bien. ¿Algo más?
—A las seis cuarenta y tres, el capitán Connor dejó el número de un móvil para que le llame usted. Dijo que esta mañana juega al golf.
—De acuerdo.
—Y a las siete y diez recibió una llamada de Robert Woodson, de la oficina del senador Morton. El senador desea hablar con usted y con el capitán Connor a la una en el Country Club de Los Ángeles. Dice que le llamen para confirmar que van. Le he llamado antes pero comunicaba usted. ¿Llamará al senador?
Dije que sí y pedí a la telefonista que diera aviso al club de golf para que Connor me llamara al coche.
Oí abrirse la puerta. Entró Elaine.
—Buenos días —dijo.
—Lo siento, pero Shelly todavía no está vestida.
—No importa, yo la vestiré. ¿A qué hora viene a recogerla Mrs. Davies?
—Ya nos avisará.
Elaine había oído muchas veces la misma respuesta.
—Ven conmigo, Michelle. Elegiremos qué vestido llevarás hoy. Ya es hora de ir al colegio.
Miré el reloj. Iba a servirme otra taza de café cuando sonó el teléfono.
—El teniente Peter Smith, por favor.
Era Jim Olson, el adjunto del jefe.
—Hola, Jim.
—Buenos días, Pete. —Parecía afable. Pero Jim Olson nunca llamaba a nadie antes de las diez de la mañana, a no ser que hubiera un grave problema—. Da la impresión de que hemos agarrado por la cola una serpiente de cascabel. ¿Has visto los periódicos?
—Sí.
—¿Y el telediario?
—Parte.
—El jefe me ha pedido que haga control de daños. Pero, antes de hacer una recomendación, he querido recoger vuestra versión. ¿Me sigues?
—Te sigo.
—Acabo de hablar con Tom Graham. Reconoce que lo de anoche fue una chapuza de campeonato. Nadie se cubrió de gloria.
—Me temo que no.
—Dos mujeres desnudas tuvieron en jaque a dos robustos policías e impidieron el arresto del sospechoso, ¿no es así?
Parecía ridículo.
—Hubieras tenido que estar allí, Jim.
—Aja. Por lo menos, de una cosa podemos felicitarnos. He comprobado si se siguió el procedimiento de persecución correcto. Al parecer, así es. Tenemos registros de los ordenadores y grabaciones de la radio y todo es correcto. Gracias a Dios. Ni siquiera una palabrota. Si las cosas se ponen peor, podríamos incluso dar las grabaciones a la Prensa. De modo que por ahí estamos cubiertos. Pero es una lástima que Sakamura haya muerto.
—Sí.
—Graham volvió a la casa, para interrogar a las mujeres, pero ya no estaban.
—Comprendo.
—Con las prisas, ¿a nadie se le ocurrió preguntarles el nombre?
—Lo siento, no.
—Eso significa que no tenemos testigos de lo que ocurrió en la casa. De modo que por ahí estamos un poco vulnerables.
—Aja.
—Esta mañana extraen el cuerpo de Sakamura del coche para enviarlo al depósito. Dice Graham que, por él, el caso está cerrado. Tengo entendido que hay cintas de vídeo que demuestran que Sakamura mató a la muchacha. Graham dice que por él se puede archivar el caso. ¿También tú lo ves así? ¿Está cerrado?
—Creo que sí, Jim. Seguro.
—Entonces vamos a cerrarlo. La comunidad japonesa considera que la investigación acerca de la «Nakamoto» es irritante y ofensiva. No quieren que se prolongue más de lo indispensable. De modo que, si podemos darla por terminada, será un alivio.
—Por mí no hay inconveniente —dije—. Démosla por terminada.
—Muy bien, Pete —dijo Jim—. Hablaré con el jefe para ver si podernos evitar cualquier medida disciplinaria.
—Gracias, Jim.
—Procura no preocuparte. Yo no creo que haya lugar a medidas disciplinarias. Por lo menos, mientras el vídeo demuestre que lo hizo Sakamura.
—Lo demuestra.
—A propósito de esos vídeos. He mandado a Marty a buscarlos al armario de pruebas. Dice que no los encuentra.
Aspiré profundamente.
—Los tengo yo —dije.
—¿No los pusiste en el armario de pruebas?
