—Lo pareces tú. ¿Es que piensas ocultarme que ayer me dio un berrinche? ¿Qué es lo que no puedo ver? ¿El registro de la crisis máxima?
—Te lo diré, Len: llegaste a la ebullición. Esterilizábamos el material de cura sobre tu abdomen.
Con toda calma sacó el estuche de inyectables, cargó la jeringa, me frotó el brazo y clavó la aguja. Tranquilamente me dejó una bola de líquido debajo de la piel.
—Me voy. Me espera un montón de trabajo. Si en mi ausencia me echas de menos, puedes patalear y vociferar; quizá esta vez consigas los cuarenta grados de temperatura.
—Jasper… ¿Cómo lo tomó ayer mi padre?
—Pudo creer que te despellejábamos vivo, pero le hicimos marchar a tiempo.
—¿Con qué pretexto?
—Con el de que dormías como un lirón. ¿Quieres verle hoy?
—No. Que se vuelva al pueblo. Yo iré allá en cuanto me levante. Díselo así… Está con él Charles, ¿verdad?
—Sí. Tu hermano me preguntó al oído si estabas mutilado. Vas a dar pie a muchas deducciones.
—Diles eso del corazón francamente. Que lo tengo débil, que el alborozo me perjudica; que la emoción me produce taquicardia o tal vez arritmia… no sabrán qué es ni una cosa ni otra.
—Tu hermano me preguntó si padecías atrofia hiperplásmica o degeneración cérea y granulograsosa.
Me quedé de una pieza.
—Alexander habló largo rato con tu padre. Debió ponerle en autos de tu facha.
—¿Qué le dijo?
—No lo sé —miró su reloj—. En seguida vendrá y te lo dirá él mismo. Yo tengo que irme.
Me dejó y me quedé sin otro recurso que el de aguardar a Alexander.
¿Oíste como dijo que vendría en seguida? Va para ti la pregunta, lector. Pues eso mismo creía entender yo.
Se presentó alrededor de las doce del mediodía.
—¡No hay derecho, hombre! ¿Te importa un bledo el que me chinche toda la mañana esperándote? ¿Qué diablos puede fastidiarte una visita si cuando vienes te estás aquí dos segundos? ¿Acaso crees…?
Me callé en seco. Mi padre estaba detrás de él. Vi sus bigotes y su pipa. Sin darme tiempo de reaccionar, se acercó a la cama y me tendió la mano.
—¡Hola, hijo! ¡Así debieran verte todos los pacientes que sometes a dieta! —soltó una carcajada.
Quedé frío.
Acto seguido entró un muchacho, fuerte y cuadrado; era Charles, mi hermano. Corrió a mi lado y me trituró la mano entre las suyas de fundidor.
—¡Caray, señor doctor! ¡Qué lucido te has quedado! ¿No será la sangre de conejo que te introdujeron en el vientre? Se dice que te horadaron con una aguja del calibre de un cigarro puro —me echó abajo la ropa de la cama—. ¿Se puede ver el agujero?
—¡Quieto, Charles! —saltó mi padre—. ¡Déjale en paz! ¿Qué hay, Leonard? ¿Es cierto todo lo que dicen los diarios?
—No hablemos de mí, padre, por favor. Siéntate… ¿Qué tal tu fundición? ¿Es de veras que vas a ampliarla?
Era su punto flaco. Inmediatamente se puso a hablar. Charló a borbotones; me enseñó una libreta atestada de dibujos y planos hechos por él mismo. Me contó la disposición de los hornos, el crisol que debía cambiar, el… en fin, no me acuerdo. Charles también metía baza. A veces exponían sus ideas los dos a un tiempo. Yo les escuchaba sonriente, aun a sabiendas de que tarde o temprano me daría jaqueca.
Alexander se había alejado del grupo familiar, como si temiera ser un intruso. Estaba recostado en el antepecho de la ventana; parecía muy solo.
