Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (47 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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La elfa asintió. El vínculo que se había formado entre ellos aún recorría su cuerpo y llenaba su espíritu. Una tí­mida sonrisa curvó sus labios al encontrar la mirada del guerrero, que la buscaba, y comprobó que a él le ocurría lo mismo.

Esa noche Amlaruil no regresó a las Torres, y tampoco Zaor se dirigió al sur, a la fortaleza de Ruith. En una sala de piedra situada en el corazón de Siempre Unidos, bañados por la tenue luz de la espada de rey, se confesaron mutua­mente lo que ambos sabían desde el momento en que se co­nocieron. Esa noche se comprometieron con palabras y actos de amor. Zaor y Amlaruil se pertenecían el uno al otro y, jun­tos, a Siempre Unidos.

Al romper el alba, los enamorados se despidieron sin pesar, convencidos de que su destino común los volvería a lanzar el uno en brazos del otro.

Desde la entrada de la cueva, Amlaruil contempló largo rato cómo el guerrero descendía por la montaña para reu­nirse con un puñado de jinetes de dragón supervivientes, agrupados en el valle.

Zaor le había contado cómo abandonó el alcázar de la Lanza de la Luz, pero Amlaruil dudaba de que alguien lo censurase. Para empezar, el capitán Horith Evanara había muerto cuando su barco fue aplastado bajo el peso de un dragón que caía. Y, aun en el caso de que hubiera sobrevi­vido, no podría haber negado que Zaor Flor de Luna había sido uno de los verdaderos héroes de la batalla. Sin los jine­tes de dragón, sin las águilas gigantes, el vuelo de los mal­vados dragones hubiera superado los escudos de Siempre Unidos y hubiese devastado la isla.

Además, Amlaruil confiaba en el destino que le había susurrado la hoja de luna que portaba Zaor. Su destino era ser el rey de Siempre Unidos, con ella como reina.

Con la mente llena de brillantes sueños, Amlaruil invocó el sendero plateado que la conduciría de vuelta a las Torres. Pero cuando el remolino y el torbellino de magia se disipó, lo primero que oyó fueron angustiados lamentos elfos.

Los elfos de las Torres daban rienda suelta a su dolor con agudos lamentos sin palabras. Amlaruil se remangó la falda y corrió hacia la Torre del Sol. Allí irrumpió en la sala de la planta baja, en la que había un único elfo, envuelto en la túnica y la capucha del Gran Mago de las Torres.

—¡Jannalor! ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

—Chsss. —Para sorpresa de Amlaruil, la voz no perte­necía a Jannalor sino a Nakiasha. La elfa silvana se volvió hacia la joven y se quitó la capucha que ocultaba un rostro bañado en lágrimas—. No pronuncies su nombre mien­tras su espíritu aún está tan cerca de Siempre Unidos, pues podría alejarse de Arvandor por el amor que siente por ti.

Amlaruil no podía creerlo. Durante toda su vida de elfa, casi trescientos cincuenta años, Jannalor Nierde había go­bernado las Torres del Sol y la Luna. Su serena presencia parecía tan constante y predecible como el alba.

—¡Pero no puede estar muerto! —exclamó.

—Lo está, al igual que los otros magos que hechizaron a los dragones —repuso Nakiasha tristemente-—. La tarea era demasiado grande y la magia que nos unía estaba debi­litada por la batalla y por la distancia que nos separaba. Tú no formabas parte del Círculo, por lo que no puedes sa­berlo. Cada una de las cinco magas que fueron con noso­tras a las Colinas de las Águilas atendieron a los dragones plateados en diferentes cámaras subterráneas, lejos unas de otras. Yo sentí cómo morían una vez completado el con­juro, pero no pude hacer nada para salvarlas.

Amlaruil miró fijamente a su mentora, con la mente presa de confusión, perplejidad y dolor. Algunas de las magas muertas eran muy amigas suyas, incluso parientes.

—¿Cómo es posible que tú y yo sigamos con vida? No me parece posible. No me parece...

