Ahora se hablaba de que pronto habría un traslado a otra prisión, «un hotel de lujo», decían las presas con cierta sorna aunque esperanzadas. Quizá los niños dejaran de morir a diario. Se iban en unas semanas a una cárcel sólo para madres. Decían que estaba a orillas del río Manzanares, en la Carrera de San Isidro. Y allí todo iba a ser distinto.
Jimena sopesó su respuesta.
—Si no le doy de mamar cada pocas horas, se me pueden agrietar los pechos y retirar la leche. Es eso lo que usted quiere, ¿no?
—Es usted una insolente. A mí sólo me importa que los niños no sigan muriendo. Ustedes son…
La cercanía de la enfermera cortó la conversación. La significativa mirada de la compañera a Jimena la obligó a callarse. La Topete giró sobre sus tacones bajos y fue dejando el rastro de silencio a su paso entre las camas llenas de enfermas y parturientas mal alimentadas, desesperadas.
Pocas veces una cárcel nueva levantó tantas esperanzas entre las presas y fue tan aireada y bien vendida por el régimen. Durante el verano de 1940, la Prisión de Madres Lactantes que se estaba montando en el chalé del número 5 de la Carrera de San Isidro fue uno de los motivos que mantuvo con ánimo a las madres y a las presas que las cuidaban, amontonadas en Ventas con sus hijos, con hambre, sin suficiente agua, comidas por la sarna —«ese gusanito que se mete en la piel y te va destrozando», explicaban las viejas a las jóvenes—, con avitaminosis, faltas de leche, con los piojos y las chinches corriendo por toda la prisión. Y los fusilamientos de cada madrugada en las tapias del Cementerio del Este eran la mayor tortura de todas.
María Topete intentaba mantener la limpieza en la zona maternal e infantil, pero la escasez de medios y de higiene, las cantidades ingentes de carne humana apelotonada hasta en los patios, las mujeres enfermas y los niños, que rápidamente se contagiaban unos a otros —la tiña, la meningitis, el hambre, que también se pegaba: cuando uno lloraba, lloraban todos—, hacían la situación insufrible. Miles de mujeres no olvidarían en su vida aquellos días, pero al menos tenían a sus criaturas pegadas a sus faldas o a sus pechos. Y contaban con el apoyo de las presas formadas en enfermería o de alguna comadrona. Hasta los cuatro años, los niños permanecían con sus progenitoras.
A mediados de septiembre de 1940, a Jimena y sus compañeras les dijeron que prepararan sus trastos, que se iban a San Isidro, a un chalé de lujo donde estarían como reinas ellas y como príncipes sus hijos. Pese al resquemor y la desconfianza que les producían la Topete y algunas de sus funcionarias, las madres esperaron el traslado como una fiesta, especialmente porque, al menos sobre el papel, la directora sería María Vera.
Luis tenía ya siete meses. Era un bebé hermoso. Tenía los ojos verdes de su padre y el pelo rizado y moreno de su madre. Sonreía cuando la miraba, ajeno a la tragedia que le rodeaba. Jimena se dejaba la piel por mantenerle limpio, alejado de los piojos y de las infecciones. Había tenido un par de constipados, con fiebres, y alguna diarrea fuerte. Pero con mano mágica, Angelita consiguió lo imposible: que Ramón enviara unas cajas de carísima penicilina en una de las fiambreras de doble fondo que utilizaban las políticas para comunicarse con los hombres en las otras cárceles. Ese era el tipo de milagros que podía hacer su amiga. Una presa que era enfermera aplicó las inyecciones al niño, e incluso se pudo compartir la penicilina con otras criaturas. Aun así, no era suficiente y cada día se oía el grito de una o dos madres a las que los cuerpos de sus hijos se les habían quedado fríos, muertos en sus brazos. En esas ocasiones, Jimena se sentía una privilegiada y apretaba muy fuerte a su niño contra su pecho.
Con Luis en su regazo, en aquella sala sucia y apestosa donde no había manera de quitar el olor a leche agria, caca, fermentación, una mañana Jimena miraba la luz que se filtraba por los grandes ventanales. Sus pensamientos estaban lejos, sin acordarse de que a su lado había otras mujeres. Hacía calor y había sido un verano duro, salvaje, pero allí estaban ella y su hijito. Tenía leche. ¡Llevaba más de seis meses amamantando a Luis! Estaba muy grande, sus ojos miraban fijamente, como si quisiera verlo todo.
—No mires tanto y así, hijo. No quiero que guardes memoria de este horror.
La madre le susurraba mientras enredaba sus flacos dedos en los rizos. Aquellas manitas que aún sujetaban su teta con avidez y devoraban su pecho le infundían una profunda ternura, mezclada con unas enormes ganas de llorar y de gritar al acordarse de Luis.
—¿Dónde estás? ¿Cómo puede estar sucediéndonos esto?
Mientras amamantaba, Jimena hablaba con la mente a sus Luises del futuro, de lo hermoso que iba a ser el encuentro. Y lo alternaba con susurros a su hijo, con diferentes tonos de voz: ahora más suaves, ahora más regañones. Incluso forzaba la risa queda y la sonrisa, porque había oído decir a una compañera que los niños eran como las plantas, había que hablarles y notaban la felicidad o la tristeza.
