Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (38 page)

BOOK: Siempre Unidos - La Isla de los Elfos
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Pero la destrucción no acabó aquí. El vórtice arrancó ár­boles de cuajo y los absorbió hacia su interior. En pocos momentos, el brumoso remolino presentaba un espantoso tono gris rojizo, mezcla de humo y sangre.

Instintivamente, los dragones dorados y plateados se apartaron de la fuerza de su núcleo pues, pese al éxito del día anterior, temían que los succionara el vórtice mágico.

Tan repentinamente como se había formado, el torbe­llino desapareció. Una terrible tormenta negra y carmesí descargó sobre la arrasada tierra. Eran los cuerpos de los dragones, quizá doscientos.

E, igual de repentinamente, Chandrelle empezó a caer. La magia que había conjurado se había evaporado y, por primera vez en su vida, un encantamiento había concluido tan rápidamente que no tuvo tiempo de prepararse. Débil­mente, la elfa notó que sus manos seguían aferrando las riendas del dragón y vio la borrosa mancha del bosque, que continuaba desfilando a sus pies. Su cuerpo mortal no ha­bía sufrido herida alguna y, sin embargo, estaba cayendo.

La maga supo qué había ocurrido. La muerte de tantos dragones, de tantas criaturas mágicas, había desgarrado el material del que se componía el Tejido. Como consecuen­cia, su propia esencia mágica, que había estado indisolu­blemente unida al hechizo, había abandonado el mundo mortal junto con los dragones a los que su magia había matado. Estaba muerta, pero su cuerpo aún no había te­nido la oportunidad de darse cuenta.

Vagamente, Chandrelle vio que su cuerpo se volvía translúcido y que se disolvía en motas de luz dorada. El dragón que montaba parecía aturdido y confuso por la inesperada ruptura del lazo mágico que los unía. El levia-tán viró bruscamente hacia un lado, interponiéndose en la trayectoria de un venerable dragón plateado.

El estruendo del impacto resonó por la asolada tierra. El mago que montaba el dragón plateado salió despedido de la silla y cayó dando vueltas, exánime. Los dos dragones forcejearon inútilmente para intentar deshacer la maraña de alas y libreas elfas.

Lo lograron, pero demasiado tarde. Justo cuando el dra­gón de Chandrelle conseguía desplegar las alas, el tronco recortado de un enorme pino lo atravesó como si fuera una lanza. El dragón empalado se debatió, pero ense­guida flaqueó y se convirtió en un destello de oro deslus­trado en un paisaje carbonizado. Antes de chocar contra el suelo, el dragón plateado logró planear, pero no había adonde ir. A su alrededor altas llamaradas, alimentadas por los vientos, rugían furiosas. El corto y desesperado vuelo del dragón terminó en la densa cortina de humo negro, y los vientos lo arrastraron hacia un chisporro­teante infierno.

Vhoori Durothil, el Alto Consejero de Siempre Unidos, escuchó en silencio las malas noticias que llegaban de la torre de Sumbrar.

Una bandada de dragones se dirigía al norte, atrave­sando Faerun, arrasando todo lo que encontraban a su paso. Muchas comunidades elfas habían sido destruidas, bien por los dragones o por los voraces orcos y goblins, que seguían la estela de los leviatanes.

—¿Y qué hay de los jinetes de dragón? —inquirió—. Mi hija Chandrelle me comunicó su plan, y enviamos mu­chos archimagos para ayudarla.

La respuesta fue un largo silencio.

Su viejo amigo, Brindarry Nierde, había llegado casi tan alto como él en el trabajo que había elegido. Ahora, el elfo dorado no sólo estaba al mando de los guerreros de Sum­brar, sino de todos los de Siempre Unidos.

El mago suspiró y se recostó en el respaldo de la silla. Conocía demasiado bien esa luz que ardía en los ojos de Brindarry; un entusiasmo casi maníaco por entrar en bata­lla. Era evidente que el guerrero tenía un plan.

—¿Qué recomiendas? —le preguntó.

—No podemos hacer oídos sordos al sufrimiento del Pueblo. Las puertas mágicas entre la isla y el continente son escasas. Yo digo que creemos más, muchas más.

—No es nada fácil crearlas, y nunca deberían usarse a la ligera. Los viajes mágicos exigen un alto precio.

—¿Y el precio pagado por los elfos del continente no lo es? —objetó Brindarry—. Tenemos que enviar guerreros para detener a los orcos y Círculos de Archimagos para lu­char contra los dragones.

—¿Y Siempre Unidos? Si seguimos tu sugerencia, redu­ciremos peligrosamente las defensas de la isla.

—No creo —repuso Brindarry con un cierto desdén—. Contigo como Alto Consejero, hemos asegurado la isla contra cualquier ataque posible. ¿Cuándo fue la última vez que alguien vio un pellejudo o un sahuagin? ¿Cuándo fue la última vez que un barco hostil trató de aproximarse a nuestras costas? Entre los Guardianes y la flota Ala de Es­trella, ningún enemigo puede acercarse.

—Pongamos que te diera la razón. Incluso así, es casi seguro que el Consejo se opondría —objetó Vhoori.

—En ese caso disuelve el Consejo. Ha quedado obsoleto.

El mago reflexionó. Por tradición, los elfos habían creí­do durante mucho tiempo que la mejor forma de gobierno era un Consejo de Ancianos, un organismo cuyo objetivo no era imponer nada por la fuerza, sino aconsejar basán­dose en la sabiduría de sus miembros. Pese a que el Pueblo casi siempre seguía las recomendaciones del Consejo, va­loraba en gran medida el pensamiento individual y la li­bertad personal en la toma de decisiones. Los elfos de Siempre Unidos se opondrían de plano al mínimo intento de recortar esos derechos ancestrales.

Pero, por otra parte, muchos elfos se apresurarían a em­puñar las armas al enterarse de las malas noticias del conti­nente. Algunos hacía poco que vivían en Siempre Unidos y muchos de esos recién llegados tenían familiares cerca­nos en las áreas asoladas por el vuelo de los dragones. Otros elfos se mantenían firmes en el principio de unidad del Pueblo y lucharían con tanto ímpetu por un extraño como lo harían por su propia familia. E, independiente­mente de las circunstancias personales, todos los elfos de Siempre Unidos compartían una misma idea sobre el des­tino y su papel en él. Siempre Unidos representaba espe­ranza y un refugio para todos los elfos. En épocas tan oscu­ras, ellos tenían el deber de llevar esperanza a los elfos que estaban demasiado atribulados para buscarla. Incluso con el voto en contra del Consejo, con tan sólo un poco de es­tímulo era seguro que los elfos se unirían en gran número para acudir al rescate de sus parientes lejanos.

Cuando en Siempre Unidos apenas quedaran guerreros y magia, cuando los clanes nobles representados en el Con­sejo estuvieran ocupados en el continente, Vhoori Durothil se proclamaría rey. Y ni siquiera el elfo gris más fastidioso podría alzar la voz con éxito.

—Empieza a reunir tus fuerzas —dijo Vhoori—. Con­vocaremos a los Círculos y empezaremos inmediatamente a crear puertas.

De regreso a la ciudad elfa acosada, Brindarry Nierde aprestó a sus guerreros para la lucha. En los primeros mo­mentos del vuelo de los dragones, Chandrelle Durothil había descubierto el avance orco y se lo había comunicado a través de una de las gemas de comunicación de su padre. Brindarry estaba preparado para la batalla e incluso an­siaba que empezase.

El elfo se había pasado toda la vida en Siempre Unidos, por lo que nunca había tenido oportunidad de combatir contra el enemigo tradicional del Pueblo. Brindarry estaba convencido de que, ese día, él y sus guerreros iban a revivir la legendaria batalla de Corellon Larethian y Gruumsh el Tuerto. Sus elfos vencerían, tan seguro como lo hizo Core­llon, y pasarían a formar parte de las leyendas y la gloria del dios elfo de la batalla.

De pronto, Brindarry sintió un extraño hormigueo. Al­go había cambiado, algo importante. Era como si, en ple­no chaparrón estival, la lluvia y las nubes desaparecieran, dejando los cielos totalmente secos y despejados. Para su sensibilidad mágica, el aire era menos denso, estaba casi... vacío.

—El Mythal —murmuró, comprendiendo qué había sucedido. El escudo mágico que impedía la total destruc­ción de la ciudad se había esfumado.

El guerrero tuvo un acceso de pánico. Tenía confianza en sus habilidades y en las de sus guerreros, pero se daba cuenta de que si fracasaban, el precio sería enorme. Si los defensores caían, la puerta a Siempre Unidos quedaría abierta. Brindarry nunca se había imaginado que los orcos pudieran llegar a poner un pie en la isla.

El guerrero cogió la gema de comunicación que lo unía a Chandrelle Durothil. La piedra estaba fría y silenciosa; sin magia. Chandrelle había muerto. Ya no»se podía contar con que los jinetes de dragón regresaran y participaran en la batalla con su mezcla de magia elfa y de dragón.

Brindarry poseía otra gema mágica, que era incluso más poderosa que la anterior. El elfo tiró del colgante de oro que llevaba bajo la túnica y se concentró en la gran piedra lisa que pendía de él. En pocos momentos apareció el an­guloso rostro de Vhoori Durothil.

No había tiempo para palabras ni para largas explicacio­nes. En la ciudad ya se luchaba junto a las brechas en los muros y resonaba el ruido de los proyectiles con los que los orcos trataban de derribar las puertas del margen del río.

—¿Qué ocurre, amigo mío? —inquirió Vhoori—. Oigo ruido de batalla. ¿Necesitas ayuda? ¿Más guerreros, magia? Dime qué puedo hacer.

Justo entonces la enorme puerta de madera se hizo añi­cos y los orcos desbordaron las murallas de la ciudad, como el agua en una presa rota. Brindarry enarboló el arma y dirigió sus últimas palabras a su mejor amigo:

—Sólo hay algo que puedas hacer. Cierra las puertas a Siempre Unidos.

Dos días después, siete dragones con sus correspon­dientes jinetes regresaron renqueando a la ciudad. Los su­pervivientes se encontraron con un río infestado de cadá­veres, calles rojas por la sangre seca y hermosos edificios reducidos a ruinas. Incluso la orgullosa torre, una de las úl­timas manifestaciones de la tradición de la Alta Magia del antiguo Aryvandaar, había sido saqueada.

Esa noche los elfos acamparon en la ciudad reducida a escombros. Incluso los dragones se acomodaron en patios vacíos y plazas de mercado en ruinas, y trataron de curarse las heridas y recuperarse mentalmente. Los leviatanes que habían sobrevivido a la batalla se encontraban aturdidos y desorientados como consecuencia del potente hechizo.

Los magos no lograban ponerse de acuerdo sobre qué hacer. Las puertas mágicas estaban cerradas y no podrían regresar a Siempre Unidos a través de ellas. Tampoco era probable que pudieran crearse nuevas pronto. Siempre Unidos se había quedado casi sin magos ni soldados. Los pocos archimagos que seguían en la isla tendrían cosas más urgentes que hacer que abrir nuevas puertas; y el número de soldados no bastaba para proteger los nuevos accesos de una posible invasión. Una cosa estaba clara: el poder per­sonal de cada uno de los magos supervivientes ya no era el de antes. Seguramente la destrucción de los dragones ma­lignos había salvado muchas vidas, pero el Tejido había su­frido un gran destrozo.

En los años siguientes, los magos de Siempre Unidos atrapados en el continente se dispersaron como hojas de otoño. Algunos permanecieron en las cercanías del río para reconstruir la ciudad o se adentraron en el bosque en busca de otras comunidades elfas. A otros les sedujo hasta tal punto su primer vuelo a lomos de un dragón que per­manecieron junto a los leviatanes para estrechar lazos.

Poco después de que la estrella carmesí conocida como Rey Asesino se esfumara sin que nadie se lamentara por ello, un nuevo prodigio apareció en los cielos: por la no­che, una ristra de pequeñas luces brillantes seguía la estela de la luna, como polluelos que corretearan tras su madre sin perderla de vista.

Los poetas llamaron a este fenómeno las Lágrimas de Selüne. Nadie sabía a ciencia cierta qué eran ni cuál era su significado. Algunos elfos se animaron, pues recordaban las leyendas sobre el origen del Pueblo, según las cuales los elfos eran los hijos de la sangre de Corellon mezclada con las lágrimas de la luna. Para ellos, este fenómeno anun­ciaba el fin del exterminio de los elfos y de tantas de sus culturas ancestrales.

Otros argumentaban que las Lágrimas de Selüne eran un símbolo del favor de los dioses, de que veían con bue­nos ojos el espectacular grado de dominio que habían al­canzado sus hijos en la magia.

Pero, en verdad, si algo representaban esos cuerpos ce­lestes era el final de una era.

Lenta, pero inexorablemente, la Alta Magia estaba desa­pareciendo del mundo. Todavía quedaban algunos enclaves en los que se practicaba, como el bosque Darthiir, el bosque de Invierno, los árboles Enmarañados y Siempre Unidos. Algunos adivinos predecían que, muy pronto, la Alta Ma­gia sólo podría conjurarse en Siempre Unidos. A medida que esa lúgubre predicción se iba cumpliendo, la isla adqui­rió una importancia aún mayor como refugio elfo.

Vhoori Durothil se había equivocado en muchas cosas. Nunca accedió al trono de Siempre Unidos, aunque él y sus descendientes controlaron el Consejo durante muchos siglos. Tal como demostró el intento de rescate, los recur­sos de la isla no eran ilimitados.

Pero en una cosa sí que dio en el clavo: empezaba una nueva era para los elfos, aunque no sería la era dorada que él había previsto, sino un tiempo de graves conflictos y confusión. Siempre Unidos iba adquiriendo más impor­tancia a medida que las tribulaciones de los elfos del conti­nente aumentaban.

Para muchos elfos, las lágrimas de la luna —que según las leyendas habían engendrado a los elfos— podrían muy bien señalar su fin en Faerun.

11 del mes de Flamerale de 1368 CV

Athol del alcázar de la Candela te envía sus renuentes sa­ludos, Danilo Thann.

He leído tu última carta y la anterior a ésta, y las muchas precedentes. Si debo serte sincero, me estremezco al pensar en lo que debes de gastar en tinta y pergamino.

Pero bueno, supongo que no hay otro remedio. Si realmente quieres realizar esta tarea y hacerla bien, debes ser insistente en la busca de información. Pero eso no quita para que seas breve.

Puedes empezar por ahorrarme tus palabras bonitas y tus lisonjas. Aunque no dudo de tu sinceridad, tus cumplidos sólo consiguen sacarme de mis casillas. Tal vez porque recuerdo de­masiado bien cómo solías hacer mofa de mi nombre

Aún no he descubierto por qué te resultaba tan gracioso.

Lamento no poder enviarte el libro que me pedías en tu úl­tima carta. Es muy viejo, tal vez uno de los cinco más anti­guos de la biblioteca, y sus frágiles páginas y cubiertas no resis­tirían el viaje. Lo mejor que he podido hacer es contratar a una escriba para que haga una copia. Adjunto algunas pági­nas de muestra. Si te complace el trabajo, le encargaré que co­pie todo el libro a cambio de unos honorarios razonables, 5.000 piezas de oro. En realidad, el trabajo vale bastante más, pero la escriba es una estudiante de quinto año.

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