Si a los tres años no he vuelto (28 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Por primera vez desde que había entrado en Ventas, Jimena buscó el refugio solitario de una esquina entre aquella masa humana. Sentada en un rincón, sobó las pastas del libro que Ramón había cogido de su mesilla de la casa de Pontejos. Lo abrió por la página de «El conde Sol» y así, sin cerrar, se lo metió bajo la chaqueta gris mientras recitaba el romance. Dos lágrimas gruesas rodaron por sus mejillas.

Era otoño, y en su pueblo ya habría pasado el olor de la hierba segada; en el patio de casa, sus padres quizá aún oirían los grillos del otro lado del Artiñuelo desde las huertas pegadas al toril, donde los gitanos dejaban las carretas mientras preparaban los fuegos para echar lañas de hojalata a los pucheros.

Llevaba más de un año fuera de su casa, sin la nieve de las cumbres de Peñalara, sin el azul pesado con que se vestía la sierra en el verano; sin haber subido a la trilla, sin sentir el heno recién segado, sin trepar al carro de los bueyes para triscar la paja, sin el aroma del viejo rosal del patio, sin escuchar el agua correr por las caceras del pueblo y por el río grande, sin los cencerros de las vacas, sin la brisa entre las hojas del chopo que corría más gruesa, menos fresca, que entre las hojas del fresno. Porque las hojas del fresno eran más pequeñas y ventilaban mejor en la sombra, la más fresca, mientras los grillos acunaban la siesta. Sin correr hasta la fuente del Botijo en los Batanes, para llenar el cántaro de agua fresca; sin pisar la tierra mojada después de las tormentas; sin la voz de su padre, suave, riente, mientras soportaba la bronca sorda y amarga de su madre; sin las peleas de sus hermanas, que ya habrían crecido; sin Luis, que ya no vertía lágrimas en su cuello como la última vez, aquella madrugada de Pontejos, en la que ambos se equivocaron por no escapar juntos, por no irse a morir juntos, que mejor hubiera sido morir abrazados ante una tapia de un cementerio que esta muerte lenta que la corroía a ella y a su criatura…

Las lágrimas le recorrían el rostro con la misma velocidad que los recuerdos, hasta que sintió que Antonia se deslizaba a su lado, la abrazaba fuerte, muy fuerte, y ponía la mano sobre su vientre hinchado y el libro que allí escondía. Con el dorso de la mano se retiró con rabia el manantial que le lavaba la cara e inclinó la cabeza sobre la de su compañera. No le importó descubrir los piojos gordos y las blancas liendres en las sienes y cerca de la oreja de su amiga.

6

No hubo más llamadas a diligencias. Si no hubiera sido porque todas las semanas llegaban paquetes de comida, los más ostentosos de la galería, se habría dicho que a Ramón se lo había tragado la tierra. Pero Jimena sabía que su cuñado trabajaba para sacarla de allí.

A veces recibía una carta a través de Angelita, la mechera que entraba y salía de Ventas con la misma facilidad que reincidía. Jimena sentía por ella un enorme cariño y, además, tenía a su hija Pepi consigo en los párvulos de doña María. La niña, de poco más de tres años, rubita, menuda, encantadora, aunque distraída en las letras de la pizarra, era la primera en aprender canciones, bailar y actuar ante los otros niños. Era la debilidad de la fría María Topete, ahora ya encargada absoluta de lactantes, embarazadas y niños. Las madres los tenían con ellas hasta los cuatro años, aunque la que podía los sacaba con la familia, para evitar que las criaturas murieran contagiadas de alguna de las enfermedades que abundaban en aquel campo de concentración disfrazado.

