Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (44 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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De todos los estudiantes de las Torres, ninguna era más prometedora que Amlaruil Flor de Luna. La magia fluía por la muchacha de manera tan natural como la lluvia de una nube de verano. Secretamente, los magos creían que Amlaruil podría convertirse en la maga más poderosa desde el legendario Vhoori Durothil. Ya la preparaban para ser la sucesora de Jannalor Nierde, el Gran Mago de Siempre Unidos.

Sin embargo, en las Torres también había quienes duda­ban de que el destino de la doncella fuera tan claro. Entre ellos se contaba Nakiasha, una elfa verde y hechicera de considerable habilidad que había asumido el papel de men-tora y confidente de Amlaruil.

Una vez acabado el trabajo del día, las dos elfas tenían por costumbre pasear por los serpenteantes senderos que recorrían los jardines de las Torres. Caminaban en silencio para gozar más de la belleza de esa hora del día. En el aire

ya fresco del atardecer resonaban el canto de los pájaros y de los grillos, así como los sonidos de otras criaturas del bosque.

Era el momento del día preferido de ambas, cuando los últimos y largos rayos del sol lo bañaban todo con un res­plandor dorado. Pero a Nakiasha no se le escapó que su jo­ven amiga tenía un aire distraído y parecía estar muy lejos de su pequeño y reservado mundo de magia y estudio.

—¿Dónde estás hoy, pequeña? —le preguntó.

Amlaruil bajó la mirada hacia el sendero de gravilla, aunque no porque deseara regalarse la vista con él. Era una maravilla; pequeños fragmentos de mármol en todos los tonos de las razas divinas de elfos: dorados, plateados, ver­des para los elfos del bosque y azules para los marinos. Pero en esos momentos Amlaruil tan sólo pretendía sus­traerse a la inquisitiva mirada de su maestra.

—Lo siento, Nakiasha —murmuró—. Por favor, per­dona mi falta de atención.

—Las lecciones han terminado por hoy. Sólo me pre­guntaba si te pasa algo —repuso la hechicera. Mientras ha­blaba, alzó los ojos hacia el rostro de la joven, lo cual no fue nada fácil, pues Amlaruil era extremadamente alta. La sagaz Nakiasha se fijó en el rubor de la joven.

—¡Por Hanali! Estás enamorada, ¿verdad?

—¿Sería eso tan terrible? —preguntó a su vez Amlaruil, mirando de soslayo a su maestra.

—Quizá no. —Nakiasha se encogió de hombros—. Aunque estoy segura de que a algunos magos les inquietará que tus fantasías de amor puedan interferir en tus estu­dios. ¡Es un milagro que, pensando así, los dorados no se hayan extinguido ya! —añadió con aspereza—. ¿Quién es él? ¿Laeroth? Una buena elección. Tiene mucho talento.

La joven respondió encogiéndose de hombros. Laeroth era un compañero de estudios y un buen amigo. Amlaruil no pudo evitar imaginarse al joven mago al lado de Zaor Flor de Luna. Aunque Laeroth medía casi un metro ochenta, parecía un enano en comparación con el guerrero. Amlaruil sospechó que, a sus ojos, siempre sería así.

Pero sus juveniles anhelos poco tenían que ver con su estado de ánimo. Durante todo el día se había sentido in­quieta. Su espíritu se compadecía por todo el mundo, como si fuera un halcón que volara contra vientos dema­siado fuertes.

Con un suspiro, se detuvo a los pies del Tótem, un mo­numento que honraba la magia animista peculiar de los el­fos verdes. Los ojos de Amlaruil recorrieron la maciza esta­tua, deteniéndose en cada uno de los impactantes animales retratados con crudeza. El Tótem protegía la tierra de las Torres de un modo que pocos elfos comprendían. Amlaruil solía sentirse cómoda y segura a su sombra, pero ahora, por razones que era incapaz de definir, se preguntó si el Tótem, o cualquier otra cosa, sería suficiente.

