Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (40 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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Volaban directamente hacia las fauces que el devorador de elfos abría y cerraba sin descanso.

Poca cosa podía hacer Maura, pero instintivamente co­gió un cuchillo del cinto para arrojarlo contra esa caverna abierta y voraz, aunque no creía que el monstruo lo sintiera en lo más mínimo. Tampoco creía que el ataque del águila tuviera éxito. Al parecer, el ave creía que sus enormes garras y su fuerte pico bastaban. Claro que, a diferencia de Maura, ella no había visto al devorador de elfos en acción.

—¡Sube! ¡Sube! —gritó Maura. .

El ave respondió a la urgencia del grito. Inclinó las alas para aprovechar el flujo de viento bajo ellas y se dispuso a alzarse verticalmente en el aire.

Pero era demasiado tarde. Un largo tentáculo salió dis­parado y agarró al águila por una pata. Ésta frenó de re­pente, pero Maura no. Salió despedida por encima de la testa del animal y aterrizó con un tremendo impacto entre las flores del jardín de uno de los templos.

Haciendo caso omiso de las oleadas de dolor que le re­corrían todo el cuerpo, la joven se puso de pie de un salto, con la daga ptesta.

El aire se llenó de plumas doradas y de los furiosos chi­llidos del águila apresada. La gigantesca ave se batió con bravura pero, pese a sus denodados esfuerzos, el monstruo la fue arrastrando lenta e inexorablemente hacia su voraz boca. Maura enarboló la daga y se precipitó hacia él.

—¡No! —gritó el águila al ver a su compañera no elfa—. ¡Ve a buscar al polluelo de Zaor!

La mujer vaciló un instante. Iba en contra de sus princi­pios abandonar a un aliado o eludir un combate.

—¡Vete! —gritó el águila. El monstruo tiró de ella brus­camente. Se oyó un horrible crujir de dientes, tras el cual sus enormes alas colgaron inertes.

Maura dio media vuelta y echó a correr hacia la torre que albergaba el templo de Angharradh. Mientras corría, pensó que, seguramente, ya era demasiado tarde. Si Ily-rana se parecía en algo a su hermano menor, no usaría sus poderes clericales para huir. La princesa trataría de detener al devorador de elfos, aunque eso le costase la vida.

Maura se dio cuenta de que aprobaba por completo esa actitud, aunque si Ilyrana moría, los deberes del clan y el trono recaerían en Lamruil, y Maura muy probablemente lo perdería.

Con sólo pensarlo la joven sintió un dolor sordo y un vacío en el corazón, pero su pesar parecía poca cosa com­parado con el peligro que amenazaba su hogar de adop­ción. Entonces Maura comprendió con todo su corazón la elección que Lamruil había hecho, y que probablemente Ilyrana también haría. Maura tampoco tenía opción; si podía ayudar a la princesa, lo haría.

Los invasores sahuagin llegaron a las costas de Siempre Unidos en una oleada tras otra, superando ampliamente a las naves elfas y deslizándose entre éstas para luchar cuerpo a cuerpo contra los elfos en las playas manchadas de sangre.

La batalla estuvo en su apogeo durante dos días. Final­mente, algunos invasores lograron superar a los defensores elfos, se internaron en la isla y remontaron el río Ardulith hasta llegar al corazón de Siempre Unidos. Los seguían los pellejudos, unas terribles criaturas que devoraban con mor­boso deleite cualquier ser vivo que hubiera caído víctima de las garras y los tridentes de los hombres-pez.

A lo largo del Ardulith, los campesinos y pescadores presentaron batalla. Las orillas del río se veían salpicadas de fogatas a las que los elfos arrojaban los cuerpos de los trolls marinos, y de las que se alzaban nubes de grasiento humo.

Los elfos marinos luchaban en las aguas que rodeaban Siempre Unidos para tratar de contener la marea de inva­sores. Pero también a ellos les había cogido por sorpresa un ataque tan tremendo y desde tantos frentes distintos. Los elfos marinos que estaban patrullando se batieron con bra­vura, pero todos los demás quedaron sitiados dentro de su ciudad de coral por un ejército de enormes dimensiones. El kraken y la tortuga dragón que patrullaban las aguas se dieron un festín, pero ni siquiera ellos eran capaces de fre­nar los enjambres de criaturas marinas que afluían a las playas de la isla.

La flota elfa, la maravilla de los mares, tenía mejor suer­te. Más allá de los escudos mágicos de Siempre Unidos, buques de guerra elfos y barcos cisne se enfrentaban a una vasta flora pirata. Los elfos fueron lanzando un barco tras otro a los brazos de Umberlee. Y, lo que era mejor, despeja­ron la ruta a varias naves elfas que huían hacia Siempre Unidos y a las que los piratas seguían de cerca, o al menos eso parecía.

—Estúpidos —comentó Kymil Nimesin mientras contemplaba la encarnizada batalla que se libraba a su es­paldas.

El capitán Blethis, el humano que comandaba el buque insignia
Legítimo Soberano
, se pasó nerviosamente la len­gua por los labios. .

—Nuestra flota está casi acabada, lord Nimesin. Muy pronto sólo nos quedarán seis barcos.

—Bastarán —contestó el elfo dorado con calma—. Tal como acordamos, las naves elfas pondrán rumbo a dife­rentes puertos. Una encallará en las playas de Siiluth, y desde allí nuestras fuerzas se internarán en la isla para to­mar Drelagara. Una segunda nave contorneará la isla hasta la ciudad de Nimlith y la tomará. Después, seguiremos más al norte y conquistaremos Los Prados Lejanos. Esta victoria es crucial, tanto para conseguir alimentos como caballos, que necesitaremos para cabalgar hacia el sur y al interior. Desde el este atacaremos por tres puntos: los thayvians navegarán al norte, a Elion, para destruir a la chusma drow que ha ocupado el alcázar de la ciudad. Los elfos oscuros ya no nos son útiles.

—Por lo que he oído sobre los drows, no creo que sea tan sencillo como tus palabras sugieren —masculló Blethis.

—¿Y también has oído algo acerca de la magia de los ma­gos rojos? —le espetó el elfo, dirigiéndole una mirada al­tiva—. Hacen buena pareja; ambos son igual de poderosos y detestables. Después nos desembarazaremos fácilmente de los pocos indeseables que sobrevivan al encuentro. El pro­blema de esta invasión —concluyó secamente— no es tanto conquistar, sino hallar la mejor manera de librarnos de nuestros aliados.

El capitán guardó silencio aunque, tras escuchar las pa­labras del elfo, se preguntaba qué suerte correrían él y los otros humanos cuando la isla cayera.

—Aceptaremos la rendición del alcázar de la Lanza de la Luz en Ruith —prosiguió el elfo—. Y este barco, como planeamos, entrará en la bahía de Leuthilspar para tomar la corte.

—Haces que parezca fácil —comentó Blethis.

—¡Lo mío me ha costado! —saltó el elfo—. Me he pa­sado toda la vida, más de seiscientos años, planeando este ataque final. ¡He ganado y he gastado docenas de fortunas para financiarlo, he formado alianzas que corromperán mi alma por toda la eternidad! Te he dicho lo que debes saber. Créeme, estas naves arribarán a una isla asolada casi irre­mediablemente.

»Casi, pero no del todo —añadió—. En el pasado, los elfos han reconstruido a partir de menos de lo que nosotros les dejaremos. Esto los purificará y, finalmente, los dorados se alzarán por encima de la escoria gris. Siempre Unidos re­nacerá a imagen del antiguo Aryvandaar. Y, desde aquí, los elfos volverán a expandirse y conquistar tierras.

Blethis se dio cuenta de que el elfo ya no hablaba con él. Kymil Nimesin estaba recitando una letanía, evocando una visión que había guiado y determinado sus siglos de vida. Pero el humano no era capaz de decir si había alguna verdad en esa visión o si era un delirio.

Si Kymil Nimesin hubiera contemplado la batalla que se desarrollaba entre los templos de la Arboleda de Core­llon, es posible que él mismo hubiera dudado de la cor­dura de su empresa. Ni siquiera su furia ciega podía justifi­car que soltara la venganza de Malar en la isla de los elfos.

El devorador de elfos se abría paso entre piedras alzadas, mientras sus numerosos tentáculos se retorcían y trataban de atrapar a los chamanes elfos, que entonaban hechizos de defensa. Con la misma despreocupación con la que una cortesana podría ir comiendo los granos de un racimo de uva, el monstruo fue devorando a los elfos uno a uno. Al­gunos lograron escapar hacia el bosque, aunque la mayoría se quedó para combatir al monstruo con cualquier arma que tuviera a su alcance: espadas, fe o magia.

La princesa Ilyrana contemplaba horrorizada esa carni­cería desde su ventana de una torre de gran altura del tem­plo de Angharradh. En su memoria evocó la imagen de la última vez que había visto a esa bestia: durante la terrible destrucción de los elfos synnorian de las islas Moonshaes. Fue un día de horrores, y el peor fue ser testimonio de cómo esas voraces fauces se tragaban a un muchacho elfo de cabello azul. Ilyrana nunca supo cuál de sus hermanos menores había corrido esa suerte, ni tampoco si el otro ge­melo había conseguido sobrevivir. La princesa revivió la sensación de fracaso que tuvo entonces, la impotencia de una sacerdotisa aún joven e inexperta.

Una joven humana, vestida de escarlata y con el pelo al­borotado, irrumpió en la habitación. A Ilyrana le costó unos momentos reconocerla como la hija de Laeral, Amiga de los Elfos. .

—Tal como lo veo yo —dijo la joven, con los brazos en jarras y mirando desafiante a la princesa—, puedes luchar o huir. ¡Pero tienes que decidirte ya!

—Maura, ¿verdad? —murmuró la princesa Ilyrana con su dulce voz.

—No lo seré por mucho tiempo si no haces algo. —La humana desenvainó la espada y se encaminó a la puerta.

Por un momento, la sacerdotisa creyó que Maura iba a obligarla a huir y, de pronto, se dio cuenta de que no deseaba hacerlo. No, se quedaría y lucharía.

Maura, que observaba atentamente el rostro de la prin­cesa, asintió satisfecha.

—Haz lo que debas. Yo te cubriré tanto tiempo como pueda.

La sacerdotisa buscó los hilos de magia que la unían a Arvandor. Una presencia familiar invadió su mente en si­lenciosa reprimenda, al tiempo que un fino hilo de calor y fuerza se introducía sinuosamente en su embotado cere­bro. Ilyrana se sumió por completo en una plegaria mágica y se entregó por completo a Angharradh, su diosa.

De repente, a la elfa le pareció que el misterio sobre el que había reflexionado toda su vida se le exponía clara­mente ante sus ojos. Angharradh, la diosa que era tres y al mismo tiempo una, no era tan distinta de las otras divini­dades del Seldarine. Y tampoco era tan distinta de la magia única que sustentaba Siempre Unidos. Muchos y, al mis­mo tiempo, uno. Tal vez los magos no eran los únicos elfos capaces de conjurar la fuerza mágica combinada de un Círculo.

Ilyrana cerró los ojos y se sumió aún más profunda­mente en su plegaria meditativa, hasta que el poder de la diosa pareció fluir por su cuerpo como aire, uniéndola con hilos de plata al tejido. Entonces, la princesa se puso en contacto con el poder de otros sacerdotes y sacerdotisas, que rezaban desesperadamente. Uno a uno fue tocando las asustadas mentes de los clérigos de Hanali Celanil, Aer-drie, Sehanine Moonbow, de todas las diosas cuya esencia se reflejaba en Angharradh. Pese a ser muchas, se convir­tieron en una sola, tal como fue engendrada Angharradh.

