Y despacio, recta, con la cabeza alta, avanzó hacia la puerta, donde la esperaba la Veneno. Pocas veces un apodo había estado tan bien puesto. Bajita, de frente estrecha y rostro poco agraciado, de mal bicho, ojos pequeños y siempre buscando cómo sacarlas a todas de sus casillas: armar bronca para poder castigarlas, sacudirlas con lo que tuviera a mano.
—¡Anda tú, so chula! ¡Que por más aires que te des, eres más paleta de pueblo que yo! A ver si te enteras ya de la que te va a caer encima.
Jimena ni la miró. Como si no necesitara respirar, siguió a aquel mal bicho hacia su destino. ¿Sabría por fin de qué se la acusaba? ¿Qué decía su expediente? ¿Qué se habían inventado? ¿O la volverían a torturar, preguntando por Luis?
Pensó en él. Su vientre ya estaba abultado. Le costaba disimular ante las funcionarias, aunque la solidaridad de las presas la había ayudado. Una de las cinco mujeres —ni siquiera había sabido su nombre— que un mes antes habían salido en una de las sacas le había dejado, con una nota, una chaqueta de punto gris, larga y amplia, que le permitiría seguir disimulando, pero no por mucho tiempo. Iba para seis meses. El recuerdo de Luis le dolía en el alma, en el corazón. ¿Le habrían cogido y por eso la buscaban?
«Mi amor, mi vida. No voy a desfallecer. Saldré de aquí. Lo sé. Con nuestro hijo, con nuestra hija».
Jimena, cada minuto, cada segundo del día, se repetía el nombre de su marido en una retahíla que hubiera sonado ridícula para las otras compañeras, a veces reacias a tanto amor. El recuerdo de su amor hubiera sonado absurdo en las confesiones de la noche, cuando, apretadas sobre el baldosín que compartían —«lujoso baldosín tenemos por colchón…», cantaban a veces—, intentaban darse consuelo, calor. Unas hablaban más que otras. Algunas permanecían mudas.
En la situación en la que estaban, Jimena no podía contar su amor por Luis. Ni siquiera ante las más próximas. Ni siquiera sabía cómo explicar que, allá donde estuviera, él estaría recordándola, buscándola, esperándola.
Lloraba la condesita no se puede consolar; acaban de ser casados y se tienen que apartar. —¿Cuántos días, cuántos meses, piensas estar por allá? —Deja los meses, condesa, por años debes contar; si a los tres años no vuelvo, viuda te puedes llamar.
Sólo hacía meses, meses, que Luis había desaparecido. Pero Jimena estaba dispuesta hasta a contar por años, como la joven condesita, aunque llorando sólo por dentro. No entendía bien el miedo de las otras muchachas, que pensaban que sus novios se cansarían de ellas. Hasta que un día, una de las camaradas más valientes y peleonas, María Valés, se lo dijo. Jimena no se sentía comunista, pero eran las mujeres comunistas, las más organizadas, las que la habían acogido porque conocían a Luis.
—Tenemos miedo de gastar aquí toda nuestra juventud. A ti no te han llamado a diligencias, no te ha caído la pena. Pero ¿sabes lo que es entrar con dieciocho años y saber que puedes salir con treinta o cuarenta? Perdemos la vida, la juventud, aquí dentro. Pero pelearemos. A mí, éstas no me van a derrotar.
Después, la abuela de Trini hacía el mismo comentario. Y lo mismo decía otra reclusa que se llamaba Alicia, que estaba allí con su hija, que se llamaba igual que ella. Tenían tras de sí una historia tristísima, y Alicia, la hija, se la ocultaba a la madre: a sus hermanos les habían fusilado ya.
—¡Qué lástima, hijas, que queméis los mejores años de vuestra vida aquí tan injustamente!
Las veinteañeras y las más jóvenes se reían. ¡Estaban tan seguras de que no iban a perder allí su juventud! Hitler se estaba comiendo Europa, sólo iba por el aperitivo y pronto habría guerra. Los americanos, los ingleses, los franceses vendrían también a por Hitler y a por Franco.
