Si a los tres años no he vuelto (23 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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—¿Y tu otro hijo? Ramón se llama, ¿no?

—Oh, ése siempre defenderá a su hermano mayor. Aunque no comparta sus ideas, le tira la sangre. Y encima, sospecho que quiere proteger a la pelandusca. ¡Hasta me la metió en casa cuando los nuestros iban a ir a buscarla a la casa de Pontejos! No pude soportarlo. Me daba asco, la verdad. En cuanto pude, organicé lo de la denuncia y me fui a Cercedilla.

—Y ella, ¿cómo es?

—El caso es que es mona. Y tiene un cierto porte, la verdad. No me he cruzado con ella más que por el pasillo, porque, naturalmente, comía en la cocina con Vicenta. No, de tonta no tiene un pelo. Es de las que lleva el veneno marxista, que diría nuestro querido Vallejo-Nágera.

—Ya. Desde luego, a tu hijo lo ha atrapado bien. Pero algo habrá puesto él de su parte.

—Ya sabes cómo son los hombres de ingenuos, María. Mi hijo ha sido corrompido por esa zorrita. A veces, creo que incluso más que por las ideas de la Institución. ¡Fíjate que Ramón me llegó a decir que Luis se enamoró de ella durante un verano en el que yo fui a El Paular, recién fallecido mi marido! Ella era una niña y ya le sedujo. María, son las que llevan el diablo en el cuerpo y ahora dice que lleva en su vientre un nieto mío.

María no sabía si despreciar más a aquella mujer, que había bajado la guardia y entregado a su hijo, un muchacho guapo y listo, al veneno marxista y a los brazos de una lagarta, o a esa tal Jimena Bartolomé, que desde jovencita tenía lo que a ella, una joven de buena familia, católica, educada, honrada, le había sido negado: el amor.

Tras recoger los datos de Jimena en un papel impoluto, dar el último sorbo a la malta y mordisquear un pastel sin mostrar excesivo apetito, María se puso de pie. La cita había terminado.

—Sólo puedo decirte que te mantendré informada. En Ventas hay miles de mujeres en estos momentos y muchísimo trabajo. Una tarea que es difícil que comprendas desde la sierra. Cuando pueda, te diré algo.

La acompañó pasillo adelante hacia la puerta, confesándose que no había sido sincera, porque justo al día siguiente, el mismo lunes, según entrara en aquel lugar inmundo que era la prisión de Ventas, se enteraría y vigilaría a la tal Jimena. Aquella chica era para María la viva imagen de lo arpías que eran las republicanas, mujeres sin principios.

2

Desde su entrada en Ventas, la enfermera y comadrona Trinidad Gallego no fue la única amistad que hizo Jimena. En la misma galería se le acercaron las primeras mujeres, que se identificaron como comunistas, tras enterarse de que había llegado. Jimena tardó un tiempo en saber que había sido Petra Cuevas —su compañera en los calabozos de Gobernación— la que había contado que ella era la compañera del camarada Luis Masa. Las mujeres le consiguieron una lata que hacía las veces de plato y le dijeron que había que andar lista para coger el agua. Salía en un chorrito, en el patio, durante un rato. También le contaron que sólo se servía comida una vez al día, sin hora fija. Se lo aclaró Paz Azzati, la Paz de la que ya había oído hablar en Gobernación, tan bárbaramente torturada, que procedía de una familia comunista de Valencia muy conocida e ilustrada. También le aclaró que últimamente las cosas estaban algo más organizadas que en abril y mayo. Aquella primavera de 1939 había sido terrible.

Los días pasaban y las más jóvenes tenían tiempo de sobra para cotorrear, porque hasta la barbarie en la que vivían se había vuelto cotidiana. A veces se asombraban de sus propias risas. Y se avergonzaban cuando descubrían las miradas de las viejas o pasaban ante las penadas a muerte. Cualquiera podía estar entre ellas al día siguiente. La vida era tan intensa que no había ni un hueco para la intimidad, y a Trinidad no se le escapaba ni una. Con su experiencia, pronto adivinó que Jimena estaba embarazada.

