Salió al andén un asistente con un traje azul en una percha. Connor hizo una pregunta y el asistente miró el reloj antes de contestar. Luego Connor se agachó y escudriñó los bordes de la americana. Luego abrió la americana y examinó el pantalón en la misma percha.
El valet se llevó el traje y en seguida salió al andén con otro traje. Éste era azul con rayita blanca. Connor repitió su inspección. Pareció encontrar algo en la americana que raspó e introdujo cuidadosamente en una bolsita de plástico transparente. Luego pagó al valet y volvió al coche.
—¿Investigando al senador Rowe? —pregunté.
—Investigando varias cosas —dijo—. Pero sí, también al senador Rowe.
—Anoche el ayudante de Rowe tenía unas bragas blancas en el bolsillo. Y Cheryl las llevaba negras.
—Es verdad —dijo Connor—. Pero me parece que progresamos.
—¿Qué tiene en la bolsita?
Sacó la bolsa transparente y la puso a contraluz. Dentro vi unos filamentos oscuros.
—Parecen pelos de alfombra. Una alfombra oscura como la que hay en la sala de juntas de la «Nakamoto». Tendré que preguntar al laboratorio para estar seguro. Mientras, tenemos otro problema que resolver. Arranque.
—¿A dónde vamos?
—A la «Darley-Higgins». La propietaria de la «MicroCon».
En el vestíbulo, al lado de la recepcionista, un hombre colocaba grandes letras doradas en la pared: DARLEY-HIGGINS INC. Debajo, se leía: EFICACIA EN LA GESTIÓN. Otros hombres instalaban moqueta.
Mostramos las placas y preguntamos por Arthur Greiman, director de «Darley-Higgins».
La recepcionista tenía acento sureño y nariz respingona.
—Mr. Greiman está reunido. ¿Les espera?
—Venimos a hablar de la venta de la «MicroCon».
—Entonces tienen que ver a Mr. Enders, el vicepresidente para publicidad. Él es quien lleva el asunto de la «MicroCon».
—Está bien —dijo Connor.
Nos sentamos en el sofá de la zona de recepción. Frente a nosotros, en otro sofá, había una bonita mujer con falda estrecha. Tenía un rollo de planos debajo del brazo. Los operarios seguían dando martillazos.
—Creí que la compañía tenía apuros financieros. ¿Por qué están de reformas?
Connor se encogió de hombros.
La recepcionista contestaba al teléfono y pasaba las llamadas.
—«Darley-Higgins», un momento, por favor. «Darley-Higgins»… Oh, no se retire, senador… «Darley-Higgins», sí, gracias…
Cogí un folleto de la mesita. Era la Memoria anual del grupo de gestión «Darley-Higgins», con oficinas en Atlanta, Dallas, Seattle, San Francisco y Los Ángeles. Vi la foto de Arthur Greiman. Parecía feliz y satisfecho de sí mismo. En la Memoria había un artículo firmado por él y titulado: «Un compromiso con la eficacia».
La recepcionista nos dijo:
—Mr. Enders viene en seguida.
—Gracias —dijo Connor.
Al cabo de un momento, salieron al vestíbulo dos hombres con traje oscuro. La mujer de los planos se levantó diciendo:
—Buenos días, Mr. Greiman.
—Hola, Beverly —dijo el mayor de los dos hombres—. En seguida la atiendo.
Connor también se levantó. La recepcionista dijo inmediatamente:
—Mr. Greiman, estos señores…
—Un momento —dijo Greiman. Se volvió hacia el otro hombre, que era más joven, de unos treinta y tantos años—. Díselo bien claro a Roger.
El joven movía la cabeza.
—No le va a gustar.
—Eso ya lo sé. Pero díselo de todos modos. Seis millones coma cuatro de retribución para un director general es lo mínimo.
—Pero, Arthur…
—Tú díselo.
