Me quemé un pie y lancé un alarido. Lee agitó el agua con la mano, tranquilamente.
—No quema, Barker, se lo aseguro. Está tibia.
—¡Está hirviendo! ¡Me va a provocar un ataque!
—¡No sea ridículo! ¡Podríamos bañar en ella a un niño de dos meses!
—¡Meta el termómetro y que se sepa!
Vigilé cómo lo hacía, agazapado detrás del barreño. Treinta y dos grados. Fue preciso echar cubos de agua caliente hasta hacerla subir a los treinta y siete. Limpio y aseado, desayuné. Poco a poco iba ganando en «belleza física». La hermana «Cara de luna» rondaba continuamente a mi alrededor. Casi me abrumaba. Cogió un diario y lo plegó y desplegó tres veces; recogió la toalla y la camisa de dormir y no supo qué hacer con todo ello; quitó las fundas sucias de las almohadas y, distraída, las volvió a poner. Finalmente, sacó un pañuelo y se sonó. Hubiera jurado que hacía pucheros.
Miré el reloj. Las once. Dentro de una hora vendrían a buscarme con un coche.
Abrí la estrecha ventana de par en par y me asomé respirando aire a pleno pulmón. Me estremecí de frío y volví a cerrar. Los eucaliptos temblaban de pies a cabeza. El cielo estaba cubierto de nubes. No seducía la idea de bajar al patio.
—Haría mejor en aguardar a mañana para irse, doctor. El tiempo no es a propósito.
—Ya lo veo —refunfuñé—, pero no se le ocurra decir eso delante de Jasper.
—¿Tantas ganas tiene de dejarnos, doctor?
Ahora, claramente, sin embozo ni disimulo, el gesto que precede al llanto le torcía las comisuras.
—¡Vamos, hermana! Estoy magníficamente aquí, pero anhelo sustraerme a la idea de que estoy enfermo; en casa pasaré la convalecencia sin darme cuenta.
La puerta se abrió de golpe, empujada por un pie mal educado. Era el mozo desinfectador, con su larga blusa, su gorro, su bigote y su cara de estúpido. Venía arrastrando un aparato formógeno.
—¡Eh! ¡Eh! —gritó la hermana, poniéndose delante de él—. ¿Adónde va usted? ¿No ve que aún está ocupada la habitación?
—Es igual —intervine—; me iré abajo.
Pero el mozo incivil me miró de pies a cabeza y sin decir ni pío se fue a reculones con la música a otra parte.
Di una vuelta buscando al doctor Garrett para despedirme de él. La «Cara de luna» me ayudó fervorosamente en la tarea.
Hallé al anciano cortándole las uñas a un desgraciado que aún lucía la «corbata de Trousseau». Miré al enfermo, consternado. Era Howells. Es posible que no te acuerdes ya de Howells, lector. Por poco tampoco me acuerdo yo. Era el agradecido padre de un niño que yo había salvado operándole con el mismo cuidado y la misma agilidad con que había operado a otros muchachos que ya estaban enterrados. Me reconoció inmediatamente y me saludó jubilosamente con la mano. Le palmoteé el hombro. Empezó a señalarme con insistencia e hizo un gesto que no comprendí. El anciano doctor Garrett murmuró:
—Te dice que estás muy delgado.
Sonreí.
—He estado enfermo, Howells. También tuve crup.
Los ojillos del hombre, despoblados de pestañas, quedaron arrasados en lágrimas y su rostro se volvió terroso. Su intensa emoción casi me turbó.
Me despedí de él cariñosamente y salí al corredor con Garrett. La «Cara de luna» aún correteaba por allí, desmoralizada, como un alma en pena.
—Bien, bien —murmuró el anciano, antes de que yo hablara—. Te vas a casa, ¿eh, Barker?
—¿Se lo dijo Jasper?
