Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (54 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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El torbellino blanco que se formaba durante el vertigi­noso viaje mágico desapareció y fue reemplazado por una neblina color verde oscuro. A medida que la bruma verde se fue concretando, Nevarth Ahmaquissar percibió que la familiar magia del bosque de Siempre Unidos lo envolvía, como para darle la bienvenida.

Sin embargo, esta vez había algo raro. El elfo oyó un débil sonido, chillidos y gritos como de un animal he­rido. Nevarth los siguió hasta el borde de ún ancho hoyo.

Dentro, sangrando por una docena de heridas había un enorme jabalí, enloquecido por el dolor y el miedo.

El elfo frunció el entrecejo. Los suyos no tenían por cos­tumbre cazar con ese tipo de trampas, pues se corría el riesgo de que un animal quedara atrapado en ella herido e indefenso. Al examinar al animal, se dio cuenta de que aún era peor. Al parecer, las heridas habían sido infligidas por flechas y lanzas elfas. Alguien había herido deliberadamente al jabalí y después lo había abandonado allí. ¿Pero por qué?

El débil sonido de unas botas elfas lo alertó. Quizá la respuesta se acercaba. Nevarth se ocultó raudo entre el denso follaje y se agachó, con las orejas bien abiertas.

—¿Está lista la trampa? —preguntó un elfo joven. La voz era melodiosa y refinada.

Nevarth trató de ver quién había hablado, pero la espesa cortina de hojas le impedía ver.

—Tal como quedamos —respondió otro elfo—. El rey Zaor vendrá solo. De eso estoy seguro. Cuando pase entre los robles gemelos, cosa que debe hacer para llegar al pabe­llón, las cuerdas elevarán la red situada bajo el jabalí. Al verse fuera del hoyo, el animal, enloquecido por el dolor, atacará cualquier cosa que tenga cerca. ¡Ningún elfo, ni si­quiera Zaor Flor de Luna, es rival para un jabalí herido!

—Es un animal aterrador y dispuesto para luchar —co­mentó el primer elfo—. Buen trabajo, Fenian.

—Espero que el dolor y la rabia que siente el jabalí im­pida que caiga bajo el hechizo del rey —dijo con voz preo­cupada el llamado Fenian—. Mi padre conoció a Zaor en Cormanthyr y me dijo que no había otro guardián como él. ¿Crees que será capaz de domar a esa bestia?

—Lo dudo. —El primer elfo rió—. E incluso si consi­gue domarlo o matarlo, no encontrará despejado el camino de vuelta a Leuthilspar. Tengo otras trampas preparadas para él. En caso necesario, me encantará matarlo personal­mente. Mi madre me pidió que no acabara yo mismo con el gris, pues siempre existe la posibilidad de ser descubierto, pero ojalá pudiera. ¿Acaso no he jurado acabar con todos y cada uno de los pretendientes grises al trono?

Nevarth no pudo soportar más. Salió de golpe de su es­condite, desenvainando la espada al tiempo que se precipi­taba hacia los traidores.

Ellos miraron al elfo de la luna con el desconcierto pin­tado en sus caras. Asombrado, Nevarth se dio cuenta de que conocía a uno de los traidores. Fenian Ni'Tessine ha­bía abandonado Siempre Unidos años atrás junto con su clan dorado para ir a instalarse en los bosques de Cor­manthyr. El otro, un dorado algo más joven, también le re­sultaba familiar, pero no lograba recordar quién era.

Ambos dorados desenvainaron sus aceros. En un acuerdo tácito, se abrieron, obligando a Nevarth a elegir un solo ri­val. El elfo de la luna escogió a Fenian y arremetió con la es­pada en alto, listo para descargarla.

Como Nevarth esperaba, Fenian alzó su arma a fin de parar la estocada. El elfo de la luna golpeó con gran fuerza, y las espadas chocaron lanzando chispas hacia las sombras del bosque. Antes de que el traidor pudiera recuperarse y liberar la espada, Nevarth se sacó un largo cuchillo del cinto y se dispuso a clavarlo por debajo de las espadas en­trelazadas.