—No; quería sacar copias.
Jim tosió.
—Peter, hubiera preferido que te atuvieras a las normas.
—Yo quería sacar copias.
—Verás lo que vamos a hacer —dijo Jim—. Saca las copias y tráeme los originales antes de las diez. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Se puede tardar hasta entonces en localizar material en el armario de pruebas. Ya sabes lo que ocurre a veces.
Estaba diciéndome que me cubriría.
—Gracias, Jim.
—No me des las gracias, porque yo no hago nada —dijo—. Que yo sepa, se ha seguido el procedimiento.
—Bien.
—Entre tú y yo: date prisa. Yo puedo defender el fuerte durante un par de horas. Pero aquí ocurre algo raro. No sé de dónde viene exactamente. De modo que hazlo cuanto antes, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, Jim. Ahora mismo me ocupo de eso.
Colgué el teléfono y fui a sacar las copias.
Pasadena parecía una ciudad situada en el fondo de un vaso de leche agria. El Jet Propulsión Laboratory se encontraba en las afueras de la ciudad, al pie de las colinas, cerca del Rose Bowl. Pero ni a las ocho y media de la mañana se veían las montañas, con aquella bruma amarillenta.
Yo, con la caja de las cintas debajo del brazo, enseñé la placa, firmé en la hoja de visitas del guardia y juré que era ciudadano norteamericano. El guardia me indicó el edificio principal, al otro lado de un patio interior.
Durante décadas, el Jet Propulsión Laboratory había sido el centro de mando de las sondas espaciales norteamericanas que hacían fotografías de Júpiter y los anillos de Saturno y las enviaban a la Tierra en forma de imágenes de vídeo. El JPL era el lugar en el que se había inventado el moderno proceso de imágenes de vídeo. Si en algún sitio podían copiarse las cintas era allí. Mary Jane Kelleher, la secretaria de Prensa, me acompañó al tercer piso, íbamos por un pasillo verde tilo, pasando por delante de puertas de despachos vacíos. Yo lo comenté.
—Es verdad —asintió ella—. Últimamente hemos perdido a gente muy buena.
—¿A dónde va la gente?
—La mayoría, a la industria. Siempre se habían marchado; antes se iban a la «IBM» de Armok o a los laboratorios de la «Bell» en Nueva Jersey. Pero ahora esos laboratorios ya no disponen de los mejores equipos y subvenciones. Ahora se van a laboratorios de investigación japoneses como «Hitachi» en Long Beach, «Sanyo» en Torrance o «Canon» en Inglewood. Están contratando a muchos investigadores norteamericanos.
—¿Y al JPL no le preocupa eso?
—Desde luego —dijo ella—. Todo el mundo sabe que el mejor vehículo para transferir tecnología es el cerebro humano. Pero ¿qué podemos hacer? —Se encogió de hombros—. Los investigadores quieren investigar. Y Norteamérica ya no investiga tanto. Los presupuestos son cada vez más cortos. Así que es mejor trabajar para los japoneses. Ellos pagan bien y profesan un auténtico respeto a la investigación. Si necesitas un aparato, te lo dan. Por lo menos, es lo que dicen mis amigos. Ya hemos llegado.
Me introdujo en un laboratorio abarrotado de material de vídeo. Había cajas negras amontonadas en estanterías y mesas metálicas, cables que se retorcían por el suelo y profusión de monitores y pantallas. En medio de todo ello, vi a un hombre con barba, de unos treinta y cinco años, llamado Kevin Howzer. En su monitor tenía la imagen de un mecanismo de transmisión, en la que se iban alternando los colores del arco iris. Encima de la mesa había latas de «Coke» y envoltorios de caramelo: había trabajado toda la noche.
—Kevin, el teniente Smith, del Departamento de Policía de Los Ángeles. Necesita copiar unas cintas de vídeo especiales.
—¿Sólo copiar? —Howzer parecía decepcionado—. ¿No desea que se les
haga
algo?
—No, Kevin —dijo ella.
—No hay inconveniente.
Entregué a Howzer una de las casetes. Él le dio la vuelta y se encogió de hombros.
—Parece un carrete normal de ocho milímetros. ¿Qué contiene?
—Imágenes de TV japonesa de alta definición.