—No, no; me lo dicen tus ojos. Estás cansado de estar aquí como paciente, ¿no es eso? Y te vas aunque el día se haya puesto gris y sea una imprudencia moverse del cuarto. Pero, en fin. En tu casa tienes mucho que hacer; y contra las órdenes de Jasper Sidney, y contra los consejos míos, y contra los preceptos que debe guardar un convaleciente, y contra toda sensatez y contra viento y marea, trabajarás y trabajarás, ¿no es eso, Barker?
—Le aseguro…
—No me asegures nada. No cumplirás ni una palabra, ni una promesa, ni un juramento. ¡Si te conoceré! ¡Harás de las tuyas! ¡Aunque te hagas cisco el corazón! ¡Aunque tengan que volverte a Saint-Constantine estirado en otra camilla!
—Procuraré…
—¡Y qué vas a procurar, Barker! ¡Si te conoceré! ¡Trabajar y trabajar! —y me dio un codazo y agregó bajando el tono—. ¡Así debe ser, muchacho!
M
e paseaba por el amplio vestíbulo, nerviosamente. Eran las doce y cinco y Jasper y Alexander no daban señales de vida. De pronto las estrechas vidrieras retemblaron; se había detenido un coche. Sonó la campanilla y la hermana portera fue a abrir. Aguardé, tenso.
No eran ellos. Se trataba del encargado del Servicio de Desinfección.
A pesar de los nubarrones, salí al patio.
Rondé entre los árboles y me detuve ante la cascada artificial. El niño de piedra no se cansaba de impeler agua a fuerza de soplar; parecía imposible que no le dolieran los músculos buccinadores. El hilillo de cristal se torcía con el viento y salpicaba los bordes de la fuente. Me pregunté qué sería lo que subyugaba al diminuto convaleciente que cada mañana se quedaba allí parado. Era un detalle ínfimo cuyo secreto residía en aquella mente infantil. Yo no lo sabría nunca; ni siquiera me acordaría más de ello. Pronto perdería de vista al chiquillo de las piernas de palo, a la monja esbelta, a la coqueta del pelo corto de color de espliego seco y a todos los rostros de Saint-Constantine. Irremisiblemente se confundirían en aquel mundo inmenso en donde cada día surgían y se esfumaban nuevas caras, nuevas historias y nuevos misterios… Unos no me dejarían recuerdo; de otros querría no acordarme; otros gozaría recordándolos…
De pronto me hallé recostado en el brocal de la pila de las hiedras, mirando las burbujas que surgían continuamente y continuamente se esfumaban. El chorro de agua nunca se de tenía, cayendo con monotonía fatigosa. Así era yo. Volvería al consultorio, a mi viejo trabajo, a la rutina cotidiana… a esa rutina que no deja huella, que no marca anales en la vida, que lentamente adormece las aspiraciones y empaña los ánimos.
De pronto golpeé el agua de la pila con la mano. Mis pensamientos se rompieron.
¿Acaso tenía derecho a desalentarme y a perder la esperanza de emprender un rumbo más brillante? ¿Acaso podía saber qué sería de mi vida en realidad? ¿Acaso Jasper no se había desbordado para formar cascadas y ríos cuando ya desesperaba de sí mismo?
Pensé en mi amigo detenidamente. Había dejado de ser la mera fuentecilla insípida. Había hallado un camino rutilante. Ya no divagaría como Alexander y como yo, cuyo futuro quedaba en suspenso. El de Jasper era fácil de adivinar. Fácil incluso en los menores detalles. Me recreé pensando en su porvenir, imaginándole colérico, pellizcándose el cuello con la camisa almidonada del día de la boda, estrujando la pechera dura como un cartón. Alexander y yo nos romperíamos las uñas abrochándosela para evitar que se presentara en la iglesia con la camisa cotidiana. Imaginé el altar lleno de cirios y de flores… un olor de cera y de azahar haría temblar las aletas de la nariz del gigantón… La nave llena de gente, una muchedumbre aristócrata compuesta de lores y ladies y todos los retoños de los Bonaparte… Alexander y yo, elegantes hasta el lazo de la corbata, con la chistera y los guantes de cabritilla, erguidos, guapos, serios, carcomidos por el recelo de que Jasper nos olvidara…
Y los resultados terapéuticos en el tratamiento de la difteria expuestos en el Congreso Internacional de Medicina de Londres. Expectación. Revolución en todas las sociedades científicas. Jasper impugnado y discutido. Jasper vencedor. Triunfa en el Congreso de Higiene de Budapest. Obtiene premios. Miles de francos concedidos por las Academias de Medicina y de Ciencias de París… No había que mirar la cara de su suegro.
