—Entre usted mismo a ver qué opina de Martino, señor.
Una súbita alarma frunció el ceño de Wyatt y, olvidándose de mí, penetró en la barraca con empuje taurino.
El silencio que siguió me hizo estremecer. Asomé la cabeza a tiempo de ver cuatro policías enfundando sus armas. En un jergón de paja yacía un hombre de pálida tez y grandes ojeras. Miraba a su alrededor con imbecilidad. Tenía a su lado un acordeón.
—¡Ptolemy Dean!
Al reconocer mi voz se incorporó, se inclinó como si saludara a Su Majestad y empezó a cantar pastosamente una canción escandinava.
Wyatt, rojo como la grana, exclamó entre dientes:
—¿Para eso he movilizado una brigada? —lanzó el cigarro y gritó frenético— ¡Horror! ¡Óigame, Hopper! ¿Dónde está aquella idiota que le ha delatado? ¡Maldita sea! ¡Tráigala aquí! ¡Sabrá cómo me llamo, vieja tiñosa! ¡Búsquela! ¡Pronto! ¡Quiero presentarle al Martino que nos ha proporcionado!… ¡No le envidio la suerte, doctor Barker! ¡Tener que tratar con esa gentuza alelada…! ¡Hopper! ¿No oye lo que le digo? ¡Búsquela inmediatamente!… ¡Veremos quién le toma el pelo a quién! ¿O es que he de tragarme que no sabe aún quién toca el acordeón en el bulevar? ¡Maldita bruja sabia!
L
legué a casa sin haber digerido el susto todavía.
Me fui directamente arriba con el pie descalzo y la bota de la tortura en la mano. Me senté en la cama para ponerme las zapatillas, pero me quedé doblado, inmóvil, con la barbilla apoyada sobre las rodillas y los brazos caídos hasta el suelo. Sólo mi cerebro trabajaba. Reconstruía mentalmente toda la escena que acababa de vivir, espeluznándome de haber estado tan a punto de comprometerlo todo a causa de una confusión. Así permanecí por espacio de un cuarto de hora. De pronto mis ojos toparon con una manzana que había sobre el antepecho de la ventana. Mis intestinos lanzaron un rugido. La cogí y la devoré. Decidí bajar a comer. Salí al corredor y súbitamente me asaltó el deseo de comprobar si Martino estaba encerrado en el cuarto. En realidad, era absurdo, ridículo, dudarlo… Me detuve ante la puerta. Imaginé que la abría y que el asesino se me echaba encima como un tigre. Me aflojé el cuello de la camisa y pegué el oído a la puerta. No se percibía signo de vida alguno. La estancia parecía vacía… Tal vez se hubiera escapado… o suicidado… Repentinamente di vuelta a la llave y entré.
La sorpresa me petrificó. Hallé lo único que no esperaba: un joven de agradable semblante, limpio, peinado, recién afeitado, pacíficamente sentado sobre la cama componiendo solitarios con una baraja.
Mi brusca intromisión le sobresaltó. Irguió su enjuto torso y se quedó mirándome a la expectativa. Llevaba unos pantalones de Alexander y una camisa mía. Tenía un brazo sujeto sobre el pecho con un pañuelo de seda, y llevaba echado sobre los hombros el batín que Jasper o yo nos poníamos debajo del abrigo para acudir a los avisos nocturnos. Su aire refinado me recordó la convalecencia del joven lord Daniel Rogers. Únicamente sus pupilas rápidas y vigilantes delataban la inquietud del criminal.
El mutuo escrutinio a que no sometimos fue prolongándose. Él aguardaba a que yo iniciara algo, y yo me abochornaba de mi necedad; no tenía nada que decir ni nada que hacer allí, pero irme del mismo modo que había entrado era hacer más patente la incongruencia.
—¿Ha llamado? —pregunté.
Negó con la cabeza y volvió a lo que hacía, con aire de mortal aburrimiento.
Deseé hallar pretexto para poder seguir mirándole, contemplándole de cerca, procurando asimilar que se trataba del mismo hombre que dos noches antes había agredido brutalmente con un cuchillo de cocina.
