Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (61 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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—Vamos —accedió Malar. Agarró a Lloth por la mu­ñeca con una de sus enormes garras y la arrastró con él en pos del monstruo. Los dioses desaparecieron del túnel, para seguir contemplando la batalla en otro plano.

En una habitación del palacio, Maura se retorcía en la silla, sumida en un sueño intranquilo. Había llegado a Leuthilspar acompañando el cuerpo aletargado de la prin­cesa Ilyrana y ahora velaba junto a su cabecera. Pero los te­rribles días de la batalla finalmente le habían pasado fac­tura, y Maura había caído en un turbado sueño.

Incluso en sueños la batalla continuaba. Maura vio a la doncella guerrera que luchaba desesperadamente para tra­tar de detener al monstruo que había atacado la Arboleda de Corellon. El monstruo, que aún llevaba adheridos tro­zos de red plateada, cruzaba dando bramidos el bosque más hermoso que la joven hubiera visto nunca y llegaba a una ciudad tan espléndida que incluso Leuthilspar palide­cía a su lado. El monstruo sólo se paraba para devorar a los valientes elfos que se quedaban retrasados para luchar con­tra él, de modo que los demás pudieran huir. Un elfo alto y de pelo azul, tan parecido a Lamruil que Maura sintió un agudo dolor en el corazón, avanzaba hacia la bestia.

La joven dormida sentía un irresistible deseo de empu­ñar su espada, aunque sabía que poca cosa podría hacer contra tal monstruo. Ni siquiera a la doncella guerrera le iban bien las cosas. Gritando una sola palabra, se inter­puso entre el elfo de pelo azul e Ityak-Ortheel. Maura se encogió cuando la elfa fue despedida a un lado con la fuerza devastadora de uno de los tentáculos del devorador de elfos. La doncella se puso en pie, pero la frente le san­graba por el corte que se había hecho en la caída.

Un terrible coro de chillidos despertó bruscamente a la joven. Instintivamente, supo que no era parte de su sueño. Corrió hacia la ventana y miró al cielo.

Cientos, quizá miles, de horribles criaturas aladas so­brevolaban la ciudad, tapando el sol con sus espantosos cuerpos. Maura contempló, próxima a la desesperación, cómo un enjambre de ellas cubría a un dragón dorado en el aire. La batalla fue encarnizada y terrible, pero al final el dragón fue vencido. El leviatán cayó en picado; sus alas ha­bían sido devoradas por las criaturas sobrenaturales que lo habían atacado. El choque del dragón contra el suelo fue tan violento que el palacio tembló y, sin duda, se dijo Maura, aplastó parte de la ciudad.

La joven escrutó el cielo, tratando de sacar algo en lim­pio del extraño ataque. Aquí y allí vio criaturas agrupadas, formando furiosas nubes oscuras en el cielo, lo que sugería que el resto de los jinetes de dragón —incluso los venera­bles Guardianes llamados para combatir a la flota pirata— pronto correrían la misma suerte.

Maura se estremeció y respiró hondo, al tiempo que se alejaba de la ventana. Sabía que ese día moriría y lo único que la consolaba era saber que Lamruil estaba muy lejos y que la terrible carnicería de elfos que acababa de presen­ciar era sólo un sueño.

Pero al echar un vistazo a la princesa dormida, el cora­zón estuvo a punto de estallarle. El cabello blanco de Ily­rana, que habitualmente relucía con los pálidos colores de un ópalo, se veía ahora oscuro y manchado de sangre, y en su frente había una herida idéntica a la que había sufrido la doncella guerrera.

Ahora comprendía esa única palabra que la doncella gritó, al igual que la semejanza del elfo de pelo azul con Lamruil. Maura giró sobre sus talones y se precipitó hacia la puerta. Si había alguien capaz de detener la carnicería, ésa érala reina.

Y, aun en el caso de que no pudiera hacer nada, tenía derecho a saberlo.

