Siempre en capilla (29 page)

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Authors: Lluïsa Forrellad

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Siempre en capilla
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Una enfermera menuda, morena y eficiente me ayudó a cubrir con una bandera internacional de neutralidad el improvisado quirófano de lona. Mientras tanto, a nuestro alrededor caía una lluvia de cascos de granada y metralla. Los hombres se derrumbaban como árboles cortados de raíz. Ella y yo nos mantuvimos en pie sólo porque Dios lo quiso. Fueron instantes largos como siglos, pero cuando cesaron sobrevino una paz infinita. Era como si el mundo entero hubiera dejado de palpitar y sólo la enfermera y yo quedáramos con vida. La fuerza de la tragedia nos acercó. Dividimos nuestros caminos cuando llegó el tren de socorro. Cargamos todos los heridos y ella se fue. Yo me quedé en el hospital de sangre hasta que llegó el relevo. No volvimos a encontrarnos nunca, seguramente porque ni uno ni otro nos lo propusimos.

Estuve poquísimo tiempo en campaña, dado el estado precario de mi organismo. Obtuve una medalla y un rasguño en la rodilla. Me sirve mucho más esto último para recordar las jornadas del 1914. Me lo impuso una bala enemiga en premio a que curaba sus propios heridos.

Pero ni rebosando humanidad, ni en nada… En sesenta años no he hallado mi camino. Es posible, no obstante, que ahora lo tenga al alcance de la mano. Sesenta años no significan nada para Alexander y menos para Jasper, que los ha rebasado y cada vez se hace más fuerte y robusto, como si se tratara de un árbol. Para mí es una edad avanzada. Me siento infinitamente viejo. Mi pelo oscuro se ha vuelto cano. Algunos dicen que me asemeja al anciano doctor Garrett y, en secreto, me enorgullece. Pero no alcanzaré los noventa y cinco como él. La lesión de mi corazón no curó nunca. He pasado temporadas tranquilas, incluso me he creído curado, pero al cabo ha vuelto la opresión y el dolor. Deborah, la señora Sidney, la esposa de Jasper, a la que en mi interior he seguido llamando «señorita Greene», me ha atendido bondadosa y solícita cada vez que he sido huésped en su hogar. A Alexander y a mí nos ha tomado un cariño entrañable. El día en que se nos adueñó por completo de Jasper, confieso que, despechados, dimos por disgregado el «trío milagroso». Pero sufrimos un error. Ella ha constituido un nuevo miembro, un nuevo amigo. Con Jasper discute y pelea a menudo; no ceden nunca ninguno de los dos. Alexander y yo siempre les damos la razón por partes iguales, sin favoritismos. Cuando la riña llega a su grado máximo, los dejamos solos. Sabemos de buena fuente que, luego, un abrazo pone fin a todo. Lo que no sabemos es cuál ha sido el que se ha acercado primero… Pero esto tampoco lo saben ellos.

Jasper ha luchado sin cesar para evitar mis terribles recaídas. Parece ignorar que cuanto más enfermo, más me acerco a la meta definitiva. Tampoco ha sabido nunca que los momentos más angustiosos son aquellos en que he vuelto a sentir su rojiza cabeza apretada sobre el corazón. Sólo Alexander lo ha adivinado siempre. Cuando me ve postrado, murmura: «Alguna vez no dolerá, Len; espera…»

Y espero.

T
odo esto tan simple, tan normal, es lo que me intrigaba aquella mañana, mientras aguardaba a que Alexander y Jasper vinieran a buscarme para llevarme a casa. Pero no pude saberlo; no tuve a nadie que me lo anticipara como yo he hecho contigo. Fue mejor. Cabía la posibilidad de que me hubiera decepcionado como tal vez te ha ocurrido a ti. ¿O no? Volvamos al brocal de la fuente.

L
os nubarrones reventaron de pronto y soltaron el agua a cántaros. Por entre los colgajos de hiedra bajaron chorros continuos, más fríos que la misma nieve.