En el suelo, al pie del lecho, había unos naipes esparcidos que habían resbalado por el cubrecama.
—Está jugando con la mitad de las cartas —observé—. Se le caen por el borde.
Pareció no haberme oído. Sus delgados dedos se movieron tratando de combinar un dos de trébol. No entiendo gran cosa de solitarios, pero me chocó ver que lo juntaba a un seis de corazón. Y no era ésa la única aberración: a simple vista se notaba que no seguía las reglas del juego. Alineaba bien las cartas, pero sin distinción de palos ni de valores.
De aquel modo había visto yo jugar a un demente en la sala del asilo de Saint Paul.
Y ya sin que me indujera una mera curiosidad, examiné con atención su blanco rostro de presidiario.
—¿Es que no sabe hacer solitarios? —le pregunté.
Alzó la cabeza, me miró de un modo superficial y exclamó:
—¿Qué quiere?
Recogí los naipes del suelo y los eché sobre la cama.
—Si no posee todas las cartas, no podrá acertar.
—¿Le interesa mucho que acierte?
Su voz sonaba insolente y sus pupilas se encendían. Recordé al profesor Burns, el famoso alienista del manicomio, interrogando a los pobres locos con su maravillosa paciencia. Me apoyé en el respaldo de una silla y dije con suavidad:
—Escúcheme, Martino: ¿por qué ha colocado el dos de trébol sobre el seis de corazón cuando falta intercalar otras cartas todavía?
—Ya las había puesto. Son las que estaban en el suelo. No voy a recogerlas cada vez que se caen. Me acuerdo perfectamente de su situación y de su valor. Las veo aunque no estén. Puedo hacer solitarios incluso sin cartas, de memoria. Los hago con los ojos cerrados y en sueños. Vengo haciéndolos a diario desde hace varios años. ¿Qué más quiere saber?
Hice ademán de retirarme, pero antes dije:
—Le subiré algunos libros.
—¿Qué se propone? ¿Procurarme recreo?
—Por lo menos atenuar la monotonía.
—¿Le preocupa mucho que me hastíe?
—Si está en mi mano evitarlo…
—Está en su mano, doctor… como se llame.
—Barker. ¿Qué puedo hacer por usted?
—¡Largarse y no volver más por aquí!
Obedecí inmediatamente el mandato real.
Aún me pregunto cómo fue que me hallé de repente en el consultorio ayudando a Alexander a friccionar el cuero cabelludo de un piojoso.
E
l laberinto de pútridas callejuelas que seguían a la de St. Gudule se contagió con una rapidez monstruosa. Empezó a crecer el número de defunciones y el terror enloqueció a la gente. Unos echaban materialmente sus muertos a la calle y, en cambio, otros los escondían para que nadie se los pudiera llevar. Hubo escalofriantes escenas entre los sepultureros y las madres de los niños fallecidos. La policía se vio obligada a intervenir. Se dio el caso de descubrir un cadáver debajo de una cómoda envuelto en papeles y harapos. Naturalmente, en estas condiciones los adultos empezaron a enfermar con la misma facilidad que los niños, suscitando en poquísimos días una epidemia de tales proporciones que minó el centro de la ciudad. Mientras Jasper y yo, en una lucha casi inútil, arrastrábamos nuestras cansadas piernas de noche y de día por los lugares más descorazonadores, empezó a cobrar movimiento la flamante «victoria» de ruedas rojas de nuestro querido colega el doctor Pressburger.
Los quince días que Jasper había dado de plazo para inocular a Martino tocaban a su fin. Durante este tiempo se había intensificado nuestro trabajo hasta el extremo de hacernos vivir semiolvidados del asesino. Cuando de repente, impensadamente, topábamos con la puerta de arriba cerrada, revivía en nosotros un malestar moral, una profunda angustia; duraba hasta la llegada del nuevo aviso urgente que nos absorbía los cinco sentidos. En Alexander había recaído por completo la tutela de Martino. Le subía las comidas, le proporcionaba periódicos, le afeitaba y le curaba la mano.