—¿Justo? —se adelantó la elfa de más edad—. Yo me he hecho esa misma pregunta muchas veces. Pero no debe­mos dudar de la voluntad de los dioses. Tú y yo, Amlaruil, gozamos de la bendición especial del Seldarine. ¿Cuántos años crees que tengo?

La joven parpadeó, sorprendida ante el giro que había tomado la conversación.

—Ya has pasado el ecuador de tu vida —respondió—. Tal vez unos quinientos años.

—Di mil y estarás más cerca —gruñó Nakiasha—. Y contigo pasará lo mismo. ¡No me mires con esa expresión de duda! Has vivido más de trescientos años, y la mayoría aún te tomaría por una joven doncella que acaba de dejar atrás su infancia. ¿Y tu poder? Se supone que no deberías haber sido capaz de tejer tú sola el hechizo para el dragón, pero lo hiciste. Tú sobreviviste, mientras que otras unidas en un Círculo no pudieron soportar el flujo de magia. Es duro aceptarlo, pero debes acostumbrarte a ello, pues es tu destino. Por ejemplo, esto.

La elfa del bosque se desprendió del manto de Gran Mago y envolvió con él a Amlaruil.

—La voluntad de quien gobernaba estas Torres fue que tú le sucedieras. Yo sólo te lo reservaba hasta que llegases.

Amlaruil clavó la mirada en su mentora, incapaz de asi­milar todo lo que la elfa silvana le decía.

—Pero ya estoy comprometida —susurró la joven.

—¿De veras? —Nakiasha la observó con astucia—. Ah, ya comprendo. El joven guerrero al que ayudaste en la ba­talla, ¿verdad?

»Da igual —insistió la hechicera bruscamente, sin espe­rar que Amlaruil respondiera-—. ¿Fue tu promesa simple­mente la de una enamorada o la de alguien que desea ser­vir al Pueblo?

—¿Tengo que elegir?

—Tal vez.

Amlaruil jugueteó con los pliegues del manto de Gran Mago, como si tratara de decidir si arrebujarse en él o qui­társelo. No obstante, Nakiasha había dicho la verdad. En su corazón todavía resonaban las promesas que ella y Zaor se habían intercambiado durante las largas y dulces horas de esa noche, y no pensaba incumplirlas. Se habían com­prometido el uno con el otro, y ambos al servicio de Siem­pre Unidos.

Amlaruil sabía que ella era la verdadera reina de Zaor. Pero, sin duda, al guerrero le aguardaba un largo y difícil camino antes de acceder al trono. Tal vez la mejor manera de ayudarlo era aceptar ser la sucesora de Jannalor Nierde.

—Tenemos que reunir a los magos —dijo la doncella, irguiendo la cabeza inconscientemente en gesto de auto­ridad—. Después de perder a tantos de nosotros, hay mucho que hacer para devolver a las Torres su fuerza y le­vantar el espíritu de los supervivientes.

Una fugaz sonrisa, a la vez orgullosa y triste, apareció en el rostro de Nakiasha. Jannalor Nierde había tomado una sabia decisión: Amlaruil llevaba el manto de poder como si se lo hubieran hecho a medida. La hechicera inclinó la ca­beza ante Amlaruil en gesto de respeto y siguió a la nueva Gran Maga al patio de la Torre.

18
Por el bien del Pueblo

Los elfos sentados a la mesa del Consejo de Ancianos presenciaron, estupefactos, cómo lady Mylaerla Durothil se quitaba la capa de su cargo.

—No me miréis así —dijo la elfa secamente—. Ultima-mente, el título de Alta Consejera era meramente honora­rio. Y, la verdad, no necesito tal honor.

—Los Durothil nunca han eludido la responsabilidad —le espetó Belstram Durothil con voz tensa y airada.