Jimena no sabía cómo Ramón había conocido a Angelita, pero la ladrona de poca monta, alcohólica, capaz de decir que estaba enferma para que la llevaran a la enfermería y beberse el alcohol, era tan bruta como grande de corazón. Y en un par de ocasiones —cada vez que salía tardaban días o semanas en volver a detenerla por meter mano en un bolso en plena Puerta del Sol— trajo una carta para Jimena. Ésta incluso llegó a sospechar que Angelita, más de una vez, se hizo detener para darle la carta a cambio de alguna buena propina de Ramón.

La Topete recibía a Angelita con una mezcla de desprecio y asco, un sentimiento que contrastaba con la debilidad que sentía por su hija Pepi. A veces se llevaba a la niña al despacho y se entretenía en peinarle sus hermosas trenzas rubias, lavarle las manos y sacarla limpita con algún vestidito que la Topete le traía, gracias a la voluntad de sus amigas de la alta aristocracia madrileña con las que ya preparaba una red de amistades de lujo para vender los primores que cosían aquellas descarriadas. Ya harían más, que entre las campesinas y las modistillas había manos de artistas.

Ninguna de las cartas era muy extensa. Apenas una hoja por las dos caras, con la pulcra caligrafía de Ramón. Seguía intentando sacarla de allí, pero había algunas barreras infranqueables que le exigían cosas que no podía dar. Jimena entendía que se refería a Luis. En Madrid todo seguía igual. Sus padres estaban bien y aunque había mucha hambre fuera, no en los pueblos, donde siempre se freían unas patatas con manteca de gorrino, según le había hecho saber su tío Leoncio.

El resto de las escuetas misivas eran para rogarle que se cuidara y que le avisara de cualquier cosa que pudiera pasar a través de Angelita, quien sabía cómo sacar notas fuera de la cárcel sin pasar por las comunicaciones políticas que tenían organizadas el PCE y los anarquistas. Ésta era una vía civil, sonreía Jimena, cada vez más preocupada, porque su vientre era enorme para una figura tan flaca como la suya.

Cuando el embarazo fue más que evidente, la Topete ordenó que la pasaran a la planta alta, donde estaban las embarazadas. Fue un golpe para Jimena, que hubiera preferido romper aguas y parir entre sus compañeras de celda en vez de pasar a la zona donde dominaba la ex-combatiente fascista y donde seguían muriendo niños de tos ferina o meningitis. Las madres tenían una avitaminosis aún más acentuada que el resto de las mujeres de la cárcel, y la mayoría de ellas producía poca o mala leche, infectada por la débil salud de las recién paridas.

Angelita la ayudó a preparar el petate, con las tres chaquetitas de punto que ahora tenía, una falda más ancha que había venido en otro paquete y un par de toallas que intentaba no usar y mantener blancas, aunque aquello era casi imposible. La vieja Vicenta se esmeraba cada mes para meter entre la comida una bragas blancas, altas, de algodón, y un par de paños de felpa.

Esa semana —a Jimena le quedaban apenas quince días para parir, según sus cálculos— Antonia era la madre de la celda, la encargada de repartir los paquetes que recibían las compañeras. Hacía ya tiempo que obligaban a Jimena a comer un poco más que las demás, especialmente leche condensada y sardinas, tan buenas por el fósforo para dar leche, había dicho Paz, enviada a madres por el simple hecho de que la Topete consideró que, al ser casada, podía asistir a los partos sin avergonzarse.

Aquel invierno de 1940 fue uno de los más fríos de lo que iba de siglo. En los periódicos se recogían los quince grados bajo cero que el 16 de enero se habían alcanzado en Ávila. La culpa era del temporal de frío polar que llegaba desde Finlandia. El frío era tan helador que hasta un oso blanco de la Casa de Fieras del Retiro murió de bronconeumonía. El oso tuvo el honor de tener un titular compasivo en la prensa, pero las bronconeumonías de las mujeres en la prisión de Ventas no existían. La dramática situación de los miles de mujeres allí hacinadas no existía fuera de aquellas paredes manchadas de piojos y humedad, donde la muerte estaba presente en cada momento del día.