Pero el segundo elfo dorado frustró sus planes al cau­sarle un profundo corte en la palma de la mano que soste­nía el cuchillo. El elfo de la luna trazó un amplio arco con el brazo y, de un modo u otro, logró propinar a su atacante un soberano puñetazo en pleno rostro. Entonces giró para enfrentarse cara a cara con los dos dorados, apostados con las espadas en alto como gatos al acecho.

Nevarth hizo lo que pudo, pero su espada y cuchillo no podían contrarrestar las dos espadas de los traidores. Una y otra vez éstos superaban sus defensas y le dejaban largos re­gueros de sangre en brazos, pecho y cara.

No obstante, Nevarth seguía luchando, no sólo por su vida sino también para salvar al rey. Tenía que sobrevivir o Zaor caería en la trampa.

Una voz femenina pronunció su nombre y, de pronto, Nevarth supo que había ganado.

—Es Amlaruil, la Gran Maga —informó a los traido­res, hablando entre el rápido intercambio de estocadas—. Podéis daros por muertos.

En el rostro del elfo más joven asomó una expresión de profundo odio, pero retrocedió ágilmente ante la espada de Nevarth y gritó:

—¡Fenian, a los árboles! Dejemos que. la puta del rey encuentre a su campeón muerto. ¡La abatirás con una fle­cha mientras lamente su muerte!

A Nevarth le pareció un poco presuntuoso, teniendo en cuenta que seguía muy vivo. Pero apenas había acabado de formular ese pensamiento cuando el elfo dorado se volvió, blandiendo la espada en el aire con tal rapidez que dejaba una estela plateada. Nevarth no sintió el corte, pero le pa­reció que el suelo empapado de sangre iba a su encuentro. En un rincón de su mente, que se iba apagando, vio al do­rado envainar la espada y fundirse con el bosque.

El elfo de la luna trató de avisar a Amlaruil, trató de ale­jarla de allí, trató de decirle que se marchara cuando se arrodilló a su lado. Pero sentía un frío glacial en el cuerpo, y sus brazos y piernas ya no le respondían. De su garganta sesgada no podían salir las palabras.

Tuvo un breve pensamiento para su Araushnee pero, extrañamente, no pudo evocar una imagen de su rostro. La luz se apagó ante sus ojos, hasta que lo único que vio fue una imagen del reluciente rubí que llevaba y una terri­ble sensación de profundo fracaso. Amlaruil moriría por su culpa.

«Sí, morirá, y con ella todos los hijos de Corellon.» Una voz exultante, que le era muy familiar, resonó en su mente.

Entonces oyó que Amlaruil tomaba aire, sobresaltada, y se dio cuenta de que también ella había oído esa voz oscura y aterciopelada. De pronto enmudeció y abandonó su des­garrado cuerpo.

Amlaruil contempló incrédulamente al elfo muerto, tratando desesperadamente de imaginarse qué habría ocurrido. Se había producido una encarnizada lucha, ella misma había oído el entrechocar de las espadas desde el cercano pabellón. Sus enemigos no podían andar muy le­jos. ¿Y qué era esa terrible y perversa voz, esa sensación de magia oscura y maligna que envolvía al elfo como un aura?

Debía hallar las respuestas usando cualquier medio a su alcance. La maga respiró hondo y se dispuso a hacer algo que para todos los elfos era anatema: interferir con la otra vida. Demorar el paso a Arvandor, fuera por la razón que fuese, era algo terrible. Pero Amlaruil sabía que debía hacerlo.

Ella no era una sacerdotisa, pero la unía un vínculo pro­fundo y directo con el Seldarine. Así pues, proyectó sus pensamientos al camino a Arvandor que Nevarth debía de estar recorriendo.

