Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (52 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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Amlaruil guardó un largo silencio, pues también ella re­conocía que Zaor había dicho la verdad.

—Lo prometo —dijo al fin—. ¿Cómo está Ilyrana? —preguntó entonces con una débil sonrisa, desasiéndose del abrazo de Zaor.

Resultaba extrañamente reconfortante hablar de su hija como si fueran un matrimonio que acabara de reunirse después de un corto período de separación. Zaor tan sólo deseaba tener algo más que decir a Amlaruil.

—Es difícil conocer a Ilyrana —admitió—. No puede decirse que sea una muchacha fría ni grosera, pero se man­tiene distante, reservada.

—¿Se ha adaptado a la vida en la corte?

Zaor suspiró.

—A primera vista, bastante bien. Tiene unos modales perfectos y una belleza notable; los jóvenes nobles ya ha­cen cola para cortejarla. Pero cuando no está en sus leccio­nes o en las ceremonias de la corte, casi no se relaciona con nadie.

—¿La reina es amable con ella? —inquirió Amlaruil con voz insegura. Odiaba preguntarlo, pero tenía que sa­berlo.

—Lydi'aleera no es desagradable, aunque no sabe qué hacer con Ilyrana. No la comprende. Y yo tampoco.

Amlaruil percibió un tono de culpabilidad.

—No te culpes. Ilyrana es una extraña para ti. Para bien o para mal, tomé esa decisión.

—Debiste habérmelo dicho —la reprendió Zaor suave­mente. Pero Amlaruil negó con la cabeza.

—Si el día de la ceremonia de las espadas te hubiera di­cho que llevaba a tu hija en mi seno, nunca hubieras acce­dido a esa alianza con los Amarilis. En la actualidad, el reino es seguro, las defensas de Siempre Unidos nunca han sido más fuertes e incluso los elfos dorados más belicosos hablan con orgullo de su rey, mal que les pese. ¿Hubiera sucedido algo de eso si hubieras rechazado a Lydi'aleera para desposarte con tu prima?

—¿Pero acaso importa, comparado con lo que hemos perdido?

—¡Claro que importa! —exclamó Amlaruil con súbito ardor—. ¡No desdeñes lo que hemos conseguido ni rebajes los sacrificios que hemos tenido que hacer! ¡Si no creyera que lo que hice fue por el bien de Siempre Unidos, no po­dría soportar esta vida!

Zaor volvió a rodear a la airada elfa en sus brazos y la calmó con caricias y palabras suaves. Los años transcurri­dos desaparecieron, y Zaor notó gozoso que la antigua llama volvía a encenderse. Cuando creyó que no podría re­sistir más, Amlaruil se apartó de él y buscó sus ojos.

—¿Cómo es posible que no tengas un heredero legí­timo? —le preguntó dulcemente. Zaor hizo una mueca, pero no trató de eludir la cuestión.

—Supongo que no tengo tu mismo espíritu de entrega para con Siempre Unidos. Hay algunos deberes que no puedo tolerar. Si eso me convierte en menos rey, que así sea. Lydi'aleera sabía que nuestro matrimonio sería sim­plemente una alianza política y nada más. Antes de casar­nos le dije con toda sinceridad qué habría y qué no habría entre nosotros. No puedo ser una persona distinta a la que soy.

—¿Y qué eres? —murmuró Amlaruil, que leía la res­puesta en sus ojos pero necesitaba oírselas pronunciar. —Soy tuyo. Sólo tuyo.

—Por esta noche —convino ella, cogiéndole las manos y tirando de él hacia un lecho de profundo musgo verde aterciopelado.

—No —la corrigió Zaor—. Para siempre.

En los meses siguientes Amlaruil cumplió las promesas que hiciera esa noche de modos que asombraron incluso a sus defensores más incondicionales.

Por fin salió de las Torres y recorrió toda la isla con un pequeño Círculo de magos, con el fin de evaluar a los jóve­nes tanto de las casas nobles como plebeyas. Los que mos­traban talento eran aceptados, con independencia de su posición social.