Eché a correr hacia los eucaliptos soltando una palabrota por primera vez en la vida.

El surtidor estaba turbio y agitado y el gordezuelo niño de piedra se había vuelto de un gris reluciente.

A través del velo de lluvia vi la vaga silueta de una hermana que corría por los claustros blandiendo un paraguas. Alcancé la escalera resbalando. Subí como una exhalación. Llegué a la galería sin aliento. La hermana, que, naturalmente, era la de «Cara de luna», me dio el paraguas cuando ya estaba a cubierto. Contemplamos mi facha. Estaba mojado como un pez.

—¡En un minuto! —exclamé amargado.

—¡Qué desgracia, doctor!

—Debería secarme en seguida; antes de que Jasper me vea así. Me va a castigar con otra semana de convento.

—Venga a la cocina, junto al horno.

Cruzamos corredores y estancias como dos estrellas fugaces. Por poco atropellamos a la monja esbelta, que nos salió al paso con su bandeja y sus tacitas de infusiones aromáticas. «Debemos de estar ya cerca de la cocina», me dije. Bajamos unas escaleras, traspusimos dos piezas, recorrimos un pasadizo, torcimos a la derecha. Otra monja, con una bandeja llena de platos con lechuga. «Debemos de estar ya cerca de la cocina», me dije. Un claustro, un corredor, una sala inmensa y vi la puerta de la calle. ¿Qué había pasado? Estábamos en el vestíbulo.

—Es que hemos tenido que dar la vuelta, doctor. Nos hallábamos al otro lado y no pudimos cruzar el patio.

Emprendimos la ruta nuevamente.

—Aquí —dijo la «Cara de luna» viendo que yo pasaba de largo.

Entré en la cocina y me quedé de una pieza. Jasper se secaba la ropa junto al horno. Estaba calado de pies a cabeza.

—¿De dónde vienes tú? —me dijo.

—Estaba en el patio.

—Es mejor que te acuestes.

—Tengo la cama desmontada, la ventana calafateada, la habitación llena de gas y la puerta sellada.

Dirigí una rápida mirada a la «Cara de luna» y, aun en contra de su voluntad, salió presurosa a avisar al mozo desinfectador para que hiciera lo que yo había dicho. Jasper me escudriñó de cabo a rabo. Escondí las manos, que se me habían puesto azuladas.

—Estás congelado, ¿eh? Ponte aquí donde estoy yo. Quítate la chaqueta. Escúrrete el cabello. Sécate la cara. Siéntate. Bébete este tazón de café. Pon los pies ahí encima. Acerca las manos al horno.

Se asaban patatas rellenas de carne que nadaban en un jugo muy oloroso.

—Cuando viste que amanecía sin sol, pudiste suponer que no nos iríamos. Duerme en el cuarto donde he dormido yo estos días.

Irrumpió Alexander en la cocina.

—¡Buenas días! ¿Estáis secos ya? El coche aguarda. Te traigo el abrigo, Len. Hace un día de…

Iba a decir de «perros», pero al ver la cara de perros que ponía Jasper se calló en seco.

Transcurrieron los segundos uno a uno, palpables. La tensión se intensificó. Las patatas del horno hervían nerviosamente. Jasper estaba a punto de estallar.

Entró la «Cara de luna». Vio el cuadro, se hizo cargo de la situación, y con voz mortificada, rota, me prestó el último servicio

—Ahora no llueve… Si quieren aprovechar el momento… Creo que va a salir el sol.

Jasper se irguió en toda su altura, hinchó el pecho y tronó:

—¡Ponte el abrigo, Len!

E
l coche se puso en marcha.

No habíamos llegado a la esquina cuando se desencadenó una lluvia torrencial. El agua golpeaba fieramente el delgado techo. El ruido atronaba. Era algo como para inspirar pánico.

Jasper sonreía sardónicamente. Alexander y yo, encogidos, recibíamos el chubasco en el alma.