—Se lo diré, Arthur —dijo el joven alisándose la corbata. Bajó la voz—. Pero el Consejo protestará. No le hará ninguna gracia aumentarte a más de seis cuando los beneficios han bajado tanto…
—No se trata de
beneficios
—dijo Greiman—. Ahora estamos hablando de la retribución. No tiene nada que ver con los beneficios. El Consejo tiene que equiparar la compensación a los niveles actuales. Si Roger no consigue que el Consejo se avenga, yo anulo la reunión de marzo y exijo cambios. Díselo así mismo.
—De acuerdo, Arthur. Así lo haré, pero…
—Tú díselo. Llámame esta noche.
—Está bien, Arthur.
Se estrecharon la mano. El joven se alejó con gesto de contrariedad. La recepcionista dijo:
—Mr. Greiman, estos señores…
Greiman nos miró. Connor empezó:
—Mr. Greiman, nos gustaría hablar un minuto con usted de la «MicroCon». —Connor se volvió ligeramente y le mostró la placa.
Greiman explotó de indignación:
—¡Por los clavos de Cristo!
Otra vez
, no. Esto es condenado
hostigamiento
.
—¿Hostigamiento?
—¿Cómo lo llamaría usted? Aquí han venido empleados del Senado, han venido los del FBI. ¿Y ahora la Policía de Los Ángeles? No somos criminales. Tenemos perfecto derecho a vender una compañía que es nuestra. ¿Dónde está Louis?
—Mr. Enders viene en seguida —dijo la recepcionista.
Connor dijo serenamente:
—Mr. Greiman, lamento molestarle. No tenemos más que una pregunta. Sólo será un minuto.
—¿Cuál es su pregunta? —Greiman echaba chispas.
—¿Cuántos postores tuvo la «MicroCon»?
—Eso no le importa. De todos modos, nuestro convenio con «Akai» estipula que no podemos hacer declaraciones acerca de la venta.
—¿Hubo más de un postor? —dijo Connor.
—Oiga, si tiene preguntas que hacer, hable con Enders. Yo tengo trabajo. —Se volvió hacia la mujer de los planos—. ¿Beverly? Vamos a ver, ¿qué me trae?
—He cambiado la distribución de la sala de juntas. Y aquí tengo unas muestras para el aseo. Un gris muy bonito que me parece que le gustará.
—Bien. Muy bien. —Se la llevó por el vestíbulo.
Connor los siguió con la mirada y, bruscamente, se volvió hacia el ascensor.
—Vámonos de aquí,
kohai
. Salgamos a respirar aire puro.
—¿Qué puede importar si hubo otros postores? —dije cuando estuvimos otra vez en el coche.
—Eso nos remite a la pregunta primitiva —dijo Connor—. ¿Quién puede tener interés en poner a la «Nakamoto» en una situación embarazosa? Sabemos que la venta de la «MicroCon» tiene importancia estratégica. Ésa es la razón por la que el Congreso está disgustado. Y ello significa que, casi con toda seguridad, hay otras partes que también están disgustadas.
—¿En el Japón?
—Exactamente.
—¿Y eso quién puede saberlo?
—«Akai».
La recepcionista japonesa se sonrió con disimulo al ver la placa de Connor. Él dijo:
—Deseamos ver a Mr. Yoshida. —Yoshida era el director de la compañía.
—Un momento, por favor. —La muchacha se levantó y se alejó apresuradamente, casi corriendo.
La «Akai Ceramics» tenía sus oficinas en el quinto piso de un bloque de aspecto anodino de El Segundo. El decorado era sobrio y funcional. Desde la zona de recepción, se veía una sala grande, sin divisiones, con gran cantidad de mesas metálicas y empleados que hablaban por teléfono. Se oía el suave crepitar de las procesadoras de textos.
—Bastante destartalado —comenté.