Eso desagradó a algunos elfos, particularmente a los descendientes de los poderosos clanes dorados, que creían que ya habían perdido suficientes privilegios. Amlaruil te­nía una respuesta preparada para esos jóvenes inquietos y contrariados: organizó una confrontación. En pleno ve­rano, un Círculo de magos se enfrentó de mentirijillas al poderoso mago guerrero Yalathanil Symbaern en los pra­dos de Drelagara.

Pese a que todos comprendieron que esa justa mágica no era más que un entretenimiento, el poder que desplegó la vara mágica de Yalathanil ante la multitud de hechice­ros, magos y nobles reunidos, tuvo el efecto deseado por Amlaruil.

La Gran Maga insistió en que los objetos mágicos no eran sólo tesoros de familia que debían mantenerse escon­didos, sino una parte importante de la cultura elfa, un le­gado para todos los elfos. Amlaruil ofreció el apoyo de las Torres a cualquier aventurero que deseara recuperar obje­tos mágicos de las ruinas de civilizaciones elfas perdidas, así como ayuda a los artesanos para crear más. El resultado fue un gran despliegue de actividad. El puerto de Leuthils­par se llenó de barcos que zarpaban hacia el este para recla­mar los tesoros de gloriosos tiempos pasados.

Inspirados por el ejemplo de la Gran Maga, los elfos empezaron a cultivar las artes mágicas con mayor entu­siasmo que nunca. No obstante, Amlaruil pronto apren­dería que alimentar los esfuerzos de los elfos era cosa fácil, pero sobrellevar sus fracasos era muy distinto.

Los clanes empezaron a competir entre ellos para adqui­rir poder mágico, y a los hijos de las casas nobles se les exi­gía que se distinguieran en el Arte. A las Torres llegaron muchachos que, en épocas menos entusiastas, no deberían haber estado allí. El líder de todos ellos era Rennyn Aelo­rothi.

El joven elfo dorado se estaba convirtiendo en un pro­blema. Al igual que muchos dorados, era arrogante y se sentía orgulloso de su alta cuna, pero, a diferencia de ellos había una barrera alrededor de su corazón que impedía que participara en ningún tipo de comunicación íntima.

El clan Aelorothi estaba empeñado en que su hijo fuera un Gran Mago, pero él nunca podría compartir la intensa unión que se establecía entre los magos de un Círculo.

Amlaruil trató de encauzar los talentos de Rennyn en otra dirección, pero el joven se negó a aprender el arte de los rapsodas de la espada de Shanyrria Alenuath, pues no quería rebajarse a ser el aprendiz de una elfa de la luna. Rennyn mostraba ciertas dotes para lanzar hechizos de ba­talla y crear ilusiones simples, pero a medida que su educa­ción progresaba, se vio claramente que su talento para la magia era excepcionalmente bajo.

Había mucha demanda para entrar en las Torres y elfos muy prometedores esperaban su turno. Los demás archi-magos empezaron a exigir la expulsión de Rennyn, pero Amlaruil dudaba, y no sólo por temor a ofender a la pode­rosa familia Aelorothi. La elfa creía que el joven valía mu­cho y, aunque sus habilidades no eran las más valoradas en la cultura elfa, empezó a vislumbrar qué tarea le iba como un guante.

El día que lo llamó a sus habitaciones privadas, Rennyn llegó con la actitud de envarado orgullo de alguien que ve que su destino ha llegado y se prepara para afrontarlo con entereza.

—Ya sabes que yo me he consagrado al servicio de las Torres, pero soy la primera en admitir que Siempre Uni­dos es más que eso -^empezó a decir Amlaruil, cogiendo inmediatamente al joven por sorpresa—. Hay otras tareas importantes que deben hacerse. Creo que un elfo con tus talentos debería poner la vista más allá de estas Torres.

—¿Y qué talentos pueden ser ésos? —inquirió Rennyn amargamente—. ¡Por mucho que me envolváis en pala­bras bonitas, soy un desastre como mago!

