Si a los tres años no he vuelto (42 page)

Read Si a los tres años no he vuelto Online

Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
13.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

Calló su retahíla y retomó los sollozos entrecortados mientras se mesaba el pelo y su cuerpo flaco, largo, enjuto, se balanceaba hacia atrás y hacia delante, acunándose tan fuerte que sólo sus rodillas dobladas contra el vientre y la pared a su espalda impedían que se fuera de bruces o hacia atrás. La cabeza golpeaba con un sonido seco en el muro.

Nunca supo cuánto tiempo pasó allí, escondida, tapándose con las manos la cara, temerosa de oír los gritos del patio. Si alguna presa entró, la dejó seguir en su dolor, porque en aquel espanto diario en el que vivían, todas habían aprendido a respetar aquellos escasísimos ratos de intimidad y derrota. Tampoco supo en qué momento la imagen de su madre se instaló en su cabeza, vestida de la misma forma, toda de negro y con los ojos secos, delante de la estufa de la salita, tras volver de enterrar a su hermano Joaquín, su compañero de juegos infantiles, el único hijo de Carmen y Lorenzo, el primogénito, que una estúpida gangrena se llevó por delante.

«Recuerda, hija, eres tan clara como las aguas de los arroyos y los ríos de este valle», y sintió el calor del abrazo de su madre el día que se despidió de ella, poco antes de subirse al coche de línea con su maletita y del brazo de Luis camino de Madrid.

Luis. Su Luis. Él, que creía que ella era roca y agua: «Jimena, tú eres roca y agua, pero yo soy la roca que durante todo el día sólo espera a la noche para que me abraces, vida mía».

«Aquí, mis siete cachorros, aquí, mi perra trujillana», le decía su padre, con su dulce sonrisa en la cara, mientras se rascaba la frente y echaba la gorra hacia atrás, como si estuviera perplejo ante el retrato de su hija, allí, ovillada, derrotada.

—Pero ¿qué estoy haciendo? Madre, padre, perdonadme. Oh, Luis, no puede ser. No puede ser. Es mi hijo, tu hijo. Lo único que nos han dejado.

Con las manos sucias de dedos de hueso de pollo, como los del cuento, se limpió las lágrimas, se puso de pie y, como impulsada por un resorte al recordar que estaba a punto de llegar la hora para ver a su hijo, se lanzó escaleras abajo, donde se encontró a las otras madres, que, con las caras ansiosas de cada día, esperaban para dar la teta a sus niños o poder jugar con ellos.

Jimena cogió a Luisito en brazos y, sin hacer caso de la funcionaria que la observaba, hundió su cara en el cuello del niño, que la abrazó con un «mamá, mamá». ¡Nunca jamás María Topete podría robarle aquel mamá, ni aquella carita, ni aquellos ojos que ella conocía tan bien por partida doble! Agarró a Pepi y a Luis, cada uno de una mano, y se los llevó a la zona de los cucos, donde la niña de Angelita quería acercarse.

Allí estaba la cuna de Tere, la hermanita de Pepi, la niña de ojos claros que había parido Angelita, gracias a Dios, con más suerte que Petra. Su pobre amiga ya había sido devuelta a Ventas, destrozada. Allí dentro sólo le quedaban Trini y Angelita, aunque ésta entraba y salía tan a menudo como sus actividades de mechera se lo permitían. Ahora llevaba unos meses quieta, porque, tras dar a luz, la Topete la obligaba a dar de mamar a la niña durante la hora que se veían. Otro problema, porque a Angelita, como a todas, se le reventaban los pechos llenos de leche el resto del día y tenían que sacársela unas a otras como podían.

En su cuco, la pequeña Tere les resultaba fascinante a los dos niños. La niña presumía ante Luis.

—Es mi hermanita.

—Y mía.

—No y no. Es sólo mía, ¿a que sí, Mena?

Jimena asentía. Le hacía ilusión que Pepita la llamase Mena, porque le recordaba a sus dos hermanas pequeñas.