A medida que la conciencia del hechizo de Ilyrana se iba extendiendo por la arboleda asediada, los sacerdotes y las sacerdotisas de todas las deidades elfas se unieron a la prin­cesa, prestando a esa hija de Angharradh, no del todo mor­tal, la fuerza de sus oraciones y de su magia.

Ilyrana reunió todo ese poder y formó con él una nueva y terrible diosa. En respuesta a la plegaria colectiva, del suelo de Siempre Unidos surgió una doncella guerrera, ataviada con una reluciente armadura. Era alta como un roble y enarbolaba una lanza del tamaño del mástil de un barco.

La guerrera se mantuvo firme mientras el devorador de elfos cargaba contra ella y, entonces, hundió la punta de la lanza en la boca del monstruo. Con toda su fuerza empujó hacia abajo el extremo romo de la lanza, haciendo palanca contra el suelo. Entonces, clavó los talones y aguantó.

La lanza frenó bruscamente la terrible carga del mons­truo. Pese a que la impresionante vara se dobló como un arco y la madera crujió por el esfuerzo, la doncella no la soltó. Entonces, de repente, se lanzó hacia atrás y soltó la lanza.

El extremo romo del arma salió disparado con fuerza hacia arriba, arrojando al devorador de elfos en la direc­ción opuesta. El monstruo voló, aterrizó sobre su redondea­do caparazón y empezó a balancearse como una tortuga puesta del revés. Sus tres enormes patas se agitaban y sus tentáculos azotaban el aire furiosamente, pero era incapaz de enderezarse.

Uno de los tentáculos atrapó a la doncella, se le enrolló alrededor de un brazo y tiró. La guerrera mágica sacó un cuchillo y cortó el apéndice, tras lo cual se arrancó el trozo que se le había quedado pegado a la carne. Allí donde las ventosas se habían adherido, aparecieron círculos de san­gre, pero la guerrera no prestó atención a esas heridas.

La doncella cogió del cinturón una red tejida con tela de araña y la hizo girar sobre su cabeza. Acto seguido la arrojó sobre el monstruo, y lo atrapó en una mágica tela­raña plateada. Entonces se volvió hacia la torre y dirigió un asentimiento a la atenta princesa, que le había dado forma. Un momento después se esfumó, y el devorador de elfos con ella.

También habían desaparecido muchos clérigos, pues sus espíritus estaban unidos al hechizo. De todos los elfos que habían creado a la diosa guerrera aunando su poder, sólo quedaba Ilyrana.

Pero también su espíritu había huido. Al arrodillarse junto a la inmóvil princesa, Maura se fijó en los círculos de sangre que se le marcaban en un brazo.

La mujer corrió hacia la ventana y gritó pidiendo soco­rro. Los clérigos supervivientes corrieron en su ayuda, pero nada de lo que hicieron logró arrancar a la princesa de su profundo sueño.

Finalmente, decidieron con ánimo sombrío llevar a la princesa a Leuthilspar. Si había alguien capaz de entender esa incomprensible fusión de lo mortal y lo divino, ésa era la reina Amlaruil.

Maura los acompañó. Mientras atendía a la princesa notó con una mezcla de temor y fascinación que en el cuerpo silencioso de Ilyrana aparecían otras heridas. Era como si la elfa aún estuviera luchando en algún lugar, li­brando una batalla que sólo los dioses podían presenciar.

Cuarta parte
La familia real

«El deber hacia el clan y la familia, hacia la gente y la tie­rra natal, ésta es la verdad que guía la vida de losffolk de las Moonshaes y que hace arder su sangre guerrera. Pero, a lo largo de mi vida, he aprendido que el honor que tanto apre­cian mis parientes de las tierras altas no es nada comparado con el honor de los elfos. Por esta razón me siento humilde ante ese maravilloso pueblo y, con toda sinceridad, admito que también me inspira más que un poco de miedo.»

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