—Según los elfos dorados, es una muestra de arte pri­mitivo —observó Nakiasha con un deje de sarcasmo—. ¡Pero nadie puede negar su poder! El Tótem ha protegido las Torres de encantamientos ofensivos durante muchos siglos.

Amlaruil asintió, pese a que en esos días de magia limi­tada, las batallas de hechizos entre torres únicamente suce­dían en los relatos de los bardos. En el pasado, antes del Desgajamiento, quizás habían sido comunes, pero Siem­pre Uñidos nunca había sido el escenario de una batalla mágica.

—Es casi la hora de la cena —dijo Nakiasha, dándole palmaditas en un brazo—. Ve a reunirte con tu galán.

—¿Tú no vienes? —Amlaruil clavó la mirada en la elfa de más edad. Nakiasha raramente comía ni descansaba, por lo que los huesos se le marcaban como ramas de invierno. La doncella a menudo se preguntaba qué alimentaba la ina­gotable energía de la hechicera. Un día se lo preguntó, pero Nakiasha se limitó a sonreír y contestar que, a su debido tiempo, ella misma averiguaría el secreto.

Como era de esperar, Nakiasha negó con la cabeza.

—Me espera trabajo. Ya conoces el Acumulador y tam­bién sabes que absorbe las energías mágicas de Siempre Unidos. Por alguna razón, su poder está aumentando rápi­damente. ¡Tiene tanta energía que casi zumba! Aún no sa­bemos por qué y debemos averiguarlo.

—Yo he notado algo fuera de lo normal —admitió Am­laruil.

—¿De veras? —La hechicera observó atentamente a la joven—. Si notas algo más, ven a decírmelo enseguida.

Pero ahora ve a reponer fuerzas. Es posible que necesite­mos tu juventud y fortaleza.

Nakiasha concluyó sus palabras con una sonrisa, pero a Amlaruil le sonaron más como una advertencia que como un halago.

La doncella descendió por el sendero que conducía a la Torre de la Luna. Mientras que la Torre del Sol estaba dedi­cada a la creación de magia y al lanzamiento de hechizos, la Torre de la Luna satisfacía necesidades más humildes y per­sonales: albergaba las alcobas, pequeñas salas dedicadas al estudio o la contemplación así como la cocina y el comedor. Todas las comidas se hacían en la estrecha mesa en forma de espiral que ocupaba toda una sala de la planta baja.

Laeroth la esperaba a la puerta. Amlaruil notó, por ené­sima vez, que el joven tenía algo de sobrenatural. No era sólo su aspecto, aunque eso hacía mucho. Laeroth mos­traba una impresionante semejanza con las antiguas esta­tuas de los elfos de Faerie: alto, muy esbelto, de rasgos an­gulosos e inquietante gracia en sus movimientos. Tenía los ojos negros almendrados y las cejas marrones semejantes a alas. Únicamente su mata de cabello rubio, por lo general revuelto, parecía igualarlo con el común de los mortales.

El joven mago corrió hacia Amlaruil y la cogió por am­bos hombros.

—¿Dónde te has metido? ¡Llevo más de una hora espe­rándote!

La intensidad que reflejaban sus ardientes pupilas ne­gras turbaron a la joven, especialmente tras su reciente conversación con Nakiasha.

—Si querías tenderme una emboscada, lo has hecho mal —replicó con una sonrisa, tratando de que la conver­sación tuviera un tono más ligero—. Lo normal es no mostrarse hasta el momento del ataque.

—La luna ya ha salido —comentó Laeroth, al tiempo que la soltaba y se pasaba una mano de largos dedos por sus rebeldes cabellos—. Pronto será demasiado oscuro para ver.

—¿Ver qué?

—Aquí las luces son demasiado brillantes y tapan las es­trellas —le explicó, cogiéndola del brazo y alejándola de las Torres—. Creo que debemos ir al bosquer

Amlaruil lo siguió sin protestar, contagiada por la ur­gencia del mago. Ambos se internaron en la floresta hasta llegar al valle en el que la elfa se reunió con los unicornios y tuvo una perturbadora visión de su improbable destino.