Y entre tanto olor a cadáver, también se abría paso la vida. No fallaron las cuentas de Jimena. Una fría madrugada de febrero, en la que seguía la temperatura bajo cero, aunque no tan intensamente como un mes antes, mientras una triste farola del patio de la cárcel iluminaba a contraluz la caída de diminutos copos de nieve —un buen presagio, pensó, sabiendo que aquella nieve ocultaba la luna llena—, sintió que algo caliente le resbalaba por los muslos. Se puso de pie y una sustancia viscosa cayó al suelo. Avisó a la mujer que tenía al lado, otra embarazada que ya tenía dos hijos.

—Es la mucosa. No te asustes. Voy a llamar.

Jimena, sólo pendiente de las reacciones de su cuerpo, no estaba asustada. Hacía una semana que su niño se movía menos y le habían dicho las expertas que eso era buena cosa. Estaba bien encajado para salir.

En el ala de madres, en lo que debió de ser un día la sala de partos, había unas pocas camas, y allí fue trasladada cuando notaba ya las contracciones de su criatura, que peleaba por asomar la cabeza a aquel mundo lleno de piojos y chinches.

Eso fue lo primero que pensó Jimena mientras empujaba como un animal, con todas sus fuerzas, sintiendo que se partía en dos y que algo resbalaba por sus piernas, algo muy caliente, manchando las toallas de Vicenta.

—Mi hijo sólo va a ver piojos y chinches —susurró mientras jadeaba y abría más las piernas, mordiéndose los labios para no gritar.

—Empuja, respira y empuja, respira y empuja, Jimena. Lo que hace falta es que vea algo, aunque sean los piojos —casi le gritaba Paz, que la ayudaba junto con otra presa enfermera.

—Tengo que darte un corte —dijo la otra presa—. No dejes de empujar y respira hondo, por Dios.

La enfermera se apartó de la cama, a cuyos pies estaban Paz y la otra embarazada, a la que había avisado. Jimena no sabía si era una presa común o política, pero poco importaba.

—Dadle un tajo corto, que se abra ella sola. La coronilla está atascada —murmuró la mujer a la enfermera, que volvía con una tijera y una botella de alcohol.

La parturienta no sintió el corte. Lanzó un aullido final y segundos después se oyó el grito triunfal de las tres mujeres, que sujetaban un trozo de carne llorona cabeza abajo, tras el azote de la presa embarazada. La enfermera cortó el cordón umbilical y con un trozo de cordón fino ató el ombligo del niño.

Paz le echó aquel trozo de carne sobre la barriga. Y una Jimena extenuada sintió que todo había merecido la pena, que allí estaba su hijo y el de Luis, pese a todo, contra todos. De nuevo, por tercera vez desde que estaba en la cárcel, las lágrimas le resbalaron, pero ésta era la primera ocasión en la que lloraba de felicidad y de ausencia. Después de lo pasado, estaban vivos. Recorrió con sus manos el cuerpo del bebé, pringoso, sin lavar aún.

—Está entero. Y con buen aspecto, pese a lo enclenque que eres. Tiene todo en su sitio —le dijo la enfermera.

Después se lo llevaron a lavar con la poca agua hervida y puesta a enfriar que Angelita, milagrosamente aparecida por allí, había traído. ¡Hacía tanto frío! Aquella zona tenía calefacción, pero no había carbón ni leña para la caldera. Aunque Jimena apenas sentía el frío. Seguía sangrando, y Paz y la enfermera —luego se enteraría de su nombre, Emilia, y de que aquél era su primer parto— intentaban cortarle la hemorragia. Emilia cosía como podía. Las manos de Paz iban por delante, con sus dedos pegando el tajo que le habían hecho, temblando por la baja temperatura y el miedo.

