—¿Qué marca de cigarrillos tiene?
—«Marlboro».
—¿Alguna otra?
—Quizá «Kool». Tendría que mirar. Pero «Marlboro», seguro. ¿Quiere «Marlboro»?
Ted Colé miraba fijamente al japonés. El japonés parecía ajeno a la presencia de Ted.
—¿«Kent»? —preguntó el japonés—. ¿Tiene «Kent lights»?
—No. No tengo «Kent».
—Está bien, pues «Marlboro» —dijo el japonés—. Va bien «Marlboro». —Nos sonrió—. Éste es el país del «Marlboro», ¿verdad?
—Verdad —dijo Connor.
Colé tomó un sorbo de cerveza. Todos guardábamos silencio. El japonés golpeaba el mostrador al compás de la música.
—Muy bueno este sitio —dijo—. Mucho ambiente.
Yo me pregunté de qué estaría hablando el hombre. Aquello era un antro.
El japonés se sentó en el taburete a nuestro lado. Colé examinaba la botella como si en su vida hubiera visto una botella de cerveza. Le daba vueltas entre las manos, dejando círculos en el mostrador.
El camarero trajo los cigarrillos y el japonés arrojó al mostrador un billete de cinco dólares. Nos sonrió.
Connor sacó el encendedor y lo acercó al cigarrillo del hombre. Cuando el japonés se inclinaba sobre la llama, le dijo:
—
Doko kaisha ittenno?
El hombre parpadeó.
—¿Cómo dice?
—
Wakanne no?
—dijo Connor—.
Doko kaisha ittenno?
El hombre sonrió y se bajó del taburete.
—
Soro soro ikanakutewa. Shitsurei shimasu.
—Agitó la mano ligeramente y cruzó el local para reunirse con sus amigos.
—
Dewa mata
—dijo Connor, sentándose en el taburete que había dejado libre el japonés.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Colé.
—Sólo le pregunté para qué empresa trabajaba —dijo Connor—. Pero no quiso decírmelo. Supongo que quería volver con sus amigos. —Connor pasó las manos por debajo de la barra, palpando—. Parece limpio de micros.
Connor miró entonces a Colé diciendo:
—Veamos, Mr. Colé. Decía usted que un supervisor lo relevó. ¿A qué hora?
—A las ocho y cuarto.
—¿Y usted no lo había visto nunca?
—No.
—Y antes de esa hora, mientras estaba de servicio, ¿grababan las cámaras?
—Sí. Las cámaras graban siempre.
—¿Y el supervisor retiró las cintas?
—¿Retirar las cintas? Creo que no. Que yo sepa, las cintas siguen allí.
Nos miraba con extrañeza.
—¿Les interesan esas cintas?
—Sí —dijo Connor…
—El caso es que yo no me fijé en las cintas. Me interesaban los monitores.
—¿Y eso?
—Estaban preparando el edificio para la fiesta y había un montón de detalles de última hora. Y me llamó la atención que retiraran tantas cámaras de seguridad de otras zonas para ponerlas en ese piso.
—¿Qué dice que hacían? —pregunté.
—Ayer por la mañana, esas cámaras no estaban en el piso cuarenta y seis —dijo Colé—. Estaban esparcidas por todo el edificio. Alguien las puso allí durante el día. Es fácil trasladarlas, ¿saben?, como no llevan cables…
—¿Las cámaras no tienen cables?
—No. La transmisión se hace por células en todo el edificio. Lo construyeron así. Por eso no tienen audio ni color: no se puede transmitir toda la amplitud de banda a base de células. De manera que sólo envían la imagen. Pero pueden poner las cámaras donde quieran y ver todo lo que deseen. ¿No lo sabía?
—No —dije.