—Sí, cariño. Luis, es la hermana de Pepi porque se la ha traído la cigüeña a Angelita, la mamá de tu amiga.

—No, Mena. Mi mamá es
sita
María y mi papá, el padre.

Jimena tenía que disimular y pasarse una mano por la boca para evitar la gracia que le hacía que Pepi, para hilaridad de todas las presas, se empeñase en que la señorita Topete era su madre y el capellán de la prisión, su padre. Las presas se partían por las noches con aquellos chistes y las funcionarías intentaban apear a la niña de su creencia. Pero era difícil explicarle la diferencia entre el padre con el que debía dirigirse al sacerdote y el papá que ella ansiaba tener para que los demás niños no le dijeran eso, que no lo tenía.

Para colmo, doña María y el capellán acostumbraban, cuando hacía buen tiempo, a rezar el rosario juntos paseando por el patio y, de vez en cuando, el sacerdote —que ya vestía canas y una tonsura más que holgada— apoyaba la mano sobre la de la carcelera cuando le explicaba los misterios del Sagrado Corazón de Jesús.

Jimena pensaba en todas estas cosas mientras con un rostro lleno de dulzura tal que nadie hubiera podido adivinar que media hora antes había estado bañado en la más absoluta desesperación, observaba a los dos niños al pie del cuco, que competían para que el hermoso bebé les apretara sus deditos con fuerza.

Aquellos escasos ratos de normalidad momentánea saltaron por los aires cuando unas semanas después, una mañana en que las mujeres estaban en el taller de costura, escucharon el llanto desgarrador de una de las niñas. Angelita, que ya se había incorporado a la cocina, y Jimena supieron que era Pepi. Las dos se juntaron en la puerta del patio, donde las paró una funcionaria. La niña estaba tirada en el suelo, pataleando y tratando de pegarse y de arañarse, y de zafarse de las manos de otra guardiana que intentaba hacerse con ella.

—¿Qué coño le has hecho? —se encaró Angelita con la funcionaria, ya talludita.

—Decirle que Teresita se ha muerto. ¿Qué querías? ¿Que le dijera que se la has dado a la directora para que la adopten?

Angelita se mordió los labios mientras giraba sobre sus talones y volvió a la cocina sin mirar ya a la única hija que le quedaba. Jimena se puso blanca como el papel. Había visto cómo la Topete se empleaba a fondo para que las madres accedieran a enviar a sus hijos a los seminarios o a los conventos. Algunas incluso le rogaban que les buscara una plaza para sus chicos hambrientos en el Auxilio Social. Estaba harta de ver las despedidas de muchas compañeras, que se partían en dos el día que su hijo cumplía los cuatro años y se lo llevaban con las monjas o con los curas si no tenían un familiar cercano que se hiciera cargo de ellos. Y entre las políticas, las familias de las presas estaban muy diezmadas por los fusilamientos o los encarcelamientos de la mayoría de los familiares. Luego estaba el hambre. Y la carga que las criaturas representaban para abuelos o hermanos, que, aunque en libertad, no dejaban de ser los perdedores de la guerra, miserables que se alimentaban de cáscaras de patatas cocidas mientras soportaban el desprecio o las vejaciones de los falangistas en sus pueblos.

Pero Angelita… Si Jimena no tenía mal entendido, el padre de Teresa se había prestado a reconocerla. No era como el de Pepi, un señorito de familia bien de Valdemorillo con un buen negocio en El Escorial. Todo eso lo sabía por su propia amiga, a la que tenía tanto cariño.

Mientras Trini, que había bajado de la enfermería, trataba de calmar a la niña con otra funcionaria —no había problema, los tacones de la Topete y el silencio que dejaba a su paso la anunciaban ya por el pasillo—, Jimena salió corriendo hacia la cocina en pos de Angelita.

—¿Cómo has podido? ¿No tienes corazón, ni alma, ni nada?