—Para, para. Eres igual de ávido que tu padre. Un tragón. ¡Huy, esas uñas! ¡Que me arañas, hijito! ¿Sabes? Tu padre tiene tus mismos ojos, y las manos de dedos así de largos…
Y luego pasaba a recitar, bajito, muy bajito, las estrofas de «El conde Sol» que se repetía a sí misma para infundirse valor, porque «carta en el corazón tenía» de que Luis estaba vivo. Y no lo olvidaba.
Grandes guerras se publican en la tierra y en el mar y al conde Sol le nombraron por capitán general. Lloraba la condesita, no se puede consolar; acaban de ser casados y se tienen que apartar. […] —Cartas del conde no llegan, nueva vida tomarás; condes y duques te piden, te debes, hija, casar. […] —Dame licencia, mi padre, para el conde ir a buscar. —La licencia tienes, hija, mi bendición, además.
Mientras susurraba y Luisito se adormecía en sus brazos, Jimena perseguía con la mirada las nubes de los altos ventanales de aquella parte de la prisión de Ventas. ¡Un año! Había pasado un año y ella seguía allí, perdida en un limbo en el que se volvería loca. A veces prefería que la hubieran castigado, que la hubieran condenado, como a las demás, a los años de cárcel que quisieran. Al menos podía esforzarse por redimir condena, como sus compañeras. Le torturaba no saber de qué se la acusaba, por qué estaba allí. Pero ahora, con su hijo, no podía permitirse el lujo de desear la muerte. El niño dormía feliz, con la cabeza recostada en el brazo esquelético de la madre. Seguía maravillándola que hasta en un lugar como aquél se pudiera reír en algún momento. Las presas viejas se lo decían a las jóvenes. Incluso tenían fuerza para inventar tretas contra las funcionarias. Y juegos. Y para hacer teatros por las noches y disfrazarse.
Sólo los días de saca el silencio de la galería de penadas traspasaba todos los muros, todas las celdas, todas las pieles, todos los corazones después del último recuento, cuando los pasos de la funcionaria avanzaban con las llaves pesadas y la lista de nombres en la mano. No había palabras para describir aquel horror. Hasta los olores y la respiración desaparecían bajo el peso del silencio que traía la muerte.
Seguían los fusilamientos, con juicios que eran pantomimas. A Ventas llegaban mujeres de todos los penales de España, de cárceles de pueblos pequeños; mujeres de cualquier condición y edad. Unas sabían por qué, otras ignoraban por completo quién las había delatado. Algunas ignoraban dónde estaban su padre o su hermano. Como Jimena, que seguía sin saber dónde estaba Luis; pero a ella ya no la llamaban. Ni la sacaban a diligencias.
Según una de las presas que pasaron por la administración, habían llegado a reunirse en la cárcel once mil mujeres. Era escalofriante. Y, sin embargo, había tiempo para que los niños de párvulos riesen jugando en el patio, pese al hambre y las enfermedades. Se habían acostumbrado a ver morir a otros niños que una semana antes estaban entre ellos. Al día siguiente, la vida continuaba y sonreían.
Sonreían, como ella en aquel momento, mientras observaba la carita de su hijo, con las largas pestañas cerradas sombreándole la cara, apretando los párpados a veces en un guiño, porque le molestaba el rayo de sol escapado entre las nubes que su madre seguía mirando sin ver.
—¿Qué haces? Estás en otro mundo, Jimena.
Era Angelita. En los últimos tiempos habían estrechado su amistad. No tenía con ella tanta confianza como con Trini, pero la estimaba. Además, era su único enlace exterior con Ramón. Las presas políticas, sus compañeras, despreciaban a Angelita por lo servil que era con la Topete, pero, al fin y al cabo, como les recordaba Jimena, bien que les era útil a todas ellas.
Angelita lograba meter en la prisión las latas de harina lacteada y los botes de leche condensada que Ramón iba enviando sin palabras. Hacía tiempo que Jimena no recibía ninguna nota de su parte.
—Estoy pensando en el traslado de pasado mañana, Angelita. Iremos a un lugar donde se oirá el río. Dicen que está al pie del Manzanares. No es mi Lozoya, ni mi Aguilón, ni mi Artiñuelo, pero algo es algo.
—¿Y ésos quiénes son?
Jimena reía.
—Los ríos de mi pueblo.
—¿Y qué? No dejará de ser una cárcel donde nos tengan encerradas. Aunque yo, la verdad, no me quejo. Aquí soy menos mala.
—¿Tú también vienes a la maternal de San Isidro?
—Eso me ha dicho la Topete. Creo que en realidad me lleva porque no quiere separarse de mi Pepi. Mejor para la niña.
—¿Cómo eres así, Angelita? Pepi es un cielo y tú se la dejas.
—Yo soy una mala madre, Jimena. Me emborracho y no sé dormir sola. No soy una piculina, eso sí, no te vayas a creer. Soy mujer de un solo hombre, pero no me duran mucho. Me sacan el dinero que gano.
—Lo que ganas como mechera.
—Sí, es que soy buenísima en eso, hija. Tuve que espabilar en cuanto mi madre me echó de casa. No soy buena católica, por eso creo que Pepi está bien con ella. Mejor que conmigo.
—Pero la Topete te roba su cariño, su respeto…
—Sí, y me deja más tiempo para la cocina y buscarme un traguito.
Angelita se reía. Era imposible tener una conversación formal con ella, pero Jimena le había cogido cariño. Por eso le molestaba que las presas políticas la miraran de arriba abajo. En realidad, así era por parte de las políticas con respecto a las comunes, sobre todo a las prostitutas. No era lo mismo estar presa por las ideas que por vender tu cuerpo al mejor postor. Lo decían y lo llevaban a gala. Sólo que Jimena sabía que a muchas de aquellas putas no les había quedado otro remedio que vender su cuerpo para dar de comer a los suyos. Algunas con los padres encarcelados o fusilados o exiliados y muchas bocas a su cargo.
Angelita dejó la sala y al cabo regresaron otras madres de lavar la ropa de sus bebés. El agua seguía siendo escasa y la lucha por llegar al chorro tan pequeño era uno de los viacrucis de cada día.
Jimena depositó al niño sobre el petate y se dispuso a revisar sus objetos. ¡Se iba de Ventas tras un año! ¡Iba a cruzar aquellas puertas! Aunque sólo fuera por salir a la calle, ver qué había fuera en un corto viaje, merecía la pena. Sonrió. En su petate tenía aún un poco de leche condensada y los picos de Luis, que, por más que ella quisiera, era imposible mantenerlos blancos.
La joven no quería que nadie, que ninguna de sus compañeras, padeciera la tortura y la angustia que ella había sufrido durante los primeros meses. Cada día, como si el niño fuera de ella y Jimena una inútil, la Topete se había plantado al pie de su cama observándola con aquellos fríos ojos azules. Con su voz distante, torturadora por lo silente, había pasado a tutearla, cosa nada habitual con otras presas, sobre todo si eran políticas.
—¿Estás segura de que ese niño va a sobrevivir a un pecho tan flaco? Le estarás dando agua y tú ni te enteras…
—Tengo leche. ¡Mírela!
Jimena le quitó el pezón a su hijo de la boca y se sacó un chorro con el que manchó la camisa. Tuvo ganas de apuntar a la cara de la Topete, pero por las últimas historias que había oído, era mejor mantener más aún la distancia y poner tierra de por medio ante la provocación. Muchas madres, desesperadas por estar muy enfermas o sin familia fuera de la cárcel, y algunas prostitutas le daban los niños a la Topete, que los enviaba al Patronato para la Redención de Penas o al Auxilio Social. O a conventos. O a seminarios.
Por eso, para que ninguna madre se rindiera pronto ni dependiera de esa forma de aquella mujer, escondían leche condensada y harina lacteada para las emergencias. En los últimos tiempos, se había dejado llevar por Paz y Emilia, la mujer embarazada que la había ayudado a parir y que ahora tenía a su propio bebé, su tercer hijo, muy enfermo. Los otros dos estaban con sus suegros en el pueblo, pasando estrecheces, como todos. Al padre de sus hijos le habían fusilado. Había estado en Porlier. Emilia era ahora quien necesitaba la leche y la harina.
Por consejo de ambas, Jimena había accedido a simultanear a Luisito el pecho con la leche condensada y otras veces con la harina. Pero sabía que su criatura tenía que empezar a comer cosas más sólidas: la repugnante papilla que daban —negra, hecha de algarrobas, decían las presas— y que la mitad de las criaturas vomitaba.
Esos lujos habían estado a su alcance gracias a los trapicheos que Angelita mantenía con su cuñado Ramón. Sin embargo, seguía sin recibir ninguna carta. Jimena no lo entendía, hasta que un día una veterana del partido le dio la clave.
—No se comunicará contigo porque teme que estés vigilada. De hecho, lo estás, Jimena. No hay más que ver la atención que te presta la Topete.
Efectivamente, así era. Lo sentía como una espada que pendía sobre su cabeza cada día, pero estaba consiguiendo que su hijo saliera adelante.
Ahora, la vida les iba a cambiar a todas. Iban a un lugar especial para madres e hijos. A las orillas de un río, donde se oiría el arrullo del agua, habría patios, cunas, ropa limpia, comida y estarían lejos de las enfermedades de aquel maldito lugar. Jimena entornó los ojos mientras doblaba el par de jerseicitos y de patucos que las compañeras de la abuela Canuta habían confeccionado para Luis Masa Bartolomé. Porque así se llamaba su hijo, por más que doña Elvira Pérez de Santos quisiera borrarlo del mapa. Y así estaba inscrito en los nacimientos de la prisión. De eso se habían encargado Angelines Vázquez y Paz.
El 17 de septiembre de 1940, un tropel de mujeres con sus petates y sus hijos en brazos o de la mano bajaron de los camiones a la puerta del chalé de la Carrera de San Isidro.