—Yo no eludo la responsabilidad —replicó la matro­na—. La reciente batalla me ha hecho ver cuál es el me­jor servicio que puedo prestar al Pueblo y a mí misma. No sirvo parar vivir en la corte y, sin ánimo de ofender a nadie, admito que prefiero la compañía de un dragón a la de cualquier elfo de esta habitación —añadió, mirando signi­ficativamente a su sobrino nieto en segundo grado. Bels­tram se ruborizó, enfadado, y desvió la mirada.

»Dimito del cargo de Alta Consejera —prosiguió lady Mylaerla Durothil—. No sugiero que el Consejo deba di­solverse, pero, escuchadme bien, su papel, como el mío, debe cambiar.

—Lady Durothil —interrumpió Saida Evanara en tono altanero—. Con o sin usted, el Consejo ha gobernado Siempre Unidos desde tiempos inmemoriales. Es la tradi­ción. Lo que sugiere es absurdo.

—¿De veras? —replicó la elfa con aspereza—. Tal vez el tiempo que pasé en las Colinas de las Águilas me ha dado la distancia necesaria para ver las cosas con claridad. ¿Quie-

res que discutamos de absurdos? Perfecto. ¡Mientras, en mi ausencia, este Consejo debatía qué línea de acción se­guir, mientras los comandantes de las diferentes fuerzas se peleaban por su gloria personal, un vuelo de dragones llegó a un día de barco de nuestras costas! Tu propio pa­riente, Horith Evanara, murió en la batalla. ¡Si no hubiera actuado como lo hizo, lanzándose a la batalla sin consultar al Consejo ni convocar a los jinetes de dragón, ahora no tendríamos que buscarle sustituto!

—No veo por qué el Consejo tiene que debatir ese asunto. El mando me corresponde a mí —afirmó Saida, refiriéndose a la única parte del discurso de lady Durothil que le despertaba un interés—. No llevo mucho tiempo en Siempre Unidos, pero en mi clan, yo ocupaba la posición siguiente a Horith en rango militar y experiencia.

—El clan Nierde no es el único que da buenos guerre­ros —señaló Francesca Lanza de Plata—. ¡Y tampoco eres la única elfa de esta sala que luchó por Myth Drannor!

—Es cierto, ¿pero quieres que echemos por la borda to­das las tradiciones en una sola tarde? —repuso Saida acalo­radamente—. ¡Durante siglos los Nierde han dominado Ruith y han gobernado Sumbrar!

—¿Y qué será de Ruith ahora? —terció Montagor Amarilis, un joven noble con el brillante cabello bermejo típico de su clan—. ¿Y de Sumbrar? La flota Ala de Estrella ya no existe, muchos de los magos de la Torre de Sumbrar perecieron en el intento por salvar a los dragones supervi­vientes, nuestras reservas de armas y magia han quedado peligrosamente reducidas por las acciones del último Eva­nara, empeñado en seguir mandando en el alcázar de la Lanza de Luz. ¡La verdad, no me apetece ver cómo el le­gado de Horith Evanara continúa!

—Los Amarilis siempre han sido ambiciosos, Monta­gor —respondió Saida, lanzando una gélida y furiosa mirada al elfo de la luna—. Te encantaría que los elfos dorados perdieran el control militar de Siempre Unidos. ¡Lo siguiente que vas a decir es que ya es hora de que Siempre Unidos sucumba a una monarquía de elfos de la luna!

—Eso es precisamente lo que yo creo, y ésa es la razón por la que os he convocado aquí hoy —anunció lady Du­rothil con firmeza, convirtiendo la mofa de Saida en una afirmación.

La matrona dejó que el silencio se prolongara unos mo­mentos, a fin de que las próximas palabras que pronun­ciara tuvieran más peso.

—Sé que muchas familias nobles, especialmente clanes de elfos dorados como el mío, se opondrán a la idea. ¡Pero todos sabíamos que llegaría el momento! Yo digo que es aquí y ahora.

—Es cierto que si todas las fuerzas de Siempre Unidos dependieran de un único elfo, podríamos responder me­jor a una amenaza repentina —admitió Yalathanil Sym-baern—. Según lo que ha contado lady Durothil, el curso de la batalla cambió cuando el joven Zaor Flor de Luna tomó el mando. Yo sólo puedo hablar por lo que he visto, pero creo que si Myth Drannor hubiera estado guiada por un solo gobernante capaz, su destino podría haber sido muy distinto. Siempre Unidos debe aprender y avanzar.