—¿Y qué coño querías que hiciera? —Aquel taco era uno de los favoritos de Angelita para dirigirse a las carceleras, pero era la primera vez que lo utilizaba para encararse con su amiga—. Mi madre no puede tenerla. No quiere saber nada de mí desde hace tiempo. Tú eres muy lista, tienes sólo uno y un cuñado que te envía de todo, y te esperan fuera. ¡Pero yo no soy buena madre! Te lo he dicho desde que nos conocemos.

—Te arrepentirás toda tu vida, Angelita.

—¡De lo único que me arrepiento es de no haber dado también a Pepi en adopción!

Angelita no se dio cuenta de que la Topete estaba detrás de ella con Pepi aún sollozando entre sus brazos, sin aceptar los caramelos que la directora trataba de meterle en la boca, que aún sorbía los mocos y las lágrimas.

—¡Jimena Bartolomé, vuelva usted al taller! Dejen de haraganear.

—Yo no haraganeo. —Y Jimena giró sobre sus zapatos, sosteniendo la mirada a María Topete y sin despedirse de Angelita.

Ni siquiera prestó atención al «¡insolente!» que la directora lanzó a la sordina. Si hubiera visto la ferocidad en la mirada de la carcelera, se habría asustado. Pero a Jimena se le iban escurriendo las lágrimas por el pasillo. ¡Cada día estaba más blanda!

5

Eran las siete y media de la mañana. Las presas de la maternal de San Isidro salían de la capilla tras la misa de primera hora. Iban camino de la cocina, donde se repartía una especie de aguachirle hecho con achicoria, pero a Jimena no le importaba. El aroma de la raíz de la achicoria tostada siempre le recordaba a sus padres, que a esa misma hora estarían sentados en el escaño de la cocina de su casa, en el pueblo, ajenos por completo a las desdichas de su hija.

Su madre estaría pendiente de que la leche no subiera demasiado y de que la nata no se le pegara en la placa, mientras su padre esperaba detrás a que su mujer retirara el cazo, con el gancho de la lumbre en la mano y dos trozos de leña de pino, para atizar la bilbaína, toda reluciente gracias a las uñas que sus hermanas se dejaban con la piedra sobre la placa. La achicoria ya estaría servida en la mesa, con la manguilla amarillenta volcada en el puchero. Veía perfectamente el pan negro sobre el hule y un trozo de manteca de cerdo para untar.

La visión del pan con manteca le despertaba los jugos gástricos y el olor de la achicoria la transportaba hasta sus padres mientras sus ojos se inundaban de agua. Pero siempre estaba Trini a su lado, que le daba un codazo al sentarse y al coger la taza de lata entre las manos de dedos larguísimos. Los estiraba bien, abrazando el cacharro, para calentárselos en un intento de transmitir un poco de ese calor —escaso ya, porque se enfriaba con un soplo— al resto de su cuerpo. Llevaban la humedad metida en los huesos desde hacía muchos meses. Las dos hermanas de cárcel charlaban para disipar las primeras nostalgias del día antes de marchar una a la enfermería y la otra al taller.

Una funcionaria tocó a Jimena en la espalda.

—Jimena, hoy no vas al taller. Tienes que recoger tus cosas. A las nueve debes estar en la puerta principal. Te vas.

—¿Cómo que me voy? ¿Cómo voy a recoger mis cosas y las de mi hijo en hora y media? ¿Qué me está diciendo?

—Que yo sepa, te vas tú sola. Te trasladan. Son órdenes de la Topete.

Jimena se había ido levantando poco a poco, con una cara pálida que tan pronto se tornaba roja para luego volver a mostrarse cadavérica. Había pasado una pierna por encima del banco y tenía la otra aún debajo de la mesa. Trini la sujetaba de un brazo.

—¿Y mi hijo? A mí no me trasladan a ningún sitio sin mi hijo.

Su voz iba subiendo de tono mientras veía que otras dos guardianas ya estaban en las puertas del comedor, donde se había hecho un silencio sepulcral. Los pocillos de latón y las latas desportilladas habían dejado de sonar y reposaban sobre las largas mesas de aquel siniestro lugar, cuya única decoración en las paredes eran las manchas de humedad.