Era imposible ver las calles a través de la ventanilla. Parecíamos encerrados en un cajón depositado debajo de las cataratas del Niágara. Alexander dijo algo, pero nadie le entendió. El coche dejó de moverse y supusimos que se había parado. Supusimos también que el cochero quería decirnos algo, puesto que sus nudillos se volvían amarillos repicando una y otra vez contra el vidrio. Debió convencerse de que era inútil toda comunicación y desistió. El coche volvió a cobrar movimiento. Por las junturas de las portezuelas rezumaba el agua empapando el almohadillado. Daba la sensación de que se estaba reblandeciendo la carrocería como si fuera de cartón. Jasper seguía sonriendo.

El temporal nos ensordeció durante quince minutos. Luego cesó de pronto, inesperadamente, dejándonos el vacío en los oídos. Los vidrios se hicieron transparentes y vimos las remojadas calles.

Entrábamos ya en Spick.

No me había sido posible recrear la vista en nada céntrico y espacioso. Acerqué la nariz al cristal para ver cómo iba de agua el arroyo, pero un bache por poco me hace dejar los dientes sobre el marco de la ventanilla.

Paredes oscuras llenas de regajos de verdete; ventanucas con persianas despedazadas; alcantarillas taponadas por montones de inmundicia; canalones que arrojaban seroja y ratas ahogadas… De una reja que había a ras de tierra emergía el agua espumosa y llena de paja; en ella nadaban infinidad de tapones de corcho y pedazos de barril. En Spick la lluvia lo vertía todo al arroyo, desde la suciedad de las azoteas hasta la porquería de los sótanos inundados.

Las ruedas de nuestro coche se hundían en las inmensas charcas de barro. Bruscamente quedamos atascados. El caballo relinchó enojado. Los tres sacamos la cabeza para ver el desastre: un simple hoyo. Algunas cáscaras de huevo flotaban tranquilamente.

Frente a nosotros había un bar cerrado. Era el que había pertenecido a Edna Basehart, la vieja asesinada por Martino. Resurgió en mi mente de modo repentino aquella terrible noche en que descubrí su cadáver. En vivos colores vi el mantel a cuadros azules colgado por un lado de la mesa, la cabeza desgreñada teñida de rubio, la sangre empapando el delantal, el mango del cuchillo, vertical, firme…

Ahuyenté el pensamiento con la mano como si fuera un tábano.

Se oyó el silbido de la fusta de correa y el restallar sobre las ancas del caballo. Alexander apretó los dientes y cerró los ojos como si hubiera sentido el dolor.

Un tirón, un traqueteo, un chapuceo de cascos y el arranque impetuoso del coche.

Atravesamos el solar de las latas de conserva, por donde yo había corrido como un loco perseguido por un fantasma que resultó ser Jasper. La basura mojada había adquirido gran peso y quedaba aplastada contra el suelo. Nacían gatuñas aquí y allá. Asomó el sol débilmente y arrancó destellos a todas las ramitas cargadas de gotas. Fue la única visión atrayente.

Cruzamos el puente de Cragget. El agua fangosa había subido de nivel hasta dejar tendidas en el suelo las plantas de la orilla y descubiertas las raíces de los chopos. El puente, que algún día se iría abajo sin previo aviso, crujió bajo los cascos del caballo y las ruedas del coche. Instintivamente nos erguimos todos como si con ello aliviáramos el peso.

Una vez en terreno firme, divisamos ya nuestra calle recta y limpia. «La calle de los médicos», la llamaban los vecinos. Y nos paramos ante nuestra casa gris, húmeda, como un panteón de dos pisos.

Junto a la placa de la puerta estaba colocado el siguiente rótulo:

El consultorio del doctor Leonard Barker será atendido provisionalmente por el doctor Alexander O'Donnell, bajo el mismo horario.

Cuando subí los peldaños del zaguán me di cuenta de lo débil que estaba todavía. O tal vez era el viaje, que me había relajado. Las piernas no me aguantaban.

—¿Estás mareado? —me preguntó Jasper.