—No hay más que ver las arcadas que tienes, mujer. Procura que nadie lo sepa. Cuanto más tarde, mejor.

Para entonces, Jimena ya había oído las historias que llegaban de la enfermería y de la zona donde estaban las madres con sus bebés. Pidió a Paz que urdieran un plan para visitar la enfermería y la parte de las madres. Tres mañanas después, rezada la misa, cantado el
Cara al sol
y pasado el primer recuento, Jimena siguió a Paz entre el inmenso magma de mujeres que se amasaban en los pasillos, en los patios y en los váteres, ahora letrinas inservibles, atascadas, rotas las cañerías.

Ni las monjas recién llegadas —una famosa sor Josefina y otra de nombre sor Serafines— ni todos los esfuerzos de funcionarias de medio pelo, como la Drácula o la Veneno, podían evitar que siempre hubiera escaqueos, que unas mujeres se pasaran de una galería a otra con la ayuda de las demás.

Cuando llegó a la zona maternal, llena de luz y de grandes ventanales, la vaharada de olores le produjo náuseas. El espectáculo de los llantos de los niños, los sollozos de madres desesperadas intentando que sus hijos mamaran de tetas secas, las respiraciones entrecortadas de otras que, como posesas, arrullaban a criaturas moribundas entre sus brazos no se imponían al olor. Una mezcla de caca fétida, de pañales y mierda sin limpiar, de leche agria, de mujeres que llevaban semanas sin lavarse por la escasez de agua y de vómitos infantiles obligó a la joven a llevarse las manos a la boca, en un intento de ahogar un grito de horror y una arcada.

No hizo falta que Paz le diera un codazo. Hacía unos días que había visto a aquella mujer altiva que parecía extranjera. Su nombre era famoso entre las presas y lo pronunciaban con miedo: la Topete. Ahora la miraba a ella, fijamente, con unos ojos azules gélidos. La observaba impávida mientras, despacio, alzaba su alta figura de la cuna en la que estaba tomando la temperatura a un niño. Jimena sintió frío cuando la mirada escrutadora se clavó en su cara.

—Jimena Bartolomé, ¿qué hace usted aquí?

Iba vestida de verde oliva, el color de las funcionarias, y su rostro, correcto, blanco traslúcido, hierático, se acompañaba con un timbre metálico, sin inflexiones ni matices, que dejó a Jimena petrificada. ¿Quién era aquella mujer y por qué sabía su nombre si ella jamás la había visto o no la recordaba?

—He venido por si podía ayudar a Paz con los niños. Perdone usted, ¿la conozco?

Paz Azzati se quedó de una pieza. La voz de su compañera no tembló tras el primer momento dubitativo. Tampoco tenía inflexiones. Menos fría, el tono era similar al de la propia María Topete. Aquella funcionaria de buena planta, tan dura que era imposible que pasara inadvertida y que sólo llevaba unas semanas en Ventas, era ya conocida por todas las presas de la enfermería. En pocos días se había labrado una reputación de coronela entre madres y niños, aunque todavía sin mando en plaza bien definido. Era de pedernal. No tenía piedad para con las madres que luchaban por salvar a sus hijos enfermos; no tenía problema en soltar un sopapo a un niño que gritaba o lloraba demasiado. Su aire militar, su porte aristocrático, su apellido y la disciplina que imponía a fuerza de castigos entre aquellas mujeres la habían hecho famosa en apenas unos días.

—Ya veo que no conoce las reglas. Aquí, la única que pregunta soy yo. ¿Qué hace usted aquí si aún no ha pasado de los tres meses de embarazo? Entonces ordenaré que la traigan aquí. Mientras, fuera.