Laeroth se detuvo y señaló al cielo.

—Debería estar entre la cuarta y la quinta Lágrima de Selüne, un poco hacia el norte.

Amlaruil escrutó el cielo y no vio nada más que las luces que ya eran sus viejas amigas. Pero, al mirar con más aten­ción, vio algo nuevo; débil y lejano, más bien como el fan­tasma de una estrella, una sombra carmesí agazapada entre las relucientes lágrimas.

—¡Por todos los dioses! —musitó—. ¡El Rey Asesino!

Laeroth asintió, con una sombría expresión en su estre­cho rostro.

—De modo que tú también la ves. Ya me lo parecía, pero tenía que estar seguro. Normalmente su trayectoria pasa sobre Eaerun y después se dirige al este, a Kara-Tur. Nunca se ha visto sobre Siempre Unidos.

—¿Qué significa?

—Ojalá lo supiera. Es un misterio que pondrá a prueba a los magos.

—¿Pondrá a prueba? ¿Todavía no se lo has dicho a na­die? —Amlaruil lo miró con fijeza.

—La he descubierto esta misma tarde. De hecho, tú viste su luz antes que yo. —Laeroth vaciló—. Es difícil de explicar, pero creo que sentí la presencia de la estrella. Al menos, sentí algo. Me he pasado el día en la biblioteca, le­yendo libros antiguos tratando de encontrar alguna pista. Es casi llegado el tiempo de que el Asesino de Reyes vuelva a aparecer, así que.... —La voz del joven se fue apagando, y se encogió de hombros.

—¡El Acumulador! —exclamó de pronto Amlaruil—. Tal vez la aparición del Asesino de Reyes pueda explicar el incremento de magia. ¡Tengo que decírselo enseguida a Nakiasha!

Los dos elfos corrieron a la Torre del Sol y contaron a la hechicera qué habían visto. Nakiasha los condujo a la Sala de los Mil Ojos.

Jannalor Nierde miraba por un largo tubo de observa­ción. La lente apuntaba a la pared más alejada, pero Amla­ruil no creyó que Jannalor estuviera estudiando el tapiz que la cubría. Se trataba de un instrumento mágico capaz de ver casi cualquier lugar de Faerun.

Jannalor se apartó del tubo y los escuchó con gravedad.

—Ojalá os equivoquéis —dijo finalmente—. De todos modos, vamos a echar un vistazo.

El Gran Mago lanzó un encantamiento y, acto seguido, arrastró el instrumento hasta una alta ventana en forma de arco. Tras estudiar la imagen un largo momento, mo­vió la lente a un lado y al otro, como si escudriñara lejanos cielos.

De pronto se detuvo, se envaró y lanzó por lo bajo una fogosa maldición. Entonces se irguió e indicó con un gesto a Amlaruil que mirara.

La joven lo hizo y se encontró con la brillante luz pla­teada de Selüne. Entonces, una sombra semejante a un enorme murciélago se interpuso entre ella y la luna. Apa­recieron más sombras, tantas que taparon la luz por com­pleto.

Amlaruil se dio cuenta de que estaba contemplando el fenómeno más letal y temido de Aber-toril, y sintió que el horror le atenazaba la garganta con mano de hierro.

—Un vuelo de dragones —murmuró con voz ronca.

Así que eso era lo que había notado. Los dragones eran criaturas mágicas con una poderosa aura, y algunos magos podían percibir su presencia en las cercanías. Y, al parecer, también el Acumulador la percibía, pues no había duda de que el artefacto absorbía parte del poder de los dragones.

—¿Dónde están? —preguntó Amlaruil, apartándose del tubo para que Laeroth pudiera mirar.

—Sobre el mar, todavía muy lejos, gracias a los dioses —contestó Jannalor en tono preocupado—. Pero vuelan directamente hacia Siempre Unidos. ¡Tenemos que dar la alarma en todos los rincones de la isla!