Varios miembros del Consejo asintieron pensativa­mente. Si la idea hubiera partido de un elfo de la luna, no habría caído en terreno tan receptivo. Pero la casa Sym-baern era antigua y honorable, aunque el mago Yalathanil fuera una voz nueva en el Consejo. Él y otros supervivientes de su clan se habían salvado de la destrucción de Myth Drannor y habían buscado refugio en Siempre Unidos. El elfo dorado gozaba del respeto general tanto por sus apti­tudes mágicas como por su sabiduría.

—Comparto la opinión de lady Durothil sobre Zaor Flor de Luna—añadió Keerla Canto de Halcón, el anciano bardo que era jefe de un clan de elfos plateados—. Su idea de reclutar a las águilas gigantes fue brillante. Algunos miembros de mi casa, espoleados por esta victoria, ya están discutiendo con la reina Flecha Dorada la posibilidad de formar una tropa permanente de jinetes de águila.

—Nos estamos apartando del tema —señaló Montagor Amarilis—. La Alta Consejera afirma que ha llegado el momento de que el Pueblo elija una familia real. ¡Propongo que el Consejo decida hoy mismo por votación quién será!

—Los jóvenes respetan muy poco la historia —inter­vino lady Durothil en tono cortante—. ¿Olvidáis que no es algo que pueda elegir el Consejo, sino los dioses a través de las espadas encantadas?

—¿Cómo podríamos olvidarlo? —dijo Saida desdeño­samente—. ¡Como tampoco olvidamos que el clan Amari­lis conserva una hoja de luna activa! Se comenta por ahí que Montagor Amarilis tiene algo de adivino. Tal vez sueña con convertirse en el futuro rey.

—Eso es algo que deberán decidir los dioses —repuso el aludido en tono fingidamente piadoso—. Es cierto que la hoja de luna de los Amarilis aún no ha sido reivindicada. Mi abuela, Chin'nesstre, fue una de las comandantes del alcázar de la Lanza de la Luz que combatió contra los inva­sores con la flota Ala de Estrella. El fuego de dragón la mató, y su espada fue recuperada de los restos quemados de su barco.

—La espada de tu abuela no es la única hoja de luna de los Amarilis que todavía presta sus servicios al Pueblo —afirmó Francesca Lanza de Plata. Mientras hablaba, la guerrera tocó el ópalo que adornaba la empuñadura de su acero—. Lo sé porque luché al lado de muchos parien­tes tuyos. En la caída de Myth Drannor murieron mu­chos héroes, incluyendo muchos poseedores de hojas de luna. Algunas de ellas no han sido reclamadas y otras se perdieron.

—¿Cómo podemos saber si una de estas espadas perdi­das no es la del futuro rey? —inquirió Saida Evanara—. ¿Cómo se puede tomar una decisión si no se conoce el pa­radero de algunas hojas de luna?

—Tendremos que confiar en los dioses —repuso firme­mente Mi'tilarro Aelorothi. Las palabras del elfo dorado tenían tanto peso que todas las voces discrepantes enmu­decieron, pues el patriarca del antiguo clan Aelorothi era también sumo sacerdote de Corellon Larethian.

—Entonces, está decidido —afirmó con tono conclu­yeme lady Durothil—. Mandaremos aviso a todos los cla­nes de Siempre Unidos y a todos los elfos del continente que sean portadores de hojas de luna. El día del solsticio de verano todos deberán reunirse en los prados que rodean Drelagara.

—Como habéis señalado, lady Durothil, mi conoci­miento de la historia deja mucho que desear -—dijo Mon­tagor, de pronto muy interesado en la copa que tenía de­lante—. Decidme, ¿qué ocurrirá si más de un clan posee una hoja de luna y demuestra su derecho al trono?

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