—Me sorprende que nadie se lo dijera. Es una de las características del edificio de la que están más orgullosos. —Colé se bebió la cerveza—. Lo único que me intriga es por qué sacaron cinco cámaras de otros puntos del edificio y las pusieron en el piso de
encima
de la fiesta. No puede ser por motivos de seguridad. Porque, más allá de un piso equis, se pueden condenar los ascensores. O sea que, por seguridad, las cámaras tendrían que estar en los pisos de
más abajo
de la fiesta. No en los de más arriba.
—Pero los ascensores no se condenaron.
—No. Yo mismo lo encontré raro. —Miró a los japoneses que estaban al otro lado de la sala—. Empieza a ser hora de que me vaya —dijo.
—Bien —dijo Connor—. Ha sido usted una gran ayuda, Mr. Colé. Tal vez tengamos que volver a interrogarle…
—Les anotaré mi número de teléfono —dijo Colé escribiendo en una servilleta de papel.
—¿Y su dirección?
—Sí, pero en realidad voy a estar unos días fuera. Mi madre ha estado enferma y me ha pedido que la lleve a México unos días. Probablemente, nos marcharemos este fin de semana.
—¿Para mucho tiempo?
—Una semana. Me quedan unos días de vacaciones y me parece un buen momento para tomarlos.
—Desde luego —dijo Connor—. Lo comprendo. Gracias otra vez. —Estrechó la mano a Colé y le dio una palmada en el hombro—. Y cuídese usted
también
.
—Oh, descuide.
—No beba más y conduzca con cuidado cuando regrese a su casa. —Hizo una pausa—. O adonde decida ir esta noche.
—Creo que tiene usted razón —dijo Colé moviendo la cabeza—. No es mala idea.
—Sé que tengo razón.
Colé me dio la mano. Connor ya iba hacia la puerta.
—La verdad, no sé por qué se preocupan —dijo Colé.
—¿Por las cintas?
—Por los japoneses. ¿Qué pueden ustedes hacer? Nos llevan la delantera en todos los campos. Y tienen en el bolsillo a los peces gordos. Ya no podemos ganarles la mano. Ustedes dos no podrán con ellos. Son muy buenos.
Fuera, debajo del letrero luminoso que crepitaba, Connor dijo:
—Vamos, que el tiempo vuela.
Subimos al coche. Él me tendió la servilleta de papel. Tenía escrito, en letras de imprenta:
HAN ROBADO LAS CINTAS.
—Andando —dijo Connor. Yo puse en marcha el coche.
El telediario de las once de la noche había terminado y la redacción estaba casi desierta. Connor y yo fuimos por el pasillo hasta el estudio de sonido, en donde todavía estaba iluminado el letrero: En antena-Noticias.
En el monitor se estaba repitiendo la emisión de la noche sin sonido. El presentador señalaba la pantalla.
—Yo no me chupo el dedo, Bobby. Yo, en estas cosas, me fijo. Tres noches seguidas ella ha abierto y ha cerrado el programa. —Echó el cuerpo hacia atrás y cruzó los brazos—. Estoy esperando lo que tengas que decir, Bobby.
Bob Arthur, mi amigo, el fornido y cansado productor de las noticias de las once, bebió un sorbo de whisky seco de un vaso tan grande como su puño.
—Jim, la cosa vino rodada —dijo.
—Y un huevo, vino rodada —dijo el presentador.
La presentadora era una pelirroja espectacular con una figura impresionante. Recogía sus papeles con parsimonia, con el oído atento a la conversación entre Bob y su compañero.
—En mi contrato está bien claro. La mitad de las introducciones y la mitad de los cierres. Es contractual.
—Pero, Jim —dijo el productor—•, esta noche el programa ha empezado por los desfiles de alta costura de París y la fiesta de la «Nakamoto». Son temas de interés humano.
—Hubiera tenido que ser el asesino múltiple.
—Se aplazó su acusación. Además, el público está harto de asesinos múltiples.
—¿Que el público está harto de asesinos múltiples? —dijo el presentador con incredulidad—. ¿De dónde has sacado la idea?
—Puedes comprobarlo por ti mismo en los sondeos, Jim. Se ha abusado de los asesinatos múltiples. El público se preocupa por la economía. No quiere saber nada más de asesinos múltiples.