En la neblina gris entre el mundo mortal y el inmortal, la maga percibió el vacilante espíritu del elfo de la luna. Entonces le apremió para saber qué había ocurrido. Ne­varth le respondió sin palabras, transfiriéndole sus pensa­mientos, sus miedos y fracasos. Le comunicó el nombre que conocía —Fenian— y le informó que había más trai­dores. Asimismo le reveló sus remordimientos, sus espe­ranzas y sus sueños más preciados. La información invadió la mente de Amlaruil y un nombre, un nombre proce­dente de la mitología elfa, se destacó. Una sensación de miedo y absoluto terror se apoderó de ella al darse cuenta de lo que Nevarth había traído a Siempre Unidos. No obs­tante, el mensaje más urgente del espíritu, que ya se ale­jaba, no fue sobre la diosa Araushnee sino sobre un peligro mortal más inmediato.

Actuando instintivamente, Amlaruil empujó a un lado el cuerpo de Nevarth y rodó sobre sí misma. Dos flechas se clavaron en rápida sucesión en el elfo de la luna muerto.

La Gran Maga se puso de pie de un salto. En sus ojos azules brillaba una luz guerrera, y tenía las manos extendi­das. De las puntas de sus dedos brotó una pequeña des­carga de energía, que chisporroteó hacia el lugar del que procedían los proyectiles. Un grito de dolor resonó en el bosque, y las hojas de los árboles crujieron cuando los ene­migos ocultos huyeron.

Por un instante Amlaruil se sintió tentada de perseguir­los. Pero debía atender un asunto más urgente: Zaor se en­contraba en grave peligro. Nevarth desconocía la ubicación y la naturaleza de las trampas que los traidores habían ten­dido al rey, por lo que ella poca cosa podía hacer para frus­trarlas. Tampoco sabía dónde estaba Zaor ni contaba con los medios para comunicarse con él por medio de la magia.

Pero había alguien que sí lo sabía. Amlaruil se preparó para la confrontación que le esperaba. Nunca se había pre­sentado ante la esposa de Zaor, ni siquiera una vez. Pero Lydi'aleera llevaba una runa sintonizada con el rey, un re­galo de las Torres creado por la misma Amlaruil.

La Gran Maga se inclinó y tomó en sus brazos el cuerpo sin vida de Nevarth. Con los ojos cerrados, murmuró la frase que reuniría los hilos plateados de magia y los trans­portaría a ambos al mismo corazón de la corte elfa.

En el Palacio de Ópalo fue recibida por el discordante sonido de cuerdas de arpa y un grito que era una mezcla de terror y asco. La maga abrió los ojos, levantó la mirada y se encontró con la cara pálida y asustada de la reina de Zaor.

El hechizo que había tejido Amlaruil estaba pensado para llevarla a presencia de la portadora de la runa. Había sorprendido a la reina Lydi'aleera a solas y ociosa, repo­sando en una sala repleta de obras de arte y maravillosos instrumentos musicales. La reina se había puesto de pie de un salto, tumbando tanto el banco acolchado en el que es­taba sentada como el arpa dorada que tenía delante. Tenía los ojos muy abiertos y clavados en el elfo muerto.

Amlaruil se levantó ante la esposa de Zaor con toda la dignidad de la que fue capaz. Fue perfectamente cons­ciente del resentimiento que se reflejó en los ojos de Ly­di'aleera al reconocer a su visitante, y el desdén con que miró el desaliñado aspecto de la maga y su ropa manchada de sangre.

—Pido perdón por esta intrusión, milady —dijo Am­laruil—, pero me trae un asunto de la máxima urgencia. Debéis poneros en contacto enseguida con el rey.

La reina levantó el mentón con altivez.

—¿Quién eres tú para decirme qué debo hacer? —re­plicó con una mezcla de odio y altanería que hubiera de­jado helada a Amlaruil, de no tener preocupaciones mu­cho más importantes.

—Con este anillo puedes hablar con Zaor. ¡Hazlo o morirá! —exclamó la maga, agarrando con fuerza la pe­queña mano blanca de la reina y dándole la vuelta, para que la runa elfa quedara bien a la vista—. Hay traidores y trampas que lo aguardan. No sé exactamente cuántas son ni dónde están. ¡Pero tiene que volver enseguida!