Algo espeso se respiraba en aquella sala mientras las otras dos funcionarias iban acercándose a Jimena, que sólo sentía en su cuerpo fuego y la mano de su amiga Trini, ahora sujetando con fuerza la suya.

Jimena paró en seco a las dos guardianas mientras Trini se ponía de pie y arrimaba el hombro al de su amiga, sin soltarla de la mano.

—No me toquéis. Ni se os ocurra tocarme, porque os mato. No voy a ninguna parte sin mi hijo. Quiero ver a la Topete.

—No puedes. No tienes tiempo.

Una buena parte de madres se habían ido agrupando alrededor de la mesa, donde las otras mujeres estaban ya de pie, como Trini y Jimena.

—Tengo todo el tiempo del mundo. Que baje aquí. Quiero irme con mi hijo.

—Lo vas a empeorar todo, Jimena. Recoge tus cosas, por favor. No nos lo pongas más difícil —terció una de las funcionarias mayores a la que las presas tenían más respeto. Era funcionaria de prisiones de verdad y las trataba como personas.

—Mi hijo. La única cosa que tengo que recoger aquí es mi hijo.

A un gesto de la jefa de servicios, la primera que había llegado para darle la noticia, otras dos funcionarias dieron un empujón a Trini, agarraron a Jimena cada una por un brazo y, con un movimiento hábil y rápido, tan rápido que no dio tiempo a que lo viera la mayoría de las presas, colocaron en las muñecas de Jimena unas esposas que parecían viejos grilletes. Trini lanzó un grito animal.

—¡Hijas de puta, no es una fiera!

La comadrona se tiraba hacia las funcionarias, pero ya tenía a otras dos encima de ella que le doblaron los brazos a la espalda, retorciéndoselos, y obligándola a intentar arrodillarse. Un sonido sordo se extendió por todo el comedor. Eran los pocillos que golpeaban, amenazantes, sobre las mesas.

—Hijas de puta, hijas de puta… ¡Soltadla, cerdas! —gritó.

Angelita entró despavorida desde la cocina. Al principio no entendió qué pasaba, hasta que vio a Jimena en el suelo, pataleando y gritando.

—¡Mi hijo! ¡No me quitaréis a mi hijo! ¡Lo quiere esa bruja! No, no, no…

Jimena estaba golpeándose la cabeza con las patas del banco en el momento en que Angelita se tiró al suelo para sujetarla contra su pecho.

—¡Jimena! ¡Te vas a matar!

—¡No les des ese gusto, Jimena! —gritó Trini, con las manos atadas a la espalda, en medio de otras dos carceleras.

Nadie sabía cómo, pero entre aquella algarabía, todas oyeron los tacones bajos y cuadrados. María Topete entró en el comedor y, con un rápido vistazo, se hizo cargo de la situación. Los pocillos dejaron de chocar contra la madera y Jimena, sacando fuerzas de donde nadie sabía, se deshizo del abrazo de Angelita, que le acariciaba la cabeza. Trató de incorporarse, pero las funcionarias la obligaron a permanecer en el suelo. Una tenía clavadas las rodillas sobre las piernas de Jimena y otra le puso el pie en el cuello, lo que no impidió que todas escucharan sus roncas palabras.

—¡Quiero a mi hijo! ¡Usted no es más que una vulgar ladrona de hijos! Una bruja amargada que no los ha podido tener. Usted es un animal sin sentimientos, una loba de colmillos podridos y un día alguien se los partirá. ¡Quiero a mi hijo y que Dios la maldiga si no me lo da!

Other books

Ghost Sudoku by Kaye Morgan
I Am Pilgrim by Terry Hayes
My Wicked Marquess by Gaelen Foley
The Conquistadors by Hammond Innes
Banana Man (a Novella) by Blake, Christian
A Century of Progress by Fred Saberhagen
Legacy by Tom Sniegoski
Sweet Reluctance by Laura Lovecraft