—¿Y porque el público se preocupa por la economía nosotros entramos con la «Nakamoto» y la moda de París?
—Exactamente, Jim —dijo Bob Arthur—. En los tiempos difíciles hay que poner grandes saraos. Es lo que quiere ver el público: moda y lujo.
El presentador dijo con cara hosca:
—Yo soy periodista; yo estoy aquí para cubrir las noticias fuertes, no modas.
—Exactamente, Jim —dijo el productor—. Por eso Liz hizo esta noche la introducción. Queremos reservar tu imagen para las noticias fuertes.
—Cuando Teddy Roosevelt sacó al país de la Gran Depresión no lo hizo con modas y lujo.
—Franklin Roosevelt.
—El que fuera. Tú ya sabes a lo que me refiero. Si el público está preocupado, informemos de economía. Balanza de pagos y esas cosas.
—De acuerdo, Jim. Pero es el telediario de las once de la noche para el mercado local, y la gente no quiere oír…
—Pues eso es lo malo de América —sentenció el presentador, agitando el índice—. La gente no quiere oír las verdaderas noticias.
—Cierto, Jim, estás en lo cierto. —Bob pasó el brazo por los hombros del presentador—. Ahora descansa un poco, ¿de acuerdo? Mañana hablaremos.
Esto pareció ser una especie de señal, porque la presentadora dejó de arreglar sus papeles y se marchó.
—Yo soy periodista —dijo el presentador—. Yo sólo quiero hacer mi trabajo como un buen profesional.
—El muy zoquete… —murmuró Bob Arthur mientras nos llevaba por un pasillo— Teddy Roosevelt. Dios. No son periodistas. Son actores. Y cuentan sus líneas lo mismo que los actores. —Suspiró y tomó otro trago de escocés. Ahora dime otra vez, ¿qué es lo que queréis ver?
—La cinta de la inauguración del edificio «Nakamoto».
—¿Te refieres al reportaje que dimos esta noche?
—No; queremos ver las grabaciones originales.
—Los carretes originales. Jo, espero que todavía los tengamos. Que no los hayan borrado.
—¿Tan pronto?
—Es que grabamos cuarenta carretes al día. La mayoría los borramos inmediatamente. Antes los guardábamos una semana, pero hay que reducir costes.
En una de las paredes laterales de la redacción había estanterías con cartuchos «Betamax». Bob pasó el dedo por las etiquetas.
—«Nakamoto»… «Nakamoto»… No; no las veo. —Pasó por su lado una mujer—. Cindy, ¿está Rick?
—No; ya se fue a casa. ¿Necesitas algo?
—Las cintas «Nakamoto». No están en la estantería.
—Mira en el despacho de Don. Él las editó.
—De acuerdo. —Bob nos llevó a las cabinas de edición, situadas al otro lado de la redacción. Abrió una puerta y entramos en un cuartito desordenado, con dos monitores, varios estantes de cintas y una consola de edición. Diseminadas por el suelo había cajas de cintas. Bob rebuscó en ellas—. Vaya, habéis tenido suerte. Originales de cámara. Hay mucho. Llamaré a Jenny para que os las comente.
Es
nuestra mejor especialista en personalidades. Conoce a todo el mundo. —Se asomó a la puerta—. ¿Jenny? ¡Jenny!
—Bueno, vamos a ver —dijo Jenny Gonzales minutos después. Era una mujer de unos cuarenta y tantos años, fornida y con gafas. Repasó las notas del editor y frunció la frente—. Por más que le digas, no hay forma de que anoten las cosas como es debido… Vaya, por fin. Cuatro cintas. Dos de la llegada de los coches. Dos de la fiesta en sí. ¿Qué quieren ver?
—Empecemos por la llegada de los coches. —Connor miró el reloj—. ¿Podría pasarlo rápido? Tenemos prisa.