—Sí, como vinieron los franceses y los ingleses a salvarnos en esta nuestra guerra —sentenciaba alguna de las viejas.
Hasta que llegó el fusilamiento de las menores el 5 de agosto. Aquél sí que había sido un buen golpe. Una prueba evidente de que de allí dentro, de aquel enorme cuartel al que habían sido arrojadas como los despojos que eran, sólo se podía salir con los pies por delante.
Las madres y los niños que morían en la carnicería que era la enfermería tenían otro significado. Pero el asesinato, el fusilamiento a casi niñas después de la victoria…
Mientras meditaba sobre los momentos vividos, Jimena llegó hasta las puertas que daban a la sala de diligencias, donde se veía la verja para visitas. Detuvo sus pensamientos. ¡Qué de recuerdos! ¡Qué de tiempo había pasado desde que había entrado por un pasillo cercano y las enormes y chirriantes puertas se cerraron a su espalda! Al contrario que Trini, que recordaba con pavor el mal fario que le había dado el sonido de las puertas al cerrarse a sus espaldas, Jimena no había tenido tiempo de pensar en esa sensación cuando franqueó la puerta de Ventas. ¡Llegaba tan molida de Gobernación y tan aliviada porque llevaba a su hijo dentro sin que hubieran podido hacerle daño!
—Espera aquí, chula. Parece que vas a tener suerte. Tienes una visita. ¡Si encima tendrás suerte, paleta de mierda!
A la Veneno le sacaba de quicio que Jimena hiciera como que ni la oía. Sabía cómo hacerla transparente, miraba a la pared de enfrente a través de ella, como si no existiera. Y eso le había valido algún empujón provocativo de aquel elemento.
Pasó a la sala de visitas. En ese momento, recordó el aspecto que debía de ofrecer. Mecánicamente, se atusó el pelo con las manos. Allí estaba Ramón. Mucho más flaco, pero bien vestido. ¡Dios mío, con la imagen horrorosa que ella tenía! No le importaba la ropa, pero sí el olor.
«Por Dios, que huela al azufre y no a la mierda de las letrinas que he limpiado esta mañana».
—Jimena… Pero ¿qué te han hecho? ¿Cómo estás?
La chica de Rascafría, la nieta de la Justa, la hija de Carmen y Lorenzo, la mujer de Luis Masa Pérez de Santos, roca y agua, clara como las aguas que corrían por el valle del Lozoya, puso su mejor sonrisa, estiró el cuerpo y ocultó en la espalda unas manos cuyos dedos estaban invadidos por las costras de la sarna.
—Bien. Estoy bien. Encantada de verte. No me abraces. He estado limpiando los váteres y olemos muy mal. Nos falta agua a menudo. ¿Qué sabes de Luis?
Ramón se quedó a medio camino de levantarse de la silla. Anonadado, no podía apartar la vista de aquella muchacha flaquísima, cuyas prendas bailaban sobre un cuerpo esquelético. Paró sus ojos justo donde no quería, en el vientre, que adivinó ya abultado debajo de aquella chaqueta grisácea, raída y holgada, pero no lo suficiente para él, que iba buscando una confirmación.
Se dejó caer sobre la silla y separó el sombrero y su chaqueta, que reposaban sobre la mesa. Destapó dos paquetes envueltos en papel marrón, atados con un cordel.
—No sé nada. Lo mismo que cuando te detuvieron. No hay ni rastro de él. Toma. Creo que te va a servir lo que hay aquí. Aunque no podido conseguir mucho.
Jimena tuvo que aguantar el primer impulso de abrirlo inmediatamente. Sólo soñaba con jabón y comida. Comida y jabón. ¡Qué vergüenza! Su mano quedó suspendida en el aire, sin tocar los paquetes.
—Muchas gracias. No tenías que haberte molestado.
—Jimena, por Dios, no me hagas más daño. ¿Te has visto?
Nada más decirlo, Ramón sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
—Perdóname, perdóname… —musitó bajando los ojos.
Su mirada se clavó en las piernas desnudas, flacas, llenas de costras, allí donde habían estado las dos columnas espectaculares que él había admirado en la mujer de su hermano, ahora enfundada en unas zapatillas por las que asomaban los dedos. ¡Y aquellas hermosas manos de dedos largos, ahora en los huesos! ¡No le dejaba rozárselas! Tenía el rostro como si El Greco se lo hubiera pintado, alargado, flaco, con los pómulos salientes, la pequeña nariz más afilada, demacrada y con sus hermosos y profundos ojos rodeados por medias lunas violáceas.
—¡Te voy a sacar de aquí! ¡Te lo juro!
Y escondió su rostro entre las manos, histérico, desesperado por su cobardía, por su debilidad.
—Vamos, vamos, Ramón. Aquí hay miles de mujeres que están peor que yo. Mueren decenas cada día. Igual que los niños. Ni siquiera puedo contártelo. Esto es un horror, el infierno, pero no quiero que me compadezcas. Quiero ayuda. Dime por qué no has logrado saber nada de Luis. ¿O sabes algo y me lo ocultas? Y dime por qué estoy aquí, por favor.
—No lo sé. Llevo meses intentando averiguarlo. Dos horas después de que te sacaran, ya estaba movilizado…
—Sí, me lo dijeron en Gobernación.
—¿Qué te hicieron?
—Olvídalo. Sólo quiero saber por qué estoy aquí. A otras muchas las han llamado para juicio, las han fusilado o las han condenado a años y años de cárcel. Alguna ha sido devuelta a su casa. A mí nunca me han buscado, hasta hoy, que has venido. ¿Por qué me tienen aquí? En Gobernación sólo me preguntaron por tu hermano Luis y me dijeron algo acerca de que no soy su mujer. En algún momento de los interrogatorios mencionaron a tu madre.
Ramón palideció. Dio un rodeo a la mesa y sacó las manos que Jimena ocultaba en su falda. Los dedos devorados por la sarna le descompusieron. ¡Su madre!
Durante una larga charla, sólo interrumpida de vez en cuando y obviando ambos a doña Elvira, se pusieron al día. Jimena le confirmó el embarazo y los meses de los que estaba. Le contó también lo arriesgado que era parir en la cárcel, lo que había visto y oído: las madres desesperadas por perder a sus hijos, los niños enfermos de meningitis, el traslado de las lactantes al Hipódromo.
Como un arroyo enterrado al que de pronto abren un boquete en la superficie de la roca para que pueda manar, Jimena desgranó el chorro de sus palabras, corto, claro, conciso, dramático, sin añadir un exceso de calificativos, pragmática, mientras su cuñado, abatido, acabado, la escuchaba sin dudar de una sola de aquellas palabras, adivinando que ocultaba lo más horroroso, los detalles escabrosos y humillantes.
—Ramón, no puedo tener a mi hijo aquí. Se moriría. No me importa morir yo. Ha habido momentos en que he estado a punto de desearlo. Sólo el bebé me hace seguir adelante. Entérate de por qué estoy aquí. Que me juzguen, que me condenen, que me dejen salir fuera para dar a luz y tú le llevas el niño a tu hermano. Pero aquí no. Y no te miento. Te juro por el amor que tengo a Luis y por mi bebé que no exagero en nada. Busca a tu hermano, por favor. Dile que espero un hijo.
—Lo he intentado todo. Pero a los comunistas se los ha tragado la tierra. Muchos han sido fusilados, otros han logrado huir. No tengo datos, pero creo que Luis es de los segundos.
Ramón hablaba mientras acariciaba aquellos dedos sarnosos, flacos como huesos de pollo, igual que los del cuento. Poco a poco, apremiados ambos por las continuas interrupciones de la Veneno, a quien el aspecto de aquel tipo de buen porte ataba su lengua pero no contenía su presencia, el hombre se fue rehaciendo.