Mis pensamientos me hacían sonreír. Me incliné más sobre el brocal y rocé con los labios el agua resbaladiza.
¿Me equivocaba respecto al porvenir de Jasper? Los años me han contestado que no. La vida fluyó recta, ascendente, delante de él. Si alguna vez se torcía, Jasper le asestaba un puñetazo y la vida se enderezaba rápidamente. Sólo le falló un propósito: quería muchos hijos y no vino más que Randal, el cual tampoco hubiera llegado sin mi intervención. El paquetito de carne inanimada era estrujado por mis manos desesperadamente. «Déjale —me dijo Jasper—, no intentes nada más, ¿no ves que está muerto?» Y en aquel momento sonó un chillido de protesta y Randal agitó piernas y bracitos dándome la razón a mí. Por poco se me cae. Desde entonces también me siento autor de él. Por eso le he querido tanto.
Pero esto es un avance que te he hecho en un exceso de confianza, lector; no cuenta en mi narración, que ha de terminar con el regreso a mi casa. Después de este día se acaban mis memorias penosas, que escribo para dejarlas olvidadas en el papel; las largas horas de cinco semanas que me tuvieron en capilla… y que siempre en capilla me habían de dejar. Tú lo verás.
Pero puesto que he empezado, puesto que para ti quedaría un interrogante ante muchas cosas que a mí ya me ha descifrado el tiempo, lee:
A
lexander también halló su camino. Tardó algunos años: fue poco después de su merecido ingreso en el Instituto Huxley como colaborador de Jasper en sus observaciones acerca de la fagocitosis.
Ocurrió que una madrugada llamaron a la puerta. Fui a abrir y un cochero me preguntó si era yo el cirujano Leonard Barker: afirmé y me llevó con él a toda prisa. Apenas me di cuenta de adónde me conducía. Entré en una casa lúgubre que olía muy mal. La dueña me recibió casi hostilmente. Yo ya la conocía. Se trataba de una comadrona de clientela misteriosa, que exhibía unos pendientes de piedras auténticas, gentileza del caballero del landó verde por un sencillo servicio prestado a la linda Nettie de la calle de Malhaud, número siete. Sin embargo, aquélla era la primera ocasión en que la cínica mujer recurría a mi habilidad de cirujano. Y sólo acudí pensando en la víctima que habría caído en sus garras… No me refiero a la futura madre, sino al futuro hijo. Vi en un jergón a una joven desvanecida. Tenía cubierta la cabeza con una toalla mojada y sólo asomaba su lívido rostro de moribunda. Le puse una inyección de alcanfor y pestañeó débilmente. Los finos cepillos de sus párpados se entornaron y vi unos ojos verdes. Oprimido, alcé la toalla de la cabeza; el pelo era de un rubio gris. Ella no alcanzó a verme.
No pude hacer nada por Loretta. Sólo firmar el certificado de defunción.
—¿Y la niña que ha dejado? —pregunté con un nudo en la garganta, mirando el quieto rollo de pañales.
—No se apure, doctor —repuso la hosca comadrona—. Su madre se fugó dejando sitio en un asilo que la está reclamando.