—No es cierto —objetó Amlaruil—. Has aprendido los rudimentos de muchos tipos de magia. Convengo contigo en que no tienes el potencial para convertirte en archi-mago, pero con un poco de ayuda de los instrumentos adecuados, puedes realizar cualquier tarea mágica que ne­cesites.

La Gran Maga se quitó un anillo que llevaba y se lo ofreció, al tiempo que le decía:

—Ponte este anillo e imagínate que tienes que hablar con un elfo del bosque, con un extraño.

Rennyn le dirigió una mirada incrédula, pero hizo lo que la elfa le pedía. Entonces se volvió para mirarse al es­pejo y retrocedió al punto, asustado por el rostro extraño que veía reflejado. Era su propia cara, pero cobriza y cu­bierta de tatuajes verdes y marrones, y con unos inescruta­bles ojos negros. Su cabello rubio era ahora castaño y ador­nado con plumas y cuentas. Rennyn alzó una mano para tocarse la cara y comprobó sorprendido que el elfo silvano del espejo hacía lo propio. Amlaruil sonrió.

—La magia del anillo te va bien. Posees un talento na­tural para fingir ser quien no eres. He visto cómo conquis­tabas a una doncella elfa con una sonrisa y cómo conven­cías a un soldado de que eras su camarada y amigo con unas pocas palabras. Y, sin embargo, perdóname por de­cirte esto, tú permanecías indiferente. Te mantienes ale­jado de aquellos con quienes confraternizas y sólo das exactamente lo que quieres, ni un ápice más. De hecho, la descripción que podrían hacer de ti la doncella elfa y el soldado no se parecerían en nada.

Amlaruil se inclinó hacia adelante y prosiguió con ex­presión seria:

—Tengo en mente una tarea para ti, para la que creo que eres el elfo más adecuado. Tal vez no te parezca tan res­petable como ser consejero o mago guerrero, pero es igual­mente trascendental para Siempre Unidos. Quiero que seas los ojos y los oídos de las Torres. Quiero que viajes por Siempre Unidos y a tierras muy lejanas y que me transmi­tas las informaciones que aquí deberíamos saber.

—¿Me pedís que sea un espía? —preguntó Rennyn, más sorprendido que ofendido.

—Un diplomático de incógnito —puntualizó la elfa—. Posees un juicio agudo y una discreción excelente, y si en alguna ocasión esos talentos no te bastaran, tu destreza con las armas es tan impresionante que lo compensaría. Tu primera misión es algo de gran importancia que sólo puedo confiar a un elfo de tu talento.

Amlaruil se puso en pie y se despojó de su manto. Los pliegues de la seda de su vestido se adherían a su protube­rante abdomen.

—Como ves, estoy otra vez embarazada —dijo con voz serena. Sus manos rodearon su vientre, como si acu­naran la vida que albergaba—. Antes del fin del invierno daré a luz a dos gemelos, hijos del rey Zaor. Serán cria­dos en secreto con unos parientes lejanos y entrenados junto a los guerreros del alcázar Craulnober. Tu serás su valedor y guardaespaldas y te asegurarás de que lleguen allí. Nadie debe conocer su identidad, ni la tuya. —Am­laruil sonrió al asombrado elfo—. ¿Te encomendaría una misión tan importante para mí si no fueras el más adecuado?

—¿Y el rey? —logró preguntar al fin Rennyn.

—Zaor conoce mi decisión y la aprueba. Después de cumplir esta misión podrás embarcarte hacia el conti­nente. Ese anillo que llevas es también una runa elfa, un dispositivo que yo he creado y que he encantado para que puedas comunicarte conmigo cuando desees. Asimismo te traerá de vuelta al instante a Siempre Unidos en tiempos de grave peligro. Ya te enseñaré cómo usar esos poderes. Pero antes —sugirió—, muéstrame qué disfraz adoptarás cuando vayas al alcázar Craulnober.

