Si a los tres años no he vuelto (26 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Una tarde, recién entrado el otoño, Ramón regresó a casa y al lado de la gran consola encontró una de las maletas de su madre. Había vuelto. Tendría que hablar con ella. Aquello no podía esperar más. Si las cuentas le salían, Jimena estaba presa con un embarazo de cuatro o cinco meses. Puede que de seis. Era incapaz de ir más allá en su pensamiento, porque un dolor vergonzoso le agarrotaba el cuerpo. Y ni tenía ni quería ni podía dar ninguna explicación o tregua a ese dolor.

Allí estaba doña Elvira, repantingada en la salita que Jimena no había querido pisar durante las pocas semanas en las que había vivido en aquella casa.

—¿Cómo estás, mamá? Tienes buen aspecto.

Cumplió con la fórmula educada de corrido mientras se inclinaba sobre la
chaise longue
de flores y flecos que rozaban el suelo por los muelles hundidos, ya algo raída la tapicería, para darle un beso en la frente.

La madre le pasó los gordezuelos brazos por detrás del cuello y le obligó a inclinar sus anchas espaldas para achucharle, dejándole un rastro de carmín algo viscoso en las mejillas.

—Anda, sinvergüenza. ¡Que ni te has ocupado de mí! Ni un momento has gastado para ir a verme en todos estos meses. Hijo, te has quedado muy flaco. ¿Es que ahora que a Madrid ha vuelto la comida tú vas a dejarme mal?

—No es eso, madre. Tengo otras preocupaciones y mucho trabajo. No es fácil encontrar suministradores de lana y paño. He vuelto a entrar en contacto con Burgos y Salamanca.

—Ya, ya. Yo puedo echarte una mano en esa tarea, conozco gentes que ahora están en Comercio. Y hasta podemos conseguir algún buen contrato para suministrar al ejército.

—Déjelo correr, madre. No es momento para hablar de eso.

—Y ni quiero preguntarte por tu hermano. ¡Dios mío, qué vergüenza, qué desgracia! Un hijo comunista y huido… No sabes, Ramón, cómo me compadecen y me consuelan todas las amigas por esta desdicha…

—Madre, no es ninguna desdicha. Tienes un hijo que ha luchado por sus ideales, jugándose la vida. Y que ha tenido que salir de Madrid para que no le fusilen tus amigos.

—¡No me hables así! ¿Qué dices? Si no hubiera huido, le habría podido rescatar y redimir.

—Pero es que Luis no necesita que nadie le redima…

—¡Ay, Ramón, por Dios! Con lo que estoy pasando y ahora tú…

—Mamá, ¿dónde está Jimena?

—¿Jimena?

Por un momento, Ramón estuvo a punto de abalanzarse sobre su madre para sacudirla, aunque fuera por los brazos. A tiempo, doña Elvira había sujetado en los labios corridos de carmín lo siguiente que iba a decir. Ese «¿qué Jimena?» que con cierta ironía estuvo a punto de añadir murió a tiempo en su boca, asustada por la expresión de su hijo pequeño.

Un silencio insoportable se extendió por la salita. Doña Elvira se pasó por la frente un pañuelo blanco de puntilla almidonada que había sacado de su manga para ganar tiempo.

—No lo sé. Vicenta me ha dicho que vinieron unos falangistas y se la llevaron.

—Sí, madre, al poco de irte tú para Cercedilla. Esos falangistas vinieron de tu parte. Llamaron a la puerta diciendo que tú les enviabas. ¿Dónde está Jimena? No te lo voy a preguntar más veces.

Quiero la historia completa o corres el riesgo de quedarte sin ningún hijo. O me explicