—Ácido tártrico y bicarbonato de sosa; vino blanco y azúcar.
Acabé con la pava. Vinieron buñuelos de crema. Acabé con los buñuelos de crema. Coñac. El coñac acabó conmigo. Jasper y Alexander me sugirieron una siesta y se ofrecieron para llevarme a la cama en una hamaca improvisada mediante una manta. Tuve la prudencia de no aceptar, en bien de mi digestión.
—Cerca del fuego —dije.
Cerca del fuego me pusieron, horrorosamente atentos. Quedé rodeado de periódicos, revistas, libros, barajas y dados.
Jasper se fue a Saint-Constantine, y Alexander al laboratorio. Inmediatamente empecé a bostezar y a dar cabezadas. Pero
Penique
no me dejó tranquilo. Se frotaba contra mis piernas, me saltaba sobre las rodillas, volvía a bajar, subía a la mesilla, pasaba a mis hombros, me husmeaba los cabellos, se me deslizaba por el pecho cogiéndose con las uñas para no resbalar y pinchándome de lo lindo. ¡En fin!
Me levanté y fui al laboratorio.
—¿Qué haces, Alexander?
Apartó el ojo del microscopio.
—Sigo el proceso de los virus atenuados.
—Déjame ver.
Meneó la cabeza enérgicamente.
—De ninguna manera, Len. Está prohibido incluso que entres aquí. Si no te retiras en seguida tendré que denunciarte. ¿Es que te has cansado de hacer solitarios?
En mi pensamiento se desparramó una baraja. Cartas en el suelo y en el cubrecama. «
Vengo haciendo solitarios a diario desde hace cinco años. Podría hacerlos con los ojos cerrados.
»
Ahuyenté el pensamiento con la mano como si fuera un tábano.
—Vete arriba, Len; échate un rato; te has puesto pálido.
Arriba… la escalera… Me así a la barandilla y miré la escalera de arriba abajo. El tragaluz vertía una claridad amarillenta, irreal… ¿Cómo no oía los cantos?, ¿cómo no veía los cirios y la gente apiñada?, ¿cómo no bajaban el féretro?… Empecé a subir lentamente, obsesionado. Mi manga rozó las flores de papel del macetero y me detuve como si me hubiera tocado un fantasma. Tragué saliva y proseguí. Miré la puerta cerrada del cuarto de Martino… Volvía el tábano… Agité la mano y me cubrí los ojos desesperadamente. Sonó la campanilla de la calle. Sacudí la cabeza y miré a mi alrededor. Estaba despierto; realmente, estaba despierto. Abajo resonaron los tacones de Honora y se oyó abrir la puerta.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes. Pase; es usted el primero. El doctor le atenderá en seguida.
Las tres. La consulta.
Acabé de subir y pasé ante aquella puerta cerrada. No era ya el cuarto de Martino. Volvía a ser el de Jasper.
Con paso firme me dirigí a mi dormitorio. La cama de Alexander ya estaba fuera y me habían devuelto la mesilla de noche, el lavabo y la percha. Me tendí pesadamente. Todo era igual que antes. Que antes de todo. Pero Alexander se había olvidado sus trastos de afeitar en mi lavabo, su toalla, sus zapatillas, su… ¿Pero es que hacía uso de mi cuarto todavía? Su ropa estaba colgada en mi percha, ¡y con qué desbarajuste, madre mía! Me levanté atónito; él jamás había sido desordenado. Salí, abrí su dormitorio y me asomé. El lecho, en su sitio, bajo la capillita de San Roque. Todo escrupulosamente ordenado. Las zapatillas, la ropa, los útiles de afeitar…
El que se había instalado en mi habitación era Jasper. ¿Por qué? ¿Le repugnaba ocupar el lecho de…? ¿O le imponía?
Miré la puerta que ponía en comunicación las dos alcobas: estaba cerrada y tenía una silla delante.
¿Qué les ocurría con aquel cuarto? Ni Alexander ni Jasper eran tan niños como para cogerle miedo a cuatro paredes vacías. Me acerqué, aparté la silla y moví el tirador. Estaba cerrado con llave. Salí al corredor. Probé en la otra puerta y obtuve el mismo resultado. Regresé al cuarto de Alexander y abrí su mesilla de noche. Lo revolví todo sin hallar llave alguna. Fui a mi habitación. Miré todos los cajones, busqué en los bolsillos de Jasper… Necesitaba abrir el cuarto de Martino. ¡Saber qué era lo que impresionaba a Jasper y a Alexander!
Sacudí toda la ropa que hallé para hacer saltar la llave. Pero fue imposible. No estaba allí. Por fin la vi sobre el antepecho de la ventana. La así temblando; la miré temiendo que no fuera aquélla. No cabía duda, y aún dudaba cuando la introduje en la cerradura. Lo hice con gran trabajo porque el pulso me fallaba. Sentía las venas del cuello latir con fuerza. Me palpé el corazón y me apreté el pecho. Temía un colapso. Cualquier impresión me producía un colapso. ¿Pero qué es lo que me había de impresionar? ¿Qué esperaba hallar? Di vuelta a la llave y luego al tirador. Abrí de golpe.
Sufrí una decepción. Todo olía a formaldehído. El lecho, limpio y blanco; las paredes del cuarto, lavadas; los muebles, recién barnizados. Nada de particular.
El intenso olor del desinfectante perduraba porque todavía no se había establecido una ventilación activa. Nadie había ocupado el cuarto.
Me quedé en medio del recinto, inmóvil, aturdido.
Penique
se escurrió entre mis piernas y saltó sobre la cama. Husmeó anonadado. No quedaba rastro alguno de su amigo, como si nunca hubiese estado allí… o como si hubiera muerto. De aquel modo quedaban los dormitorios cuando sus ocupantes habían dejado de existir.
Penique
irguió mucho la cabeza, se estiró, lanzó un maullido escalofriante y raspó la sábana con las uñas como si astillara el féretro de mis pesadillas. Me estremecí de pies a cabeza y salí al corredor. Quedé agarrado a la barandilla de la escalera, atontado, aterrado. Veía ante mí la cara desfigurada de Martino, las sábanas manchadas de sangre, aquella mano crispada abriéndose espasmódicamente y dejando escapar la medalla del Sagrado Corazón de Jesús. ¡Yo acababa de matarle! ¡Yo le había abierto la tráquea con pulso inseguro y enfermo, y le había quitado la vida cuando el suero ya le curaba! ¡Por eso Jasper y Alexander evitaban hablarme de él! ¡Evitaban mis preguntas! ¡Evitaban incluso visitarme… hasta que decidieron el engaño! Alexander se turbaba porque le era difícil mentir; amaba demasiado la verdad. Jasper lo tramó todo; intentó mantener incluso que Martino se había salvado gracias a la operación, acusándose de haberme inoculado el suero a mí sin ninguna garantía. Alexander no lo había soportado: «
¡Basta! ¡Eso, menos aún!
» Menos aún que la verdad… «
Prefieres decir la verdad… nada te importa que a Len le dé un colapso…
» Y entonces habían hecho el último intento en favor de mi corazón: «
Martino se fue con rumbo a Dinamarca
», y no faltaba un solo detalle: «
El pasaporte le caducaba… cogió el tren para Yarmouth… le acompañamos a la estación… Le he dicho que no escriba…
» Pero todo lo había contado Jasper. Alexander callaba; sólo cuando pregunté si podríamos tener la certeza algún día de que el asesino había emprendido un camino limpio, él había dicho con firmeza: «
Sí, Leonard
». El camino que le ofrecería la Misericordia infinita… «
En su rostro fue reflejándose una gran tranquilidad… Nunca había visto sus facciones tan apacibles… Parecía como si por primera vez en la vida alcanzara la fortuna… Pasé catorce horas velándole… notaba el cambio de temperatura de su mano…
» Honora le había sorprendido en el velorio: «
El doctor Alexander le susurraba cosas al oído…
» Rezaba, le asistía en la muerte a través de sus oraciones…
De pronto chocó en mi mente el rostro de Alexander bajo los sombrajos de los eucaliptos: «
No tienes ni chaqueta, ni pantalones, ni calcetines, ni zapatos, ni capa, ni sombrero… Yo le di unos puños y Jasper una corbata
». Si en realidad Martino había muerto, ¿cómo Alexander se había atrevido a llevar la farsa hasta ese punto? «
No pude darle lo mío porque sólo tengo lo que llevo puesto; en cuanto a lo de Jasper, le venía grande de un modo ridículo.
» ¿No era esto muy veraz, muy real? ¿Podía la ingenuidad de Alexander tramar estos astutos detalles? No, no podía. Martino vivía. Martino estaba en Dinamarca. «
Cuando, por fin, supimos a ciencia cierta que el Amter había zarpado llevándoselo a bordo, lanzamos un suspiro como el de los que acaban de nacer… Parecía un hombre distinto… su expresión recordaba a Alexander
»; Jasper jamás habría sabido inventar una expresión… «
No habla danés… no habla sueco
». De ser todo una farsa, con decirme que conocía algún idioma de la rama escandinava me hubieran dejado más tranquilo. «
Sabe trabajar de curtidor
». A mí me había dicho el inspector Wyatt que su padre era curtidor; ¿quién sino Martino se lo había dicho a ellos? «
Buscará empleo… está dispuesto a luchar
». ¡Martino vivía! De no ser así, Alexander no hubiera podido decir: «
Se creía muerto y me tomaba por San Roque
». Él no sabía que se parecía a la figurilla de yeso. Sólo Martino pudo decírselo… o tal vez yo mismo en mis desvaríos… «
Tú también estuviste una noche entera rezándome el credo
»… ¡Podían haberlo falseado todo hasta ese extremo! Podían haberle enterrado con mis ropas; podían haber comprobado si el Amter verdaderamente zarpaba para Dinamarca; podían haber leído en los diarios que era curtidor… «
Olvídate de Martino, ¿oyes? Olvídate de Martino… Len; te pido por favor que no le nombres nunca más…
»
Me apreté las sienes. El pecho se me encogía, me ahogaba. Bajé las escaleras tambaleándome, asiéndome en todas partes. Llegué al gabinete. La clientela me miró asombrada. Me escurrí hacia el consultorio apoyándome en la pared. Abrí la puerta y me eché en el sillón más cercano. Alexander corrió a mi lado.
—¡Len!
En seguida se volvió hacia el paciente al que estaba atendiendo.
—Aguarde ahí al lado, en el laboratorio, por favor.
Me alzó la cabeza.
—¿Qué ha sido, Leonard?
Sus ojos angustiados examinaban mis facciones. Le miré fijamente. Ahora sería incapaz de engañarme. En su rostro resplandecía la bondad y la nobleza. Me sacaría de la terrible incertidumbre, me aclararía la verdad… «
La verdad, siempre la verdad, ¿no es eso, Alexander?
» A Jasper no se lo preguntaría nunca; antes de contestarme tendría presente mi lesión cardíaca y mi hipersensibilidad.
—¿Qué te ha ocurrido, Len? ¿Ha vuelto una pesadilla?
Atontado, temblequeando, pestañeé. Luego afirmé con la cabeza.
—Una pesadilla… —repetí quedamente.
Mis párpados se cerraron. No dije nada más. Dejé que me pusiera la mano sobre los ojos. Aquella mano fresca que infundía calma. No pregunté. Ya no quería preguntar. De pronto había perdido el deseo de saber. Preferí ignorar lo que ya no podía remediarse.
Y
sigo creyendo que Martino emprendió una vida nueva en Dinamarca. Tal vez sea verdad.
FIN
LLUÏSA FORRELLAD nace en Sabadell en 1927. Deja los estudios de Medicina y trabaja en un pequeño taller textil familiar, trabajo que le permite tener un bloc y una pluma para anotar temas y personajes. En 1948 funda el Cuadro Escénico de la Purísima, con su hermana gemela Francesca. Recibe premios de interpretación y escribe teatro:
Dos razones
y
Regimiento de caza 43
. Gana el Premio Nadal 1953 con la novela
Siempre en capilla
, con gran éxito de público y crítica, y se hacen más de treinta ediciones y traducciones.La escritora alcanzó rápida notoriedad y llegaron los elogios de la crítica, incluso del extranjero, ya que
The Times
y también Ramón J. Sender, desde México, la alabaron. La novela abría sin duda grandes expectativas. Sin embargo, y de forma tan sorprendente como había aparecido, Lluïsa Forrellad desapareció de la escena literaria poco tiempo después, sumiéndose en el silencio. Durante medio siglo ha permanecido voluntariamente retirada, pero sin dejar en ningún momento de escribir. Y ahora, a sus 78 años, reaparece por la puerta grande, con una ambiciosa novela que no dejará a nadie indiferente:
Fuego latente
.