La despedida fue cálida, huyendo ambos de más palabras. Ya se habían dicho bastante. Aunque Jimena intuía que su cuñado no sabía exactamente por qué estaba allí, sí creyó que sospechaba la razón. Le había traído algún consuelo. Sus padres y sus hermanas estaban bien. Creían que ella había cruzado la frontera con Luis. Unos alemanes y dos militares que Carmen y Lorenzo tenían de pensión en casa habían impedido que a sus tres hermanas las subieran a fregar la iglesia y el intento de raparles el pelo. Se lo había contado el tío Leoncio, al que Ramón se atrevió a visitar un par de días después de que doña Elvira le pasara el papel con el día y la hora de visita a Ventas. Pero esto no se lo comunicó al tío de la muchacha, al que no sacó del error de que Jimena estaba a salvo con Luis.
Cuando terminó la visita, un auténtico privilegio fuera de horas y de todo orden, las clases de doña María a los niños ya habían finalizado. Con los dos paquetes en las manos, Jimena se dirigió al patio en busca de sus compañeras. Después de tantos meses, iba a tener algo que compartir con toda su celda. Su entrada en el patio fue seguida por murmullos de sorpresa, de alivio.
Se vio rodeada por las suyas y Jimena dejó los paquetes con orgullo y alegría en las manos de la madre encargada esa semana del reparto.
—¡Has vuelto! No te han llevado al paripé del juicio y la sentencia. Deja los paquetes ahora. Los abriremos arriba. Cuenta, cuenta —apremió María Valés.
—Era mi cuñado. Ha conseguido una visita, supongo que gracias a la influencia de mi suegra, que no quiere saber nada de mí. Lo he adivinado en la cara de Ramón. Sigue sin noticias de Luis y tampoco me ha querido decir por qué estoy aquí y por qué no me juzgan. No sé si lo sabe todo, pero algo me ha ocultado. Mis padres están bien y mis hermanas también. De Luis no se sabe nada, lo cual es una buena noticia.
Antonia, una de las últimas compañeras de celda en llegar, que había ocupado el puesto de Trini y era más descarada y algo brutota, se lo dijo. Habían intimado un poco, porque Antonia era de Venturada, un pueblo en el camino del coche de línea de Rascafría a Madrid.
—Jimena, baja del guindo. Me huele tan mal como la mierda de las letrinas. Es tu suegra, la tal Elvira esa, la meapilas, que no te quiere ni reconoce tu matrimonio con su hijo, la que te ha metido aquí.
Se hizo un silencio que rápidamente fue ocupado por el alborozo forzado de las demás, pensando en los paquetes, en que había vuelto de diligencias entera y en poco más de dos horas. Todo un milagro.
—Un milagro, un milagro. La zorra de la suegra, que es tan beata que no se atreve a llevarte por delante y quiere que te pudras aquí.
Desde luego, la delicadeza no era una cualidad de Antonia, pero Jimena sabía ya que su compañera estaba muy cerca de la verdad. Lo había adivinado por la expresión de Ramón cuando le contó que en Gobernación habían mencionado a doña Elvira durante los interrogatorios.
Uno de los paquetes era de comida. Un festín: leche condensada, queso, longaniza, latas de sardinas, ¡membrillo! Desde luego, la familia postiza de Jimena era pudiente. El otro paquete contenía un par de chaquetas de punto, dos mudas que la joven recibió como un lujo —llevaba meses lavando las dos bragas que tenía, una herencia de una muchacha fusilada, y en el único sujetador ya no le cabían los pechos, crecidos por el embarazo, aunque no tanto como su tripa—. Calcetines de lana gorda, paños de felpa… Jimena enrojeció ligeramente al pensar que Ramón había llevado todo aquello. Pero inmediatamente adivinó que había sido recogido y empaquetado por la vieja Vicenta. Y entre la ropa, un libro de tela de seda roja, pequeño, manchado, de hojas amarillentas: el
Romancero
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