Esta vez sí hubo efecto. El mazazo golpeó a Jimena con toda brutalidad en el rostro, que durante unos segundos pasó del pálido al rojo para volver luego al blanco marmóreo, mientras sus ojos no conseguían controlar la expresión de sorpresa ni el fogonazo de pánico. Paz sujetó a su amiga del brazo. ¿Estaba embarazada? ¿Y cómo lo sabía aquella bruja?

La voz de Lorenzo estalló en la cabeza de su hija, relatando el romance, cuando la manada echó a suertes quién debía robar la presa.

Le tocó a una loba vieja, patituerta, cana y parda, que tenía los colmillos como punta de navaja.

Una oleada de calor y fuerza se expandió por el cuerpo de Jimena, que, unida al apretón reconfortante de su amiga en el brazo, logró frenar el temblor de sus piernas, de sus manos. Doblegó el pánico. «Ella quiere ser la loba parda, pero yo no voy a ser la borrega blanca. Yo soy la perra trujillana. Y tengo el instinto de la loba parda».

—No sé de dónde ha sacado usted que estoy embarazada.

—La conozco a usted y a las de su calaña. No es usted la única que ha engañado a un pobre muchacho católico y de buena familia. Que sepa que está en pecado, es usted una hereje. No está casada por la Iglesia. Ni lo estará. Más le vale andarse con cuidado.

—¿Lo sabe usted todo de mí? Me temo que no. Estoy casada con un hombre que me quiere y me respeta, al que usted y los suyos han arruinado la vida.

—¿Pero usted quién se ha creído que es?

María Topete se había ido acercando poco a poco a Jimena, que no movía los pies del suelo, mientras Paz le aguantaba del codo y mantenía el tipo, apoyando la dignidad de su amiga, pero tirando ligeramente hacia atrás. Por un momento, pensó que la funcionaria iba a cruzar la cara a Jimena.

—¡Fuera de aquí antes de que me arrepienta y se quede usted, furcia!

Era un susurro ronco, sibilante. Apoyó un dedo en la clavícula de Jimena como queriendo tirarla hacia atrás y con la otra mano le señaló el pasillo de vuelta a la planta baja.

Las voces de las madres se habían acallado, los llantos de los niños que andaban entre los petates y los jergones ya no se oían. Una densa expectación rodeaba a las tres mujeres en aquel lugar de inmundicia. Nadie se explicaba qué había sucedido en aquel reducido círculo para que, en aquella marea humana, decenas de mujeres percibieran la tensión. Sólo el insoportable hedor persistía.

La muchacha resistió la presión de la mano de Paz en su codo. Antes de girar sobre sus zapatos de cordones, pasó la mirada por el espectáculo dantesco que las rodeaba: niños moribundos en el suelo, atacados de meningitis, algunos con convulsiones. Uno o dos parecían estar ya muertos. Las madres estaban enfermas, histéricas, con las tetadas infectadas por el miedo y los recuerdos de las palizas y las torturas. Muchas miraban con una mezcla de terror y orgullo a Jimena y a Paz. Jimena devolvió la mirada de sus profundos ojos negros al azul helador de la Topete. Sin prisas, cogió la mano que su amiga tenía sobre su brazo, la puso en su antebrazo y avanzaron despacio hacia el pasillo para bajar a las galerías.

Paz pensó que de un momento a otro oirían la voz de la Topete ordenándoles volver. Iniciaron el descenso de la escalera y entonces lanzó un suspiro.

—Mujer, ¡estás loca! ¡Qué actuación! ¿De dónde sacas esos aires? Es de familia de militares muy famosos y creo que es condesa o así. Es cruel, excautiva. Un bicho. ¿Cómo sabe tanto de ti?

—No lo sé. No la había visto en mi vida. Hasta en los interrogatorios de Gobernación he logrado ocultar el embarazo. Sólo lo sabe Trini, que ha visto mi malestar y las arcadas.