—Todo, orientado a la productividad —asintió Connor—. En el Japón no está bien vista la ostentación. Denota falta de seriedad. Cuando el viejo Mr. Matsushita era el director de la tercera empresa del Japón, seguía utilizando la línea regular para volar de la central de Osaka a Tokyo. Era el jefe de una compañía valorada en cincuenta mil millones de dólares y no disponía de reactor privado.
Mientras esperábamos, yo miraba a los que trabajaban sentados a las mesas. Unos cuantos eran japoneses pero la mayoría eran caucasianos y todos llevaban traje azul marino. Había muy pocas mujeres.
—En el Japón —dijo Connor—, cuando una empresa va mal, lo primero que ocurre es que los directivos se bajan el sueldo. Se sienten responsables de la marcha de la empresa y les parece natural que sus propios ingresos suban o bajen, según los resultados.
La mujer volvió y se sentó a su mesa sin decir nada. Casi inmediatamente, vino hacia nosotros un japonés con traje azul marino. Tenía pelo gris y aire de solemnidad y llevaba gafas de concha.
—Buenos días. Soy Mr. Yoshida —dijo.
Connor hizo las presentaciones. Todos nos inclinamos e intercambiamos tarjetas. Mr. Yoshida tomó las nuestras con las dos manos, haciendo sendas inclinaciones. Nosotros hicimos otro tanto. Observé que Connor no le hablaba en japonés.
Yoshida nos llevó a su despacho. Las ventanas daban al aeropuerto. El mobiliario era austero.
—¿Quieren café, té?
—No, gracias —dijo Connor—. Estamos aquí en visita oficial.
—Comprendo. —Con un ademán, nos invitó a sentarnos.
—Nos gustaría hablar con usted acerca de la compra de «MicroCon».
—Ah, sí. Es un asunto desgraciado. Aunque no imaginaba que exigiera la intervención de la Policía.
—Quizá no la exija —dijo Connor—. ¿Puede usted hablarnos de la venta o se trata de un convenio secreto?
Mr. Yoshida pareció sorprendido.
—¿Secreto? En absoluto. Todo se ha llevado de forma totalmente abierta desde el principio. En setiembre, Mr. Kobayashi, representante en Tokyo de «Darley-Higgins», se puso en contacto con nosotros. Fue entonces cuando nos enteramos de que la compañía estaba en venta. Francamente, nos sorprendió que se nos ofreciera. Las negociaciones empezaron a primeros de octubre. A mediados de noviembre, los representantes de una y otra parte habían llegado a una base de acuerdo e iniciamos la última etapa de negociaciones. Pero entonces el dieciséis de noviembre, el Congreso empezó a hacer objeciones.
—¿Dice usted que les sorprendió que les ofrecieran la compañía? —preguntó Connor.
—Desde luego.
—¿Por qué?
Mr. Yoshida extendió las manos sobre la mesa y dijo, hablando despacio:
—Nosotros teníamos entendido que la «MicroCon» era propiedad del Gobierno. Había sido financiada en parte con fondos del Gobierno de Estados Unidos. El trece por ciento de capital, si mal no recuerdo. En el Japón, eso la haría propiedad del Gobierno. Por lo tanto, era natural que procediéramos con cautela. No queríamos ofender. Pero nuestros representantes en Washington nos aseguraron que no se pondrían inconvenientes a la compra.
—Comprendo.
—Y ahora, tal como nosotros temíamos, hay dificultades. Creo que actualmente damos motivo de queja a los americanos. En Washington hay personas que están molestas. Nosotros no deseamos eso.
—¿No esperaban que Washington hiciera objeciones?
Mr. Yoshida se encogió de hombros con gesto de duda.
—Nuestros países son diferentes. En el Japón sabemos a qué atenernos. Aquí siempre hay un individuo que puede tener otra opinión y exponerla. Pero la «Akai Ceramics» no desea esa publicidad. Ahora resulta violento.
—Parece como si desearan ustedes echarse atrás —dijo Connor asintiendo con aire de comprensión.