Finalmente la urgencia en la voz de Amlaruil empezó a traspasar la nube de resentimiento que envolvía a la reina. Una leve sonrisa taimada alzó las comisuras de sus labios.

—Muy bien, haré lo que me sugieres —accedió la rei­na—, pero a cambio de algo.

—¿Vas a poner precio a la vida de Zaor? —preguntó Amlaruil incrédulamente, al tiempo que retrocedía.

—¿Acaso mi propia vida no tiene valor? —repuso Ly­di'aleera con voz estridente—. ¿Qué pasa conmigo? ¿Valgo tan poco que debo quedarme de brazos cruzados mientras la hija de otra mujer se convierte en la heredera de mi es­poso?

—Si no haces algo ahora, Ilyrana heredará mucho antes de lo que tú o yo deseamos —señaló la maga, cambiando de táctica.

—No cargues sobre mi conciencia a esa pequeña arpía —dijo la reina entre dientes—. ¡Yo no tengo nada que ver con ella y juro que jamás subirá al trono! ¡Lo juro!

—Eso está en manos de los dioses. Pero la vida de Zaor está en tus manos. Di lo que quieres. Rápido —dijo Am­laruil, dispuesta a hacer cualquier cosa para calmar a la reina.

Lydi'aleera se dio cuenta y una débil sonrisa felina ilu­minó su delgado rostro.

—De acuerdo. ¡Quiero una poción que haga que Zaor sólo me quiera a mí, y otra que me haga concebir un here­dero para Siempre Unidos! ¡Mi heredero!

21
La espada de Zaor

—¿Cómo puedes pedir eso ahora? —Amlaruil no daba crédito a lo que acababa de oír—. ¿Cómo puedes pensar en algo más que en salvar la vida del rey?

—¡Daré a Zaor un heredero legítimo! —afirmó Lydi'a­leera implacable—. Seguro que tú, la subdita más devota del rey, no deseas menos para él.

—¡Zaor ya tiene una heredera, y tú lo sabes! Me has quitado a mi hija. ¿Qué más quieres?

—Sólo un poco de magia —respondió Lydi'aleera, en­cogiéndose de hombros—. Una poción. Cualquier hechi­cera del bosque, cualquier vieja bruja podría mezclar algu­nas hierbas y obtener el mismo efecto.

—Si así lo crees, ¿por qué me lo pides a mí? ¿Acaso por despecho?

—¡Recuerda cuál es tu lugar, maga, y cuida tu lengua! —estalló Lydi'aleera, con su pálida faz encendida.

—Mi lugar está en las Torres —replicó Amlaruil con voz tensa—. Permitidme que regrese allí de inmediato.

La reina se adelantó con la mano extendida, de modo que Amlaruil viera el anillo encantado. Sus pálidos ojos te­nían una mirada resuelta.

—Puedes irte. ¡Pero hazlo sabiendo que serás la culpa­ble de que nuestro amado rey muera! Dame lo que quiero y lo avisaré del peligro. Si no prometes que me darás lo que quiero, Zaor morirá, y ambas lo perderemos. Lo prefiero a que las cosas sigan como hasta ahora.

Las miradas de ambas elfas quedaron prendidas en una silenciosa pero feroz batalla. Finalmente, Amlaruil inclinó la cabeza, vencida.

—Lo prometo. Avisa al rey y tendrás tus pociones.

Con una sonrisa de triunfo, la reina se llevó el anillo a los labios y pronunció una única palabra arcana. El anillo empezó a brillar con una suave magia. Un momento des­pués la voz de Zaor se oyó en la sala.

—¿En qué puedo serviros, reina Lydi'aleera? —pre­guntó el elfo en un tono formal y distante.

—Mi señor rey, tengo graves noticias —repuso la reina, sin dejar de mirar a Amlaruil y con una leve sonrisa de su­ficiencia—. ¿Estáis solo?

—Sí. Podéis hablar libremente.

Al oír esas palabras la inquietud de Amlaruil se acre­centó. ¿Qué había llevado al rey a internarse solo en el bos­que? ¿Dónde estaba Myronthilar Lanza de Plata, su guar­dia personal?

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