—¿Qué hace? —le pregunté un día, por curiosidad.
—Nada.
—¿Habláis?
—Él, nunca.
Jasper y yo, debido a la gran cantidad de domicilios que debíamos recorrer, empezamos a perdernos de vista, actuando cada cual por nuestro lado como mejor nos parecía. Yo operaba a diario sin poder contar con el aliciente de su sonrisa de aprobación. Él operaba a diario, aún más desamparado que yo. Apenas estábamos cinco minutos seguidos en casa. Pasamos tres días enteros sin vernos, por no coincidir. Dejábamos apuntada la ruta que seguíamos, pero de todos modos pedíamos al cielo que nos librara de la necesidad de encontrarnos. Un mediodía nos topamos en el rellano.
—Tienes mala cara —me dijo.
Y subió. Yo cogí el maletín y me fui de nuevo. Hasta después de mucho rato no se me ocurrió que tenía una infinidad de cosas que decirle. A él debió de sucederle lo mismo. A Alexander, en cambio, le veía todas las noches dormido como un tronco en la cama contigua a la mía.
Bajo nuestro bisturí, los enfermos hallaban indistintamente la muerte o la vida. Era imposible prever su suerte. Si no operábamos, les veíamos extinguirse ante nuestros ojos. Algunos se salvaban por sí mismos, inexplicablemente, por puro milagro; por ejemplo, la familia que vivía en las afueras, al otro lado del ladrillal, cuyos dos niños, la madre y más tarde el padre, se contagiaron y se curaron con la misma facilidad.
Sólo el menor tuvo que soportar la «corbata de Trousseau» y aún quiso demostrar que resistía una bronconeumonía postoperatoria, a consecuencia de la cual Jasper aprendió a no emplear más la anestesia clorofórmica.
Alexander había asumido enteramente la responsabilidad del consultorio, y llegamos a temer que se le hubiera subido el cargo a la cabeza el día en que nos recetó un reconstituyente a Jasper y a mí.
Honora le tenía al crup un miedo mortal. Con mucho sentido común, antes de que hiciéramos cerrar las escuelas ya trasladó a sus dos nietos a Yarmouth, donde su yerno trabajaba en una fábrica de salazones. Sin la obligación de cuidar de ellos, tenía más horas libres y se quedaba hasta muy tarde. La ocupamos en el laboratorio. Aprendió algunas fórmulas sencillas y preparó algún medicamento que, sin hacer daño a nadie, facilitaba en gran manera la tarea de Alexander. Era una alhaja de mujer. Nunca sintió curiosidad alguna por el paciente encerrado en el cuarto de Jasper, o al menos lo supo disimular. Una mañana subió a hacer las habitaciones, como de costumbre, y Alexander la oyó chillar espantosamente. Se fue arriba, alarmado; pero no: era simplemente que la vieja acababa de hallar infinidad de chinches en las camas. Todos dijeron que las había traído yo. Alexander y Honora emplearon una mañana entera exterminándolas con un insecticida que, además, corroía los muebles. Una noche de niebla, la vieja tuvo pánico de irse y nos pidió que la dejáramos dormir en un sillón del comedor. Desde que no estaban los nietos, su casa oscura y vacía la impresionaba. Temía hallar escondido en ella al asesino fugitivo.
La clínica de nuestro querido colega el doctor Pressburger se desalojó para dar cabida en ella a los diftéricos. Se entiende, a los diftéricos acomodados. Los del barrio pobre, de momento, tenían que seguir pudriéndose donde pudieran. La ciudad poseía, entre otras grandes cosas, un pequeño hospital que en tiempos de epidemia no servía para nada. Según cuentan, en un congreso de higiene había sido señalado como evidente foco infeccioso. De tal manera que no podían aislarse los contagiosos. Por fin, gracias a la testarudez de Jasper, se acordó trasladar a los ancianos y huérfanos de Saint-Constantine a su antigua residencia: una reducida casa de beneficencia cuyo segundo piso aún no había sido reedificado después del incendio que sufrió. De esta manera quedaba libre el edificio de Saint-Constantine que, con todas las características de un convento, estaba atiborrado de celdas y galerías, que si no eran espaciosas ni higiénicas, por lo menos resultaban mucho mejores que las repugnantes viviendas del arrabal.