Rennyn volvió a mirarse al espejo. Una débil sonrisa sarcástica curvó sus labios al contemplarse. Ahora era un guerrero de la luna, de tez blanca y pelo plateado, casi tan corpulento como un humano y con unos brazos y hom­bros que sugerían una fuerza intimidadora.

—Perdonad, milady—murmuró—, pero no creo que a mis padres les hiciera mucha gracia mi transformación.

—Deja en mis manos a tu familia, del mismo modo que yo dejo a la mía en las tuyas —replicó Amlaruil con firmeza, yendo a colocarse junto al joven. Luego le puso una mano sobre el hombro—. Diré al clan Aelorothi lo que deban saber para comprender lo importante que es su hijo para Siempre Unidos. La tuya es una familia honora­ble; se reunirán y sólo dirán con orgullo que Rennyn viaja por encargo del rey.

—Gracias por permitir que mi familia salve la cara —di­jo Rennyn, dándose la vuelta y haciendo una profunda re­verencia a la Gran Maga.

—¿Todavía crees que lo hago por eso? —dijo la elfa—. Eres un elfo notable, Rennyn, con talentos poco habitua­les. Aunque servirás al rey Zaor, serás mi representante y el guardián de mis hijos. No creas que asigno tales tareas a la ligera.

—El caballero de la reina —murmuró Rennyn pensati­vamente. En sus ojos apareció una mirada de orgullo.

—No creo que a la reina Lydi'aleera le gustara oír eso —lo reprendió Amlaruil, enarcando una ceja.

—Lydi'aleera es una boba sin ningún atractivo —re­plicó Rennyn sin rencor. Entonces se encogió de hombros y añadió—: Perdonadme, pero para mí vos sois la verda­dera reina de Siempre Unidos y no Lydi'aleera. Y no lo digo solamente por los herederos que habéis dado a Zaor.

Antes de que Amlaruil pudiera decir nada, Rennyn de­senvainó su espada, la puso a los pies de la elfa y juró de ro­dillas:

—Os protegeré a vos y a vuestros hijos, en secreto y con honor. Seré el caballero a la sombra de una reina a la sombra.

Quizá porque el joven la miraba con una cara tan ex­pectante o quizá porque necesitaba desesperadamente creer en su valía y en la de Amlaruil, la elfa alzó la espada y con reverente solemnidad armó caballero de Siempre Uni­dos a Rennyn Aelorothi. Una vez sola, Amlaruil se dio cuenta de que no lo lamentaba.

Antes de volver a sus responsabilidades, la elfa ocultó de nuevo su figura con el manto de Gran Maga y contempló pensativamente su imagen en el espejo.

Le pareció percibir la débil sombra de un corona sobre su frente y se preguntó si quizá la magia del anillo de Rennyn permitía al joven ver a través de las ilusiones, ade­más de crearlas. El joven dorado había visto una verdad que ella se resistía a aceptar: aunque sólo gobernaba en las Torres del Sol y la Luna, en corazón y en espíritu era la ver­dadera reina de Siempre Unidos. Los dioses lo sabían. ¿Acaso no había podido tocar la hoja de luna de Zaor, la espada del rey, como si fuera suya?

¿Qué importaba que los elfos no supieran quién era ni la reconocieran como su reina? Ella los seguiría sirviendo como una reina en la sombra, tal como la había llamado Rennyn. En la sombra, pero reina.

Satisfecha, Amlaruil abandonó sus aposentos para con­tinuar dirigiendo las Torres.

20
Ventanas al mundo

Amlaruil trató de mirar severamente a los dos bribon-zuelos que tenía delante, con sus alborotadas cabezas azu­les tímidamente inclinadas y sus pies desnudos rozando el suelo de mármol pulido.

Sin embargo, le costaba mucho sentir algo parecido a la cólera maternal por la última trastada de los gemelos. De hecho, tenía que contenerse para no rodearlos en un abrazo y perdonarlos de inmediato por esa falta y cual­quier otra que cometieran en el futuro.

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