—En la central muchos me critican por no saber lo que iba a ocurrir. Pero yo les digo que es imposible saberlo. Washington no tiene una política definida. Cambia de un día para otro, según las circunstancias. —Sonrió y agregó—: Por lo menos, ésta es nuestra impresión.
—¿Espera usted que la operación se realice?
—No puedo responder a eso. Quizá las críticas de Washington pesen demasiado. Como ustedes saben, el Gobierno de Tokyo quiere ser amigo de Estados Unidos. Ellos nos presionan para que no hagamos compras que enojen a Norteamérica, compras que generen críticas contra nosotros, como las del Rockefeller Center y los «Estudios Universal». Nos piden que seamos
yójin-bukai
. Quiere decir…
—Discretos —apuntó Connor.
—Cuidadosos. Sí. Precavidos. —Miró a Connor—. ¿Habla japonés?
—Un poco.
Yoshida asintió. Durante un momento, pareció que iba a seguir en japonés, pero no fue así.
—Nosotros deseamos mantener relaciones amistosas —dijo—. No nos parecen justas las críticas que se nos hacen. La empresa «Darley-Higgins» tiene muchas dificultades financieras. Quizá mala administración, quizás otra causa, no sé. Pero no es culpa nuestra. Nosotros no somos los responsables. No fuimos a buscar a la «MicroCon» sino que vinieron a ofrecérnosla. Y ahora nos critican por tratar de ayudar —terminó con un suspiro.
En el aeropuerto despegaba un gran reactor. Los cristales tintinearon.
—¿Y los otros licitadores interesados en la compra de la «MicroCon», cuándo se retiraron?
Mr. Yoshida frunció el entrecejo.
—No hubo otros licitadores. La oferta fue hecha en privado. «Darley-Higgins» no querían divulgar sus dificultades financieras. Y nosotros accedimos a sus deseos. Pero ahora… la Prensa publica muchas distorsiones sobre nosotros. Nos sentimos muy…
kega o shita
.
—¿Dolidos?
—Sí.
—Así es como nos sentimos —dijo encogiéndose de hombros—. Espero que entiendan mi deficiente inglés.
Hubo una pausa. En realidad, transcurrió aproximadamente un minuto sin que nadie dijera nada. Connor estaba frente a Yoshida. Yo estaba al lado de Connor. Despegó otro reactor y volvieron a vibrar los cristales. Yoshida suspiró largamente. Connor asintió. Yoshida se echó atrás en el sillón y juntó las manos sobre el vientre. Connor suspiró y gruñó. Yoshida suspiró. Los dos parecían muy concentrados. Algo estaba ocurriendo pero yo no acababa de comprender qué. Me dije que aquello debía de ser la compenetración intuitiva.
Por fin, Yoshida dijo:
—Capitán, quiero que quede claro que la «Akai Ceramics» es una empresa honorable. Que nosotros no estamos involucrados en ninguna… complicación que pueda haber ocurrido. Nuestra posición es difícil, pero yo estoy dispuesto a ayudarle en todo lo que pueda.
—Se lo agradezco —dijo Connor.
—No faltaba más.
Entonces Yoshida se levantó. Connor se levantó. Yo me levanté. Todos nos inclinamos y después nos estrechamos la mano.
—Si en algo puedo servirle, no dude en venir a verme.
—Muchas gracias —dijo Connor.
Yoshida nos acompañó hasta la puerta de su despacho. Nosotros volvimos a inclinarnos y él abrió la puerta.
Al otro lado estaba un norteamericano de cara fresca y unos cuarenta y tantos años. Lo reconocí al instante. Era el rubio que iba en el coche del senador Rowe la noche antes. El que no se había presentado.
—Ah, Richmond-san —dijo Yoshida—. Es una suerte que esté usted aquí. Estos señores preguntan por la «MicroCon»
baishü
. —Se volvió hacia nosotros. Quizá les interese hablar con Mr. Richmond. Su inglés es mucho mejor que el mío. Él podrá darles más detalles que yo.