—Pero Siempre Unidos está protegida por escudos mágicos fabricados por el mismo Corellon —protestó Laeroth.

—¡Piensa un poco, chico! —gruñó el mago—. ¿Qué criatura es más mágica que un dragón? Cualquier escudo diseñado para detener la magia de un centenar de drago­nes también interrumpiría el flujo del Tejido. Con una protección así, no podríamos hacer magia; de hecho, bajo ese escudo los elfos pereceríamos, tan seguro como las lu­ciérnagas que algunos pihuelos atrapan y dejan demasiado tiempo dentro de un vaso. Oye bien lo que te digo: el ata­que es inevitable.

—Vamos, pequeña—dijo Nakiasha a Amlaruil, cogién­dola del brazo—. Dejemos que el elfo dorado envíe men­sajes, es lo suyo. Nosotras tenemos que formar un Círculo y proporcionar a los guerreros toda la ayuda que podamos.

La puerta del despacho de Horith Evanara se abrió de golpe y golpeó con fuerza contra la piedra viva de las pa­redes.

Al capitán Horith no lo sorprendió demasiado que Zaor Flor de Luna entrara como una tromba. El alto elfo de la luna de pelo azul había escalado rápidamente pues­tos en la guardia de Leuthilspar y solicitado que lo trasla­daran a la fortaleza de Ruith. Zaor había logrado conver­tir su unidad tal vez en la mejor de las que se entrenaban y se alojaban en el alcázar de la Lanza de la Luz. Zaor caía bien a los guerreros, aunque no siempre mostraba el de­bido respeto al rango ni a la sabiduría de los comandantes del alcázar.

—Me he enterado de que se aproxima un vuelo de dra­gones. ¿Por qué no ha convocado a los jinetes de dragón? —inquirió el joven guerrero.

El capitán miró fríamente a su más prometedor oficial, y también el más problemático.

—¿Te refieres al escuadrón que está al mando de esas viejas brujas Durothil? No, gracias. Esa batalla, si es que realmente llega a producirse, es mía.

—¡No puede hablar en serio! Nunca ha visto la devasta­ción que puede causar una horda de dragones. Yo sí. ¡Te­nemos que olvidarnos de las rivalidades entre clanes y del orgullo personal!

—Cuidado con lo que dices —replicó fríamente el elfo dorado—.Te aseguro que la situación está bajo control. No es necesario informar a los jinetes Durothil.

—¿No los ha avisado? —inquirió Zaor, incrédulo.

El capitán Horith, ahora enfadado, se levantó, aunque lamentó al instante haberlo hecho. Era difícil imponer su autoridad a un elfo al que apenas llegaba al pecho. Ade­más, sospechaba que Zaor Flor de Luna seguiría siendo un guerrero formidable aunque midiera la mitad.

—La situación está bajo control —repitió el elfo do­rado con voz tensa—. No necesito a los jinetes de dragón y tampoco a usted, capitán Zaor, en mi despacho. ¡Puede re­tirarse!

—Los guerreros a pie no tienen ninguna oportunidad contra un solo dragón y mucho menos contra un centenar —insistió el elfo de la luna, sin dar su brazo a torcer—. Lo sabe tan bien como yo. ¿Qué piensa hacer entonces?

Ante la vacilación de Horith, Zaor se indignó y golpeó el escritorio con el puño.

—¡Esto es tanto cosa suya como mía! ¡Tengo un cente­nar de elfos a mi mando, y que me aspen si voy a dejar que marchen a una muerte segura! ¡Si tiene un plan, dígalo!

—La flota Ala de Estrella —contestó Horith de mala gana—. Naves estelares, buques de guerra que surcan los aires con la misma destreza que los barcos normales surcan las aguas. Se guardan en secreto en las grutas marinas de Sumbrar. Excepto los miembros del Consejo y de las tri­pulaciones, pocos elfos conocen su existencia.

—¿Cuántos hay? —preguntó Zaor, que retrocedió un paso, tratando de asimilar tal maravilla.

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