Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (51 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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—Con su permiso, lady Nimesin, debo ir a palacio —dijo Montagor, levantándose—. La reina debe saber que la princesa llegará antes de lo que estaba previsto.

Mientras se dirigía apresuradamente al Palacio de Ópalo por las calles de Leuthilspar, Montagor pensó que, irónica­mente, sus últimas palabras contenían más verdad de lo que Vashti Nimesin podía suponer.

19
Las Torres del Sol y la Luna

Amlaruil, sola en su alcoba de la Torre de la Luna, con­templaba el retrato enmarcado que tenía entre las manos. Era una pintura de pequeñas dimensiones de Ilyrana de bebé, que uno de los estudiantes de mago le había regalado hacía pocos años.

La Gran Maga estudiaba el rostro de su única hija, bus­cando, como tantas veces, algún vínculo invisible entre ella misma y Zaor. Pero Ilyrana siempre había sido y siem­pre sería ella.

Amlaruil nunca había visto unos colores tan hermosos como los de su hija. Su rostro se asemejaba al ópalo que le daba nombre: blanco puro con leves toques de colores pas­tel, que casi parecían reflejos; azul muy pálido en sus angu­losas facciones; una pincelada rosa en los labios y las de­presiones de las mejillas; y un toque verde que brillaba entre sus rizos blancos. Ilyrana era tan hermosa, y casi tan remota, como los mismos dioses.

Con un suspiro, Amlaruil dejó a un lado el retrato y se reprochó en silencio la terrible sensación de pérdida que le provocaba la ausencia de su hija, que la había dejado como insensibilizada. ¡Probablemente no era más que egoísmo!

Ya mientras lo pensaba, Amlaruil supo que no era cierto. Si su hija hubiera ido a la arboleda de Corellon a es­tudiar para sacerdotisa, también la habría echado de me­nos, pero se hubiera consolado con la idea de que Ilyrana seguía el camino que había elegido. Pero no podía reconci­liarse con el hecho de que la muchacha hubiera sido lle-

vada a la corte de Leuthilspar, en contra de sus propios de­seos, para ser educada como princesa.

A Amlaruil le parecía que había motivos de preocupa­ción. Algo sí había heredado Ilyrana de su madre: la joven estaba profundamente ligada al Seldarine, tanto que mu­chas veces parecía estar muy lejos de los elfos mortales que la rodeaban. ¿Cómo le iría entre los cortesanos, sólo inte­resados por sus frivolos y mezquinos asuntos? ¡En el pala­cio de la reina Lydi'aleera, la misteriosa y casi sobrenatural Ilyrana debía de sentirse como un unicornio en una jaula o un geniecillo atrapado en un vaso!

Una suave llamada a la puerta interrumpió las amargas reflexiones de la maga.

—¿Milady? Me han enviado a comunicaros que la cena está servida —dijo vacilante una voz masculina desde el exterior.

Amlaruil se sobresaltó y se sintió culpable. ¿La cena ya? Un día más había transcurrido casi sin darse cuenta.

La maga se levantó, se arregló los pliegues del manto e invitó al muchacho que había hablado a entrar. Tanyl Eva­nara, un joven elfo dorado con esbeltos brazos y piernas que prometían una gracia y una estatura fuera de lo co­rriente, se deslizó dentro.

—Perdonad que os importune, milady —dijo, y su mi­rada recayó inmediatamente en el retrato de Ilyrana.

—No pasa nada —dijo Amlaruil, suavizando sus pala­bras con una sonrisa—. Tú sólo haces lo que te piden, y muy bien, como de costumbre. ¿Estás progresando en tus estudios?

—¡Shanyrria Alenuath dice que, si quiero, puedo con­vertirme en un rapsoda de la espada! —La faz del mucha­cho se iluminó con una sonrisa—. ¡Dice que poseo la voz y la destreza con la espada adecuadas!