—Tan rápido como quieran. Estoy acostumbrada. Lo pasaremos a máxima velocidad.
La mujer oprimió un botón. Vimos llegar limusinas, puertas que se abrían bruscamente, gente que se apeaba y se alejaba con celeridad espasmódica.
—¿Buscan a alguien en particular? Porque veo que durante la edición alguien marcó los trozos de cinta en los que aparecen las celebridades.
—No buscamos celebridades —dije.
—Lástima. Probablemente, es a los únicos que se grabó. —Mientras mirábamos la cinta, Jenny iba diciendo—: El senador Kennedy. Ha adelgazado un poco, ¿verdad? Zas, se fue. Y el senador Morton. Parece estar en buena forma. No es de extrañar. Su horripilante asistente. Me da dentera. El senador Rowe, sin su esposa, como de costumbre. Tom Hanks. No conozco a ese japonés.
—Arata Masagawa —dijo Connor—. Vicepresidente de la «Mitsui».
—Ahí va el senador Chalmers. El trasplante de pelo le prospera. El diputado Levine. El diputado Daniels. Sobrio, para variar. ¿Saben?, me sorprende que la «Nakamoto» consiguiera que viniera a su fiesta tanta gente de Washington.
—¿Por qué lo dice?
—Si bien se mira, no es más que la inauguración de un edificio. Un acto empresarial. En la Costa Oeste. Y, en estos momentos, la «Nakamoto» está en entredicho. Barbra Streisand. No sé quién es el que la acompaña.
—¿En entredicho la «Nakamoto»? ¿Por qué?
—Por la venta de la «MicroCon».
—¿Qué es la «MicroCon»?
—La «MicroCon» es una empresa norteamericana que fabrica componentes para ordenadores. Una compañía japonesa, la «Akai Ceramics», trata de comprarla. El Congreso se opone a la venta porque teme que Norteamérica pierda tecnología ante el Japón.
—¿Y eso qué tiene que ver con la «Nakamoto»?
—La «Akai» es una filial de la «Nakamoto». —Se acabó la primera cinta que fue expulsada del aparato. ¿No han visto nada que les interesara?
—No. Sigamos.
—Bien. —Ella introdujo la segunda cinta—. Lo cierto es que me sorprende la cantidad de senadores y diputados que se han dejado ver esta noche en la fiesta. Allá vamos. Más coches que llegan. Roger Hillerman, subsecretario de Estado para asuntos del Pacífico. Con él va su ayudante. Kinichi Hiako, cónsul general del Japón en Los Ángeles. Richard Meier, arquitecto. Trabaja para la Getty. A ésa no la conozco. Un japonés…
—Hisashi Konawa —dijo Connor—, vicepresidente de «Honda USA»
—Oh, sí —dijo Jenny—. Lleva aquí unos tres años. Probablemente, no tardará en regresar a su país. Edna Morris, la presidenta de la delegación de Estados Unidos en las conversaciones del GATT, ya saben, el convenio sobre comercio y tarifas. No comprendo qué ha venido a hacer aquí: existe un conflicto de intereses. Pero ahí la tienen, toda sonrisas y tan campante. Chuck Norris. Eddie Sakamura, una especie de play-boy local. No conozco a la que está con él. Tom Cruise, con su esposa australiana. Y Madonna, desde luego.
En la cinta acelerada, los flashes prácticamente se encadenaban sin solución de continuidad mientras Madonna se apeaba de la limusina y posaba.
—¿Quieren que lo pase más despacio? ¿Les interesa esto?
—Esta noche, no —dijo Connor.
—Bien, probablemente haya mucho de ella —dijo Jenny. Oprimió el pulsador de máxima velocidad y las imágenes del monitor se diluyeron en una masa gris. Cuando volvió a pulsar, Madonna se dirigía hacia el ascensor con acelerado contoneo, apoyándose en el brazo de un esbelto mozo hispánico con bigote. La imagen se borró mientras la cámara giraba de nuevo hacia la calle. Luego volvió a estabilizarse.