—¿Señal de AD?
—Eso creo.
—No debería haber dificultad. ¿Trae el aparato?
—Sí. —Saqué el vídeo de la caja y se lo di.
—Vaya, qué monadas hacen, ¿eh? Es una preciosidad. —Kevin examinó los mandos—. Sí, es alta definición. Se puede hacer. —Dio la vuelta al aparato y miró fijamente las clavijas de la parte posterior. Frunció el entrecejo. Acercó la luz de sobremesa y abrió el estuche de plástico de la casete, dejando la cinta al descubierto. Tenía una leve pátina plateada—. ¿Esto… es algo oficial?
—Sí.
Me devolvió la cinta.
—Lo siento. No puedo copiarla.
—¿Por qué no?
—¿Ve ese tono plateado? Es cinta de metal evaporado. Muy alta densidad. Supongo que el formato tiene compresión y descompresión de tiempo real en la misma caja. No puedo sacarle copia porque no dispongo de formatos equivalentes, es decir, no puedo garantizar que la señal que yo obtenga sea legible. Puedo hacerle una copia, pero no puedo estar seguro de que sea una copia exacta, porque no tengo los mismos formatos. De manera que si es un asunto criminal… y supongo que debe de serlo, tendrá que llevarlo a otro sitio para que se lo copien.
—¿Adónde, por ejemplo?
—Si es el nuevo formato patentado D4, el único sitio es la «Hamaguri».
—¿«Hamaguri»?
—Es un laboratorio de investigación de Glendale, de las Industrias Kaikatsu. Allí tienen todo el material de vídeo que se conoce.
—¿Cree que me ayudarán?
—¿A sacar copias? Desde luego. Conozco a uno de los directores del laboratorio, Jim Donaldson. Si quiere, puedo llamarle por teléfono.
—Se lo agradecería.
—No faltaba más.
El Instituto de Investigación Hamaguri era un edificio de cristal de espejo situado en el polígono industrial del norte de Glendale. Yo llevé la caja al vestíbulo. Detrás del estilizado mostrador de recepción, se veía un atrio en el centro del edificio rodeado de laboratorios con tabiques de vidrio ahumado.
Pregunté por el doctor Jim Donaldson y me senté en el vestíbulo. Mientras esperaba, llegaron dos hombres con traje completo, saludaron a la recepcionista con un familiar movimiento de cabeza y se sentaron a mi lado en el sofá. Sin reparar en mí, desdoblaron unos folletos en la mesa de centro.
—Mira —dijo uno—, lo que te decía: esto, para broche final. El colofón.
Miré el folleto y vi un prado florido y montañas nevadas al fondo. El hombre que había hablado golpeó las fotos con el dedo.
—Quiero decir que son las Rocosas, tú, la verdadera América. Déjame hacer a mí, eso es lo que les tienta. Y es una propiedad de narices.
—¿Cuánto dices que tiene?
—Ciento treinta mil acres. El trozo de Montana más grande que está disponible. Veinte kilómetros por diez de tierra ganadera, lindando con las Rocosas. Tiene el tamaño de un parque nacional. Posee grandeza, dimensión, envergadura. Y muy buena calidad. Es perfecta para un consorcio japonés.
—¿Han dicho algo de precio?
—Todavía no. Pero los rancheros están en una situación difícil. Ahora es legal que los extranjeros exporten carne a Tokyo, y en el Japón la carne se paga a veinte y veintidós dólares el kilo. Pero en el Japón nadie compraría buey norteamericano. La carne de buey que les envíen los americanos se pudrirá en el puerto. Pero, si venden su rancho a los japoneses, entonces sí se puede exportar carne. Porque los japoneses la comprarán a un rancho de propiedad japonesa. Los japoneses no tendrán inconveniente en hacer negocios con otros japoneses. En Montana y en Wyoming se han vendido muchos ranchos. Los otros rancheros ven cabalgar por el campo a cowboys japoneses. Ven que los otros ranchos introducen mejoras, reconstruyen los establos, modernizan las instalaciones y todas esas cosas. Y es que los otros ranchos venden la carne al Japón a buen precio. Y los propietarios americanos no son tontos. Ellos saben lo que se avecina. Saben que no pueden competir. Y venden.