Alexander lo supo todo en seguida. Su rostro se alteró como aquella mañana en Saint-Constantine cuando oyó llorar a la muchacha. A partir de entonces reveló una constante preocupación que pareció ensombrecer la misma frente de San Roque. La pesadumbre duró meses y meses. Por fin un día cesó. Compareció sonriente llevando de la mano a una niñita rubia como el espliego seco. «Me quedo con ella, Len.» Había tenido que reconocerla como hija suya para lograrla. Le dio el apellido que a él también le habían dado, y quedó convertido en padre ante el mundo. Algunos, los que más le conocían, se admiraron. Muchos no lo entendieron. Los más, sonrieron socarronamente. Él no se preocupó ni de unos ni de otros. Era puro delante de Dios. La niña creció pacíficamente, atareada con las ratas blancas y las palomas, sustituyendo a aquella diminuta Jennie que Alexander había perdido en los comienzos de la epidemia.
Fue el motivo de su vida. Su camino. Lo llenó todo.
En cuanto a mí, aún estoy aguardando. Es que no doy con mi meta por más que me afane. Sin esposa, sin hijos, sin una vocación tan firme como la del anciano doctor Garrett… Me he asomado a los vicios y a las virtudes con ese tiento del que no es perverso ni es santo. Ni tan escondido como la fuente de la hiedra, ni tan abierto como una cascada, he tenido temporadas de sosiego y temporadas de revolución. Hubiera llegado probablemente a ser cirujano del Hospital Real de Edimburgo si mi salud me hubiese permitido trabajar más. Así, famosas intervenciones quirúrgicas me han encumbrado y largas etapas de descanso obligado me han sumergido nuevamente en el olvido. Nunca he descuidado los suburbios, a pesar de que también he permanecido en cabeceras principescas. Por ejemplo: practiqué no hace muchos años una gastrectomía a la famosa y desordenada condesa de K., parienta del rey de Prusia. Ha sido curioso observar que a unos los mata la pobreza y a otros la riqueza. Ambos males son terribles y no hay remedio para combatirlos.
No sé hasta qué punto he dejado huella de mi paso… Tal vez exista una delicada y notable danzarina, ni virtuosa ni pervertida, como yo, que aún no me ha olvidado… Yo pienso alguna vez en ella, aunque sólo me hace sonreír. Se lastimó el tobillo bailando
Les Sylphides
, el último ballet de la temporada. Fue una simple torcedura, pero necesité dieciocho visitas para curarla. Ni una más. Se fue a América del Sur. La última vez que estuve en su camarín la hallé atareada amontonando trajes y llenando baúles. Me senté junto al tocador lleno de pelucas de plata, flores artificiales, botes de crema y barras de pintura. Alrededor del espejo había retratos de Nijinsky, de Massine, de la Karsavina y de otros muchos bailarines que yo no conocía. También aparecía, en el mismo montón, el rostro de un joven coreógrafo español que nada tenía que ver con los componentes del ballet ruso… pero sí en la vida de la delicada danzarina, aunque ella apenas lo admitía. Medité durante mucho tiempo. Una diminuta zapatilla fue a parar a mi alcance y la retuve. «¿Por qué no dices nada?», me preguntó de pronto la sílfide. Siguió mi mirada y vio al coreógrafo. Soltó el montón de vestidos que revolvía y se echó en mis brazos ardorosamente. Pero no pudo retenerme mucho tiempo. «Perderás el barco», le dije resuelto. Y se fue. Aún guardo su zapatilla. A veces, removiendo trastos en el desván, me viene a las manos; no parece la misma: la seda se ha requemado con los años. Así debe de estar también su dueña.
Y poco más he probado en amores. No he tenido paciencia para malgastar el tiempo.
Donde he dejado recuerdos verdaderamente bellos ha sido en un pueblecito de Francia, en la terrible guerra del 1914, operando en un hospital de campaña. Operando sin cesar durante horas y horas y días y días. Hice verdaderos milagros con el bisturí. Mis extraordinarias manos salvaron a infinidad de soldados. Algunos, a la fuerza se acordarán de mí.