—Estoy segura de que tiene razón —dijo Amlaruil, pero se preguntó si las palabras de la apasionada rapsoda de la espada eran más fruto del impulso que de la refle­xión. La joven Shanyrria tenía tendencia a ello. No obs­tante, era cierto que Tanyl prometía tanto en el uso de las armas como en el de magia cantora y, quizás, ése era su ca­mino. Un rapsoda de la espada conjugaba magia, música y lucha en una técnica elfa única y, en muchos .aspectos, era el epítome del guerrero elfo. No se trataba simplemente de un estilo de lucha, sino de una filosofía, y Amlaruil no po­día imaginarse al gregario Tanyl convertido en un guerrero reservado y autosuficiente.

—Estoy segura de que Shanyrria no se equivoca sobre tu potencial —repitió Amlaruil—, pero recuerda que eres tú quien debe elegir tu camino. El que seas capaz de hacer algo no significa que tengas que hacerlo.

—Lo recordaré —dijo el joven en tono sombrío y el en­trecejo fruncido. Entonces se inclinó ante Amlaruil y le ofreció el brazo con la gracia de un cortesano.

»Debo acompañaros al comedor. Tenéis que comer, bueno, eso dice Nakiasha —añadió con una amplia son­risa. De pronto apareció como el muchacho que era. Era evidente que estaba encantado con la confianza que impli­caban sus palabras. ¡Después de todo, incluso la hermosa Gran Maga de las Torres tenía que obedecer a alguien!

Conteniendo una sonrisa, Amlaruil tomó el brazo de Tanyl y juntos bajaron la escalera de caracol que conducía al comedor.

La elfa no pudo evitar preguntarse si el consejo que ha­bía dado a ese joven de gran talento se basaba en la reali­dad. ¿Acaso ella misma había podido elegir su camino? ¿Lo había hecho Ilyrana o Zaor? ¿De hecho, podía hacerlo al­guien?

El suave murmullo de conversaciones que llenaba el co­medor enmudeció casi por completo cuando la Gran Maga hizo acto de presencia. Amlaruil sonrió y dirigió una inclinación de cabeza a los elfos allí reunidos, indicando que continuaran con lo que hacían. Al lado del orgulloso Tanyl, la elfa avanzó hasta el mismo centro de la mesa en forma de espiral. Al tomar asiento entre ellos, la asaltó de pronto una terrible y abrumadora sensación de desola­ción. Nada de aquello le parecía real; ni los elfos que la ro­deaban, ni la comida en el plato, ni siquiera su presencia en la sala.

Amlaruil pinchó un trozo de carne de venado con el te­nedor y fingió que comía. No obstante, sintió sobre ella la mirada desaprobadora de Belstram Durothil.

Un inquietante pensamiento se abrió paso en su mente. El joven noble ocupaba una posición preeminente dentro de su clan e incluso había ocupado un asiento en el Con­sejo, hasta que, de pronto, decidió abandonar la corte de Leuthilspar para estudiar magia en las Torres. Belstram era un pariente próximo de Mylaerla Durothil, la perspicaz matrona que había visto lo que ocurrió entre Zaor y Am­laruil el día anterior a la coronación. Ahora lady Durothil era una de las generalas de confianza de Zaor, pero era po­sible que le hubiera comentado a su pariente el «desastre que había logrado evitar» y que amenazaba la alianza entre los clanes Flor de Luna y Amarilis. Quizás había sido Bels­tram quien había descubierto quién era el padre de Ilyrana y lo había comunicado al Palacio de Ópalo. Desde luego, su llegada a las Torres había sido muy oportuna.

Amlaruil clavó la vista en su plato. De nada serviría que su mirada reflejara la amargura que la embargaba. Muchos miembros de ese clan creían que uno de ellos, o en su defecto un elfo dorado, debía gobernar en las Torres en su lugar.

—¿Os encontráis bien, milady? —preguntó Belstram cortésmente.

—No, y lo sabe muy bien.

Hubo un largo silencio antes de que Amlaruil se diera cuenta de que había pronunciado esas amargas palabras en voz alta. La Gran Maga se obligó a respirar hondo, para tratar de serenarse, y mirar al elfo dorado a los ojos.