Mi hermano, que en nada se me parecía salvo en el modo de arrugar la nariz al sonreír, se había refinado y urbanizado bastante. Ni siquiera vestía ya al estilo pueblerino como mi padre. Y sobre todo había perdido aquel aire bravucón tan común en los adolescentes dotados de un vigor de toro. Cuando se me dirigía, trataba de mostrarse chirigotero como siempre; pero, en el fondo, mi ascendiente de hermano mayor le infundía respeto. En realidad habíamos cambiado los dos. Nuestra intimidad se había roto cuando entré en el Colegio de Médicos de Londres. Había transcurrido desde entonces mucho tiempo de separación; la profesión y el ambiente habían sido demasiado distintos y ya era imposible que nos compenetrásemos. En aquel mismo momento, a pesar de quererle, a pesar de alegrarme con su presencia, en lo profundo me confesaba que mi verdadero, mi auténtico hermano era Alexander.
Éste seguía aparte, junto a la ventana, creyéndose olvidado. Mi padre me desconcertaba. Físicamente era idéntico al de quince años atrás; no quiero decir con esto que no envejeciera, sino que quince años atrás, cuando murió mi madre, él ya se había quedado viejo. Seguía con su calva, su gran bigote y sus largas patillas. Pero en el carácter me parecía más pueril, más aniñado… en algunos momentos ridículo. Muchos viejos son ridículos y me guardaré bien de criticarle. No obstante, mi padre se chanceó, se rió y se comportó como un fresco delante de un esqueleto que era hijo suyo como aquel que años atrás le hizo morder la pipa.
Por fin decidieron marcharse… Es decir, Alexander les decidió a ello cuando la cabeza ya me daba vueltas y los oídos me zumbaban.
Charles me palmoteó el hombro rudamente y se fue charlando con Alexander. Mi padre volvió a alargarme la mano.
—¿Cuándo regresaréis al pueblo? —le pregunté.
—Mañana o pasado mañana.
—Iré a veros yo luego.
—Eso es, Leonard. ¿Sabes?, te traje una botella de «Noyau». La dejé en tu casa.
—Gracias, padre.
—Adiós, Leonard
Cogió el tirador de la puerta, pero se acercó de nuevo.
—Escucha, hijo… Si no te disgustara…; en fin, tu hermano y yo nos iríamos esta misma tarde.
—Cuando quieras, padre.
—Hay mucho que hacer allí… y tú… pareces animado…
—Sí, sí.
—¿No te duele, Leonard?
—¿El qué?
—Que nos vayamos. Ahora ya te hemos visto, y…
—Naturalmente. Ya iré a veros yo.
De repente mudó de expresión. Se le cayó la máscara ridícula. Sus viejos ojos recorrieron mis facciones. Se tambaleó; creí que se caía. Sentí su áspero bigote frotándome las mejillas. Sus labios me besaban desesperadamente una y otra vez.
N
o te vayas, Jasper…, ni tú, Alexander. Sentaos. Aquí, junto a la cama.
Obedecieron. Me incorporé. Jasper frunció el ceño.
—Sigue tendido, Len.
—¡Al diablo!
Después de una pausa empecé, lleno de hiel:
—Llevo ocho días mirando las paredes de esta fosforera. Me encuentro bien. Fuerte, regulado, ajustado. Ayer pedí mis ropas y me fueron denegadas. No puedo levantarme sin órdenes facultativas. ¿Qué significa esto?
Alexander ponía cara de aburrido. Jasper bostezó.
—¿Qué significa esto? —grité.
—Te traeremos la ropa. Prueba si las piernas te aguantan.
Sonreí maléficamente.
—¿Quieres saber un secreto, señor facultativo?
—Lo sé. Llevas toda la mañana paseándote en camisa por la habitación.
—¿Me denunció la «Cara de luna»?
—Te hemos estado mirando desde el patio de abajo. Cada vez que te asomabas por la ventana redoblábamos las apuestas a favor de la pulmonía.