La mitad de las «hermanas azules» del mismo establecimiento se ofrecieron generosamente para asistir a los diftéricos y empezaron a preparar mantas, sábanas, fundas de almohadas, camisones y todo cuanto hallaron de reserva. Tampoco hay espinas sin rosas.
Empezó el traslado de enfermos.
Por obra y gracia del director del hospital pudimos disponer de una ambulancia. No había camilleros, puesto que nuestro querido colega el doctor Pressburger los utilizaba en aquel momento. Teníamos que esperar al día siguiente. No nos daba la gana de esperar. Nos llevamos a tres mozos desinfectadores y al encargado de remitir los objetos purificados. Vinieron a disgusto; además, eran estúpidos y les complacía serlo. Jasper me dejó con ellos de buenas a primeras y desapareció del mapa. Me pasé una hora repitiéndoles las instrucciones: bajado el estribo, deberían subir con mucho cuidado los que llevaran los varales delanteros; la cabeza del enfermo debía ir delante. ¡Que sí, que ya lo sabían! Levantarían la camilla y los de detrás empujarían sin sacudidas. ¡Que ya lo sabían! Siempre horizontal. ¡Que ya lo sabían! Cargarían la camilla al gancho-soporte sujetándola bien en el plato que le correspondiera. ¡Ya lo sabían! Para la descarga, primero quitarían las anteriores. ¡Que sí! Los unos colocados en el pescante, los otros en el estribo. ¡Que ya lo sabían!
¡Adelante, pues!
La primera camilla se balanceó de un lado a otro, colgó casi vertical, chocó con el estribo, la metieron al revés, se soltaron las correas de los ganchos…
Di un empujón al mozo desinfectador, me vestí su larga blusa reglamentaria, me así a los varales y me pasé la mañana cargando y descargando enfermos.
El transporte fue lento y dificultoso. Las llantas de goma que cubrían las circunferencias de las ruedas estaban tan desgastadas que a duras penas atenuaban las sacudidas. A cada bache se oían lamentos, y me puse tan nervioso que me peleé con uno de los mozos desinfectadores. Saltó del carruaje amenazándome y no le vi más. Al llegar a Saint-Constantine tuvo que ayudarnos a descargar las camillas el agente de policía Hopper, que en aquel momento pasaba por allí. Me dijo que seguían la pista de Martino muy de cerca.
No sé cuántos viajes hicimos. En el transcurso de uno de ellos, al volver una esquina, la rueda trepó sobre el bordillo de la acera a causa de la estrechez de la calle. El carruaje se ladeó bruscamente y uno de los enfermos comenzó a toser de un modo espantoso. Le incorporé y se me agarró a los brazos con frenesí.
—¡No! —gritó, negándose a morir.
El supremo esfuerzo de aquella voz desgarró la compacta telaraña que taponaba su garganta y expectoró el veneno de golpe. Quedóse quieto, tranquilo, respirando profundamente, con una extraña sonrisa en los labios. Al segundo día de estar en Saint-Constantine ya pudo ser trasladado a la galería de los convalecientes.
L
os médicos de los diferentes sectores empezaron a ponerse en acción. Hopkins, del hospital, y Lee, nos brindaron sus servicios; fueron inmediatamente aceptados, aunque no por ello se aligeró nuestro trabajo; en todo caso pudo atenderse a mayor número de enfermos. El doctor McHath llegó a interesarse por el suero de Jasper. Incluso lo propuso a Sir William Greene, el rico propietario del
Voiturette Ford
. El menor de sus hijos, de catorce años, presentaba indudables síntomas de contagio y, aunque se hallaba en las iniciaciones de la enfermedad, el padre insistió en que McHath nos llamara a consulta. Ante la visión del nuevo remedio palideció. También influyó nuestro traje gastado.