Negué con la cabeza, pero vomité allí mismo. Honora abrió la puerta en aquel instante y no supo si darme la bienvenida.

—¡Si me encuentro bien! —me defendí cuando me entraban cogiéndome por los brazos como si estuviera inválido.

Me llevaron al comedor y me sentaron junto a la chimenea encendida, en un sillón previamente preparado con almohadones para la cabeza y para los pies. No había tenido tiempo de reponerme de tantos cuidados, cuando ya me ofrecían una copa de «Noyau». El olor agridulzón me recordó poderosamente a Martino agazapado en la despensa, con la ropa empapada en licor; con los pantalones que se le caían, desnudo de cuerpo, blasfemando y agitándose… Vi su cabeza bamboleándose por la escalera cuando Jasper lo llevaba… Ahuyenté el pensamiento con la mano como si fuera un tábano.

Honora ponía la mesa, y de la cocina llegaban efluvios de pava asada.

De pronto entró
Penique
balanceándose, con su andar estudiado. Le llamé. Se detuvo, aplanó las orejas y me enfocó sus ojos color de aceite. No quiso darme importancia, pero se acercó para que le cogiera. Lo alcé en vilo por la piel del cuello y lo abracé. Su corpachón blando y caliente pesaba como el de un niño pequeño. No sé hasta dónde llega la memoria de los gatos; pero
Penique
me recordaba y se alegraba de volverme a ver. A pesar de su carácter grave, me frotó la barbilla festivamente con su enorme cabeza.

—Me echabas de menos, ¿eh?

No pudo contestar; estaba emocionado y empezó un ronroneo vehemente, poderoso, que resonó en los ámbitos del comedor.

—¿Podrás comer pava, Len? ¿Pasó el mareo del viaje?

—Del todo. Quisiera saber cómo le fue a Martino, que en mis mismas condiciones tuvo que cruzar el mar del Norte.

Jasper se sentó frente a mí y me puso una mano sobre la rodilla.

—Len —cuchicheó—, te pido por favor que no lo nombres nunca más.

¡Si no quería nombrarlo! ¡Si desde que salí de Saint-Constantine trataba de apartármelo de la mente! ¡Si su recuerdo me daba escalofríos! Nunca supuse que al enfrentarme de nuevo con el escenario de unos hechos enterrados, resucitaran con aquel vigor.

Nos sentamos alrededor de la mesa con tres expresiones distintas: Jasper abrumado, Alexander apacible, yo asombrado. Asombrado por causa de ellos. Nunca había sucedido que al hablar de Martino fuera Alexander el sereno y Jasper el conturbado. Este cambio de papeles ponía de relieve la fe que paulatinamente adquiría el primero en el futuro de Martino y el recelo que, por el contrario, iba invadiendo al segundo. Interiormente sentí una profunda satisfacción. Para Alexander, la paz de la conciencia; para Jasper, un poco de inquietud le venía muy merecida. ¿Y para mí?… ¿Y para ti, lector? Imaginemos a Martino en Dinamarca, vestido con mi traje, buscando trabajo de curtidor, deseando ser honrado, ambicionando poseer aquella fortaleza de Alexander y de Benjamín Moore, el condenado inocente. ¿Olvidaremos la palabra «asesino»? ¿Lo recuerdas en su lecho de agonía? Nueve horas. Nueve horas gimiendo, sangrando por la nariz, con los ojos en blanco, bañado en sudor. ¿Había sido aquello realmente una expiación? ¿Había nacido de aquel dolor un ser depurado, nuevo? ¿Había rozado tanto el extremo de la vida que ya había vislumbrado la luz del Misericordioso? Sí, sí. Tenía que ser así.

Honora puso una flamante botella de champán sobre la mesa. Rara vez ocurría esto. Era para celebrar mi vuelta al hogar. Salió el corcho disparado como un cohete.
Penique
bufó, valentón y, de paso, se escondió. Se llenaron las copas y se manchó el mantel. Alexander se acercó la espumosa bebida, la miró detenidamente, olió, sorbió, arrugó la nariz.

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