Me pasé la mano por la cara.
—¿Y de la escasez y la fugacidad de vuestras visitas? ¿Se puede saber algo?
—No sé cómo dices eso. Venimos normalmente. Debe de ser una alucinación producida por el aburrimiento. Cuentas las horas vacías y las demás te pasan inadvertidas.
Estuvo a punto de convencerme.
—No es eso, Jasper. Escatimáis adrede las entrevistas y rehuís mis preguntas.
—¿Qué preguntas, Len?
Me quedé confuso, indeciso.
—A veces… no sé… estamos hablando y de pronto, inopinadamente, se os hace tarde y os vais.
—Por eso, porque se nos hace tarde.
—O porque la conversación rueda en torno de algo que queréis evitar…
Jasper cambió de postura tranquilamente; giró la silla y se puso a horcajadas, apoyando los codos en el respaldo.
—Está bien —dijo perezosamente—; es posible esto que dices. Eludimos todo lo que pueda emocionarte. Sabes de sobra que cualquier choque de esta índole te conduce al colapso. Estás hecho un cacharro.
—Ahora ya no.
—De acuerdo. A partir de este momento, no disimularemos nada; ni siquiera que a diario pregunta por ti una madame de habla chapurreada y con quien, según afirma ella misma, a espaldas de su marido te entretuviste…
—¡Eh!
—… en limarle una sortija. Hay un montón de gente interesada por ti, Len; desde el guapetón del barrio al reverendo Mushins, y desde el inspector Wyatt al propio… A propósito, a ver cómo te sienta esta noticia: Martino se nos fue con rumbo a Dinamarca.
Me quedé mirándole como si no comprendiera.
—¿Cuándo? —exclamé por fin, incrédulo.
—Hace muy poco. El pasaporte le caducaba y no podía arriesgarse a renovarlo. Cogió el tren para Yarmouth el viernes. Le acompañamos a la estación; surgían agentes de policía por todas partes. Fueron unas horas pésimas. Cuando por fin supimos a ciencia cierta que el Amter había zarpado llevándoselo a bordo, lanzamos un suspiro como el de los que acaban de nacer.
Me quedé callado, quieto, respirando sosegadamente, con una extraña sensación… como si me hubieran librado de un rancajo largo tiempo hundido en la carne a cuyo dolor casi me hubiera habituado y que ahora, a pesar de saber que estaría mejor sin él, la extracción me hubiese mortificado. Alexander también parecía aturdido. Se levantó y fue distraídamente a contemplar el patio desde la ventana. No había despegado los labios y no llevaba trazas de hacerlo. Siempre que hablábamos de Martino se ponía sombrío. ¿Acaso había fracasado en su intento de depuración? Era algo que no me atrevía a preguntarle.
A Jasper, por el contrario, se le notaba que se había quitado un peso de encima.
—¿Escribirá alguna vez? —pregunté.
—Le he dicho que no lo haga. Quiero resumir su recuerdo al paréntesis de estas cinco semanas.
—¿Estaba… cambiado?
—Parecía un hombre distinto. Es curioso, Len… —bajó mucho la voz, de modo que sólo le oyera yo—, su expresión me recordaba a Alexander.
Se me ensanchó el corazón. Pensativo, comenté:
—Entonces es cierto que la bondad también se contagia.
Me recosté en la almohada y crucé los brazos.
—¿Qué hará en Dinamarca, Jasper?
—Sabe trabajar de curtidor y buscará colocación.
—¿Habla danés?
—No.
—¿O sueco?
—Nada de esto; no conoce ningún idioma.
—Será difícil entonces…
—Está dispuesto a luchar y saldrá adelante limpiamente.
Me erguí, atormentado.
—¿Tendrás la certeza de eso algún día?
Desde la ventana resonó, clara y segura, la voz de Alexander.
—Sí, Leonard —dijo simplemente.