—Trini ni siquiera habrá visto a ésta todavía y jamás le contaría nada. Pero, dime, ¿de dónde has sacado esos aires?

—El valor, de mi abuela y de mi madre. El tono, de las señoras a las que hemos servido. Sólo que no eran como ésta. Ésta cree que yo soy una borrega blanca y ella una loba parda. Está equivocada. Yo soy loba parda y perra trujillana, Paz.

—No sé a qué te refieres.

—Da igual. Es un romance, un cuento de mi padre. Ya he visto suficiente. Esos niños, Paz…

—Has visto poco. La Topete ha traído algunos días a una amiga suya, Amelia Azarola, la viuda de Ruiz de Alda. Es una buena puericultora y menos dura que la Topete. Entre las dos creo que han pedido ayuda y han quitado niños muertos de por medio. La Azarola es distinta. Aunque debo decirte que esa bruja a veces parece conmovida por los niños cuando se están muriendo. Pero no por las madres. No, no has visto nada.

Las mujeres que ayudaban en la enfermería, como la propia Paz, habían contado decenas de niños muertos en aquellos pocos meses. La meningitis y las epidemias de tifus eran como la peste para las madres sin leche y la falta de higiene.

Con un humor negro que sólo reverdecía a lo largo del día, las presas contaban chistes trágicos sobre cómo Franco iba a acabar con el hambre y la falta de trabajo en España a base de fusilar y dejar morir a los hambrientos. En Ventas, habían empezado por los niños y las madres enfermas, además de con los fusilamientos.

Aquellas gracias negras, macabras, espantaban a Jimena, aunque lo disimulaba. El humor negro era una forma de combatir el miedo que todas tenían. En su fuero interno, estaba aterrada. ¿De qué la conocía aquella mujer? ¿Quién era María Topete? ¿Por qué su cuñado Ramón no la sacaba de allí si conocía a gente influyente? ¿Sabría siquiera que estaba allí? Ni su embarazo prosperaría bien ni su hijo podía nacer allí por más ánimos de perra trujillana que se infundiera. Ella no sabía saltar aquellas enormes tapias. Ni cavar un hoyo por debajo, como haría la perra del relato de su padre.

En medio de sus tribulaciones, Jimena encontró un poco de consuelo con algún acontecimiento. Ya en septiembre, Carmen Castro, la directora de la prisión y ex alumna de la Institución Libre de Enseñanza, había entregado el cuidado de las madres rojas a otra roja, a doña María Sánchez Arbós, que había sido detenida por defender los locales de la Institución, entre otras razones. Doña María era una mujer de la Institución. Única, sobria, pasaba la cincuentena, y, según contaban algunas reclusas, la reconvertida en falangista Carmen Castro había dicho: «A una roja entrego los hijos de las madres rojas». Al parecer, a la directora le había impactado la llegada de Sánchez Arbós a su cárcel, pues había sido alumna suya en Huesca.

Doña María, junto con las presas más formadas, como la propia Paz, aprovecharon para intentar mejorar la situación de las penadas a muerte y los niños. Aunque las republicanas quisieron poner un poco de orden, la falta de medios, medicinas y alimentos, y la suciedad y la sarna hacían estragos entre aquellas mujeres que, al menos, de momento, podían estar con sus hijos.

Jimena, acogida al principio con cierto recelo por las mujeres comunistas y de las Juventudes Socialistas Unificadas, se juró que sobreviviría con el bebé que llevaba dentro si su cuñado no lograba sacarla de allí. No volvió a subir a la zona de las madres, pero se sentía vigilada. Un par de veces, de lejos, vislumbró la figura alta y el reflejo gélido de la mirada azul de la Topete. ¿Por qué? Allí había miles de mujeres más significadas que ella. Ella sólo era una chica de pueblo casada con Luis Masa Pérez de Santos, un hombre que la amaba pese a su pobreza.

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