—Perdóneme, lord Durothil y también todos vosotros —dijo con una voz clara que llegó a todos los rincones de la sala—. Hablé sin pensar, y sin ninguna mala intención. He estado demasiado absorta en mis propios asuntos, pero esto va a cambiar.

—Me alegro de oír eso, lady Amlaruil. ¿Queréis decir que dejaréis de vivir recluida en las Torres? —insistió Bels­tram—. Ese es un asunto que debemos tratar —continuó acaloradamente, acallando el murmullo de protesta de los magos—. Hace casi quince años que lady Amlaruil no sale de esas Torres, más o menos desde que nació su hija. De hecho, hasta hace poco, ni siquiera se sabía fuera de aquí que tuviera una hija.

—¿Y ahora que todo el mundo lo sabe? —preguntó Amlaruil con voz entrecortada, al tiempo que se levantaba con un movimiento rápido—. Es más, ¿y de qué sirve que se sepa?

—Ahora la casa real tiene una heredera —replicó suave­mente el elfo dorado, levantándose para encararse con la airada maga—. Era algo necesario. Lo que Siempre Uni­dos necesita ahora es una Gran Maga.

La desfachatez de Belstram provocó gritos ahogados en un buen número de elfos, mientras que otros se pusieron de pie para protestar. Como era de prever, la rapsoda de la espada Shanyrria desenvainó al punto su arma, lista para defender el honor de la Señora de las Torres.

Amlaruil miró al elfo dorado, asombrada de que osara desafiarla abiertamente ante todos los magos presentes. Pero todavía la asombró más que el rostro de Belstram no reflejara animosidad ninguna, ni siquiera ambición, sino profunda y genuina preocupación. Ella misma reconocía que el joven Durothil tenía razón.

—Gracias, lord Durothil —dijo dulcemente la elfa con una triste sonrisa en los labios—. Gracias por su sinceri­dad. Sus palabras son duras, pero también justas. No he sido la Gran Maga que Siempre Unidos se merece.

—Me mal interpretáis —repuso Belstram, en aparien­cia sinceramente consternado. Amlaruil se quedó estupe­facta cuando el elfo hincó una rodilla ante ella.

—Os estáis muriendo, lady Amlaruil —le dijo con total franqueza—. Cada día que pasa os acercáis más a Arvan­dor. Siempre Unidos necesita una Gran Maga, pero vos, deliberadamente, priváis a la isla de quizá la mayor Gran Maga que haya gobernado estas Torres. En el pasado pensé que Jannalor Nierde se había equivocado en la elección de su sucesora. No me deis la razón continuando por ese ca­mino.

Durante un largo rato reinó en la sala un silencio total y absoluto. Finalmente, Nakiasha bufó en voz alta:

—Ya era hora de que alguien más, aparte de mí, hablara con sentido común en las Torres. Lo que me lleva a otra cuestión interesante: ¿estás completamente seguro de que no eres un elfo verde disfrazado, Belstram? —preguntó la terca hechicera.

La expresión de consternación que apareció en el rostro de Durothil despertó un ataque de hilaridad en la elfa del bosque.

La hilaridad de Nakiasha era contagiosa, de modo que, paulatinamente, todos los elfos se unieron a las risas, sin­tiéndose al fin liberados. Incluso Belstram esbozó una tí­mida sonrisa mientras se ponía en pie y volvía a su sitio.

Acicateada y también avergonzada por la verdad que encerraban las palabras del joven dorado, Amlaruil tomó de nuevo asiento e hizo un auténtico esfuerzo para tragar unos bocados. Según avanzaba la velada, el tono alegre de la cena derivó en celebración, pues la joven Gran Maga era muy amada y los elfos se sentían profundamente aliviados de haber podido expresar su preocupación por ella.

Mucho más tarde, cuando los elfos bailaban en los jar­dines de las Torres bajo un cielo cuajado de estrellas, Am­laruil se escabulló en dirección al bosque para reflexionar sobre lo ocurrido ese día. Siguiendo un instinto infalible, se encaminó hacia el claro en el que había conocido a Zaor.

La elfa se quedó un largo rato en silencio, recordando aquel primer encuentro y la visión que tuvo en esa oca­sión. Asimismo recordó la noche en la que Laeroth y ella distinguieron en el cielo la estrella llamada Rey Asesino, lo que, paradójicamente, desencadenó los hechos que con­dujeron a la coronación de un monarca elfo.

Y en el claro Zaor la encontró, guiado por Nakiasha. Al contemplar a su amor perdido, el rey comprendió por qué la hechicera lo había mandado llamar.

Amlaruil había sufrido un cambio terrible e inconfun­dible. En el pasado Zaor había sido testigo del tránsito de un elfo a Arvandor, en concreto de su propio padre, un guardián que consagró su vida a la defensa de los bosques de Myth Drannor. Su padre simplemente se esfumó, de­jando tras de sí el fugaz brillo de unas motas plateadas. Amlaruil estaba haciendo algo muy semejante. A la débil y sobrenatural luz de las estrellas, su esbelto cuerpo parecía casi translúcido. Zaor percibió las tenues sombras de aque­llas brillantes motas, que en su caso no eran sólo plateadas sino también doradas, azules, verdes e incluso unos punti-tos relucientes de color obsidiana. A Zaor no lo sorpren­dió, pues para él Amlaruil era la reina no coronada de to­dos los elfos. No obstante, lo embargó una profunda tristeza al pensar no sólo en los años vacíos que había pasado en el Palacio de Ópalo, sino también en los siglos que se exten­dían ante él y que debería vivir privado de su único amor, de su auténtica reina.

—Vuelve a nosotros, Amlaruil —dijo suavemente.

La elfa se dio media vuelta al oír esa voz, sus ojos azules se abrieron mucho por el asombro y se llevó una mano a la garganta. Por un instante miró fijamente a Zaor, como si no estuviera del todo segura de que no fuera una ilusión. Entonces, su enjuto rostro se relajó, y sonrió.

—Sigues caminando tan sigilosamente como un guar­dián, mi señor.

Amlaruil hizo ademán de arrodillarse, pero Zaor se puso junto a ella con unos pocos pasos rápidos. Entonces la cogió por los brazos y la atrajo hacia él.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó con voz ronca y enfadada. La elfa parpadeó.

—Pensaba hacer una reverencia al rey de Siempre Uni­dos —contestó.

—¡No me refiero a eso! Te estás alejando de Siempre Unidos. ¡No voy a permitirlo!

La elfa suspiró, turbada por la angustia que sonaba en la voz de Zaor y porque había dicho la verdad. Agachó la ca­beza y la apoyó en el hombro del guerrero. Los brazos del elfo la rodearon.

—Prométeme que vas a quedarte —le pidió Zaor en un tono más suave—. Prométeme que te quedarás en Siem­pre Unidos mientras seas necesaria.

Amlaruil alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

—No sé si puedo prometer algo así, mi señor. Y no creo que ni siquiera el rey de Siempre Unidos pueda pedirlo.

—Da igual. Tú tienes el poder para hacerlo.

Zaor sabía que estaba en lo cierto. Los elfos envejecían muy lentamente, pero parecía que el tiempo apenas pasaba para Amlaruil. Excepto por el peinado y por su mirada triste, seguía siendo la ágil doncella que vislumbrara hacía ya tantos años. Y desde el día que conoció a Ilyrana, le ha­bía acuciado la sospecha de que la muchacha no era del todo mortal. Su hija estaba tocada por los dioses. Zaor per­cibía la profunda comunión y conexión de Ilyrana con el Seldarine, aunque se escapaba a su comprensión. A través de Ilyrana había comprendido mejor la naturaleza de su ma­dre; Amlaruil podría hacer cualquier cosa que se propusiera.

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