C
uando me puse en pie me dio la sensación de que mis piernas eran de manteca y mi cabeza de hierro colado. Alexander me abrochó el chaleco porque yo, en mi emoción, no daba con los ojales. En cuanto estuvo, me deshice de su brazo y me precipité hacia la puerta. Eché mano al tirador y abrí con vigoroso empuje.
—¡Alto! —me gritó Jasper.
Acababa de disponer junto a la ventana un sillón con dos almohadas y una manta.
—¿Dónde vas, Len?
—¡No pretenderás que me vista de pies a cabeza y me abrigue con camisetas y calzoncillos de lana para quedarme ahí sentado!
—Yo sólo pregunto que adónde vas.
—Abajo, al patio; a tomar el sol, a respirar aire puro, a fortalecerme el cuerpo, a ensancharme los pulmones. Lo que tú y lo que yo recetamos a diario.
—De acuerdo. ¿Te damos el brazo?
—¡Qué ocurrencia!
Traspuse el umbral, erguido, sacando el pecho.
Me hallé en un pasillo amplio, atestado de puertecillas iguales a la mía. Seguí hacia la derecha, ávido de caminar. Jasper y Alexander me siguieron pisándome los talones. Vi una puerta negra y gruesa. Así la manija del cerrojo y di un tirón colosal. De resultas, me quedé sentado en las losas. La puerta no se había movido.
—¿Alguna dificultad, Len?
—Está cerrado con llave.
Jasper cogió la barreta de hierro con dos dedos y tiró suavemente. La puerta quedó abierta de par en par.
Me alzaron y me sacudieron el polvo del pantalón.
El golpazo me había repercutido a lo largo de la espina dorsal. Busqué el brazo de Alexander y proseguí. Caminábamos por un claustro sin fin. Las columnas se sucedían ininterrumpidamente. Cuando a mí ya no me quedasen piernas, en la galería aún quedarían columnas. Era un trecho de pesadilla. Los intradós de las macizas arcadas caían aplastados sobre los capiteles. Mi cabeza no soportaba peso de tanta piedra y se doblaba sobre el pecho. Me agarraba a Jasper y a Alexander como una lapa. No me di cuenta de que habíamos llegado a la escalera y continué caminando. Instantáneamente quedó iniciada la vuelta de campana, pero cuatro manos se me soldaron al cuerpo y tiraron de mí. Luego, el descenso fue sencillísimo: me alzaron por las axilas y aunque mis pies se movieron voluntariosos, ni siquiera rozaron los peldaños.
Llegamos al patio lleno de sol. Vagaban alrededor de los eucaliptos algunos esqueletos infantiles.
Jasper me depositó en un banco de granito cerca de unos rosales que serían hermosos dentro de cinco meses. Desenlacé los brazos de su cuello y me quedé jadeando como un azogado.
—¿Estás bien, Leonard?
Asentí.
El sol se me metía a través de las pestañas y me quemaba las pupilas. Me hice pantalla con la mano y la vi tan translúcida y afilada que volví a bajarla aterrado. Alexander extendió la suya. El aire me ponía la piel de gallina y tiritaba de pies a cabeza.
—¿Nos volvemos arriba, Len?
—Bueno —dije.
El gigantón me pasó los brazos por debajo de los muslos, me así a su cuello y emprendimos el regreso.
H
asta las seis de la tarde estuve jugando al chaquete, sentado en el sillón de los almohadones, junto a la ventana. Mi contrincante era la «Cara de luna». Ella no conocía el juego. Yo tampoco. A esa hora perdí la paciencia y aparté de mi vista el tablero de las fichas.
—¿Quiere acostarse ya, doctor?
Al oírme llamar «doctor» me invadió una oleada tibia. Recordé que lo era. Mi sangre empezó a circular vigorosamente y el corazón repicó como una campana en día de fiesta.
—No, no quiero acostarme todavía. Desearía tomar algo… café, por ejemplo. Súbame una taza, por favor.