Angelita dejó a Luis, que así se iba a llamar el niño, al lado de su madre, vestido con una especie de saquito de felpa que Vicenta había enviado en una de las remesas y un jersey de lana blanco. Otro lujo en aquel lugar siniestro, donde encontrar el par de picos y gasas que ella tenía gracias a los últimos paquetes era prácticamente imposible. Las mujeres rompían sábanas de retor, mantas viejas y sus enaguas para envolver a las criaturas.

—A la Topete y a las suyas les da lo mismo. De aquí salen muy pocos vivos, así que aplícate el cuento, Jimena, y ponle la teta. Es tu primera obligación, y olvídate de lo demás —le dijo Emilia antes de marcharse a dormir.

Eso hizo Jimena: arrimar a sus pequeños pechos, ahora inflamados, la boquita de Luis Masa Bartolomé. Se preguntó si el niño sería el Luis Masa tercero o habría habido otros en generaciones anteriores. De aquel pecho al que el bebé se agarró con ganas no brotó ni una gota.

—Tranquila. Pronto te vendrá el calostro. Déjalo estar. A dormir todas.

Pero Jimena no podía dormir. Cuando Angelita iba a seguir a las otras, sintió que le invadía una oleada de agradecimiento hacia aquella mujer, tan distinta de las presas políticas. Separó una mano del bulto que era su hijo recién nacido para sujetar a Angelita.

—¿Puedes quedarte? Tengo miedo de no saber qué hacer. Tú tienes experiencia…

Angelita sonrió.

—Está bien. Me quedaré. Pero tienen razón, debes dormir.

—No puedo. No quiero dejar de mirarle. Angelita, ¿cómo has sobrevivido aquí, con tu Pepi? ¿Por qué estás aquí?

—¿De verdad quieres que te lo cuente? Hoy, precisamente…

—Sí, hoy precisamente. Si tú has aguantado, yo aguantaré. Llevas tanto tiempo ayudándome… Ni siquiera sé de dónde eres.

Angelita soltó la mano de Jimena y se la llevó hasta el recién nacido. Después, estiró con gesto mecánico la ropa del camastro, sacudió con un par de palmadas el borde del colchón y se sentó al lado de la recién parida.

Desde pequeña, a Angelita los muertos siempre le habían dado hambre de hombres. Y frío. Los muertos le habían dado mucho frío. Por eso, de mayor, cuando no estaba en la cárcel, combatía el frío con tragos de alcohol y el calor de un cuerpo de macho que le diera cobijo.

Era una cría cuando ya sabía lo que era la soledad. Su madre, la tía Posturas, la enterradora de Valdemorillo, la dejaba a menudo con su hermano cuando se iba al cementerio. O peor. Se los llevaba con ella cada vez que sonaba el primer tañido de la campana de la iglesia para llamar a clamor.

Con el primer toque de la torre de Nuestra Señora de la Asunción, la Posturas no esperaba a que fueran a buscarla.

—La ha diñado el Dimas. Ha tardado, el hombre. Hala, Angelita, Colás, al camposanto, que tengo que cavar y volver antes de que se queme el cocido.

La enterradora alejaba el puchero de barro un poco de las ascuas de la lumbre, retirando el sbrasero hacia atrás. Pero Angelita no quería ir con su madre al cementerio. Por el camino remoloneaba. Sobre todo si era invierno y anochecía pronto. Se perdía por los soportales del ayuntamiento, donde jugaban los chicos a la peonza o a las chapas, aunque fueran mayores que ella.

—Angelita, que te cagas para ir al cementerio. Te dejamos que te quedes aquí si nos enseñas las bragas.

La niña se resistía, tirando del borde de su falda remendada hacia abajo, hacia los tobillos. Hasta que el más grande y bruto de los chicos, el Bolas, el hijo del panadero, le agarraba de la trenza y tiraba de ella para sacarla fuera de los soportales. Entonces, Angelita recordaba el camposanto y se subía un poco la falda, pero a cambio de una perra chica primero. Con los meses, fue a cambio de una perra gorda.

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