Todos los elfos de Siempre Unidos pugnaban por sacu­dirse el terrible letargo que había caído sobre ellos tras la destrucción de las Torres. Casi todos los archimagos de la isla se habían reunido en las Torres del Sol y la Luna o en la de Sumbrar, una pequeña isla situada al este de Leuthils­par. Los magos habían tejido una poderosa red mágica que sostenía a los guerreros elfos y reforzaba las legendarias de­fensas de la isla. Por si la destrucción de esa red no fuera suficiente catástrofe, las Torres habían sido reducidas a polvo, y los archimagos habían perecido. El consiguiente daño infligido al Tejido, y a todos ellos, era devastador.

De pie en la sala del consejo, Amlaruil observaba a los desconcertados y apenados elfos, inmóviles en las calles de la ciudad y demasiado sorprendidos para reaccionar frente a la aparición de las horrendas criaturas sobrenaturales que de pronto cubrían los cielos.

—Engendros oscuros —murmuró, pues sus informa­dores conocían al dedillo las creaciones mágicas de los ma­gos humanos. Ésas eran obra de los peores entre ellos, de los terribles magos rojos que gobernaban la remota Thay. Amlaruil no necesitaba preguntar qué interés podían tener esos humanos en Siempre Unidos. No era la primera vez que intentaban superar las defensas de la isla. Se habían unido en un devastador ataque con la esperanza de saquear parte de la legendaria riqueza mágica de la isla elfa.

Al pensar en los tesoros elfos —varitas, espadas, obras de arte mágicas, e incluso el Árbol de las Almas— la reina se armó de nueva determinación y fuerza.

Volviéndose hacia Keryth Yelmobruno, le pidió que continuara con el informe interrumpido por la silenciosa explosión mágica. La serena actitud de la reina pareció dar ánimos a sus consejeros. No obstante, las noticias que traía el elfo plateado no eran nada buenas.

La costa norte había caído en manos de seres de la Antí­poda. Los jinetes de dragón de las Colinas de las Águilas hacían progresos contra los sahuagin y los pellejudos que infestaban el río Ardulith, pero la mayoría de los centauros y otras criaturas del bosque habían caído en la batalla. Una fuerza mixta compuesta por humanos y elfos había desem­barcado en Siiluth y marchaba hacia el oeste, en dirección a Drelagara.

—¿Elfos? —inquirió la reina—. ¿Había elfos entre los piratas? ¿Y lograron cruzar nuestras defensas?

—Sí, milady —contestó Keryth, haciendo una mueca—. Nos engañaron. Esos barcos elfos tripulados por elfos que creímos que huían de los piratas, en realidad eran invaso­res. Las bodegas iban llenas de guerreros y hechiceros, prestos para la batalla. Pese a la ayuda de los lytharis y los caballos de la luna, los elfos de Drelagara lo están pasando muy mal.

—¿Y el resto de los barcos? —preguntó la reina, que no se perdía detalle—. Creo que eran seis.

—No lo sabemos —admitió Keryth—. Al parecer, se dividieron después de que lo que quedaba de nuestra flota los ayudara a cruzar las defensas mágicas. Nuestros barcos siguen en el mar, luchando contra los piratas. Contra la flota señuelo —añadió, profundamente disgustado con­sigo mismo.

—Tú no podías saberlo, amigo mío —lo consoló Am­laruil—. Ninguno de nosotros esperaba tal traición de los nuestros. Quizá no debimos ser tan confiados.

—Eso no es todo —dijo el guerrero—. Tres de esos bar­cos se aproximan a Leuthilspar. Están tan cerca que su lí­der nos ha enviado un mensaje con las banderas.

—¿La flota Ala de Estrella no puede detenerlos? —in­quirió la reina, arrugando el ceño.

—No hemos lanzado la flota contra ellos —contestó Keryth—. Creímos que vos no lo desearíais. El mensaje decía que el príncipe Lamruil viaja a bordo.

Kymil Nimesin miró con impaciencia al joven mari­nero humano. Para disgusto del elfo, el mozuelo apenas podía contener la excitación que lo invadía. Ya estaba harto del desbordante entusiasmo de Kaymid. Cuando acabara la batalla de Siempre Unidos, ese maldito mucha­cho sería el primer humano al que traspasaría con su es­pada.

—¿Tienes algo que decir? —preguntó fríamente.

—El príncipe elfo quiere veros —respondió Kaymid, dándose importancia.

Eso interesó a Kymil. El joven Lamruil no había inter­cambiado más de dos palabras con su antiguo maestro de armas desde el día en que cayera en la trampa del dorado. Cabizbajo y resentido, se había comportado en todo mo­mento como un joven príncipe mimado al que se le ne­gaba un capricho.

El elfo dorado siguió a Kaymid a la bodega, donde Lam­ruil estaba encerrado. Por un momento Kymil contempló al joven elfo sentado en el suelo de su celda, disfrutando de su maltrecho aspecto. Durante la travesía apenas había re­cibido comida y agua. Pero, aunque mucho más delgado y más débil que al inicio del viaje, Lamruil seguía siendo más corpulento que la mayoría de los elfos que Kymil po­día nombrar.

—¿Y bien? ¿Qué quieres?

Lamruil alzó la vista y Kymil retrocedió involuntaria­mente ante la sombría intensidad que reflejaban los ojos azules del príncipe.

—Mi vida —contestó Lamruil fríamente—. Y estoy dispuesto a pagar el precio que sea para conservarla.

—¿Qué puedes ofrecerme? —Kymil se sentía inclinado a creerlo—. Aún eres un peón útil para mí y, si juego bien, podría intercambiarlo por una reina.

—Subestimas a Amlaruil —replicó Lamruil en tono firme—. Ella haría cualquier cosa para salvar Siempre Unidos. Y, puesto que ella y yo discrepamos en muchos asuntos, dudo de que derrame muchas lágrimas por mí. —Con una sonrisa burlona, el joven elfo añadió—: ¿Sim­ple secuestro, lord Kymil? ¿Esperas que la reina sacrifique su reino para pagar mi rescate? Debo decir que ése es el punto débil de un plan por lo demás excelente.

A Kymil le mortificó tener que reconocer que había cierta verdad en eso.

—¿Qué me propones? —preguntó.

—Libérame. Fingiremos una batalla en la cubierta de este barco, para que la vean los que miran desde los mue­lles de Leuthilspar. Entonces, el victorioso y valiente prín­cipe logrará escapar a tierra acompañado del otro único superviviente.

—Yo, supongo —dijo Kymil fríamente, aunque, de he­cho, no le desagradaba el plan de Lamruil—. ¿Y luego?

—Exigiré la abdicación de la reina. Estoy en mi derecho —añadió con calma, alzando una mano para acallar la risa sarcástica de su captor—. Soy el heredero y mayor de edad. Todo lo que debo hacer es desenvainar la espada de Zaor. —Como si fuera tan fácil.

—¿Crees que no seré capaz de hacerlo y sobrevivir? —in­quirió Lamruil con una gélida sonrisa—. Muy bien, ponga­mos que muero. De todos modos tú habrás logrado tu ob­jetivo: matar a todos los miembros de la familia real de Siempre Unidos.

—Excepto a Amlaruil.

—Ah. Me olvidaba de eso. Yo mismo la mataré antes de desenvainar la espada del rey.

—Nunca conseguirás acercarte a ella lo suficiente —se mofó Kymil.

—¿Quién ha dicho que pienso usar un arma? —repuso el príncipe—. Conozco a mi madre y sé la absoluta devo­ción que siente hacia Siempre Unidos. Si le proponemos que lance un hechizo para salvarlo, un hechizo peligroso que puede significar su muerte, ella lo hará.

—¿Qué tipo de hechizo?

—Para deshacerse de los demás barcos —respondió Lamruil en tono terminante—. Le diremos dónde están. Es posible que sea capaz de transportar lejos a dos de ellos y seguir con vida, ¿pero más? —El príncipe sacudió la ca­beza—. De todos modos, ella lo intentará.

—Y yo perderé mis barcos.

—A cambio de un reino. ¿Cuántos de los supervivientes elfos de Siempre Unidos te seguirían si alzaras un solo dedo contra su amada reina? Zaor podría perdonarte, pero Am­laruil jamás. No, nosotros interpretaremos el papel de hé­roes. Amlaruil morirá defendiendo a su pueblo. Yo no tengo madera de rey —añadió despreocupadamente—, y no de­seo ceñirme la corona. Además, los elfos de Siempre Unidos tampoco me aceptarían. Me encantará renunciar a la espada de Zaor, siempre y cuando sobreviva al desenvainarla, y tras­ladarme al continente para vivir una vida llena de bellas mu­jeres y fuerte sidra. Me sentará mejor eso que el trono. En­tonces tú serás libre para restablecer el Consejo de Ancianos del modo que elijas. Ambos tendremos lo que queremos.

Kymil miró fijamente al príncipe, atónito ante el lúgu­bre tono de su voz y la corrupta luz que iluminaba sus ojos. Sabía que Lamruil era un gandul egocéntrico, pero jamás lo hubiera creído tan ególatra, ni siquiera para salvar su miserable vida. No obstante, tenía que comprobar hasta dónde estaba dispuesto a llegar.

—Convénceme —le pidió—. Dime más.

—Tienes un barco volador. He oído que lo comenta­ban. No lo envíes hasta que la isla esté sometida. Sumbrar posee defensas que lo abatirían con facilidad.

—Los Guardianes. Los dragones aletargados ya han despertado y la mayoría de ellos duermen ahora para siem­pre. Lo mismo se aplica a sus jinetes. Un puñado de pega­sos no va a inquietarme.

—En Sumbrar está la flota Ala de Estrella.

—No es cierto. ¡La flota fue destruida hace más de qui­nientos años, durante el vuelo de dragones!

—Cierto. Pero fue reconstruida en secreto. Hay diez barcos. —La descripción breve y concisa de Lamruil con­venció a Kymil de que no mentía. Había pasado el tiempo suficiente a bordo de un barco alado para saber que el príncipe únicamente podía hablar con un conocimiento de primera mano.

Lamruil continuó describiendo las defensas de la isla y los poderes de su reina con tanto detalle que casi se ganó a Kymil por completo.

—Dame una cosa más y haremos lo que propones —di­jo finalmente.

—Quizás un día, por una u otra razón, desees restable­cer el trono de Siempre Unidos —dijo el príncipe, con una luz extraña, casi salvaje, en sus ojos—. Hay un here­dero legítimo que dio a luz la princesa Amnestria.

—¡No me lo recuerdes! —bufó Kymil—. Una mestiza bastarda no puede aspirar a ser reina de los elfos.

—Arilyn fue la segunda hija de mi hermana. Tuvo otro, un hijo con un elfo de la luna de familia noble. Nadie en Siempre Unidos lo sabe excepto yo. El príncipe tampoco conoce su identidad. Yo puedo decirte dónde está y puedo probar que es quien digo. Podrás usarlo o matarlo, según te convenga.

El elfo dorado asintió, convencido de que lo que Lam­ruil ofrecía merecía la pena. Que decía la verdad, ya lo sa­bía. Después de todo, era muy sencillo lanzar un hechizo de veracidad.

—De acuerdo —dijo al fin—. ¡Pero ten por seguro que te clavaré una daga en el corazón antes de que una palabra de traición escape de tus labios!

—Tú sácame de este agujero y me daré por satisfecho —respondió el príncipe, encogiéndose de hombros.

Los guardias del puerto condujeron inmediatamente a Lamruil a la sala del consejo de la reina, tal como ésta quería. Un espasmo de dolor contrajo la demacrada cara de la sobe­rana al ver el consumido aspecto de su hijo. Pero, pese a su delgadez, a estar vestido con harapos y mostrar varias heri­das sin importancia por la lucha en la cubierta del barco, se comportaba con una arrogancia que provocó fruncimien­tos de entrecejo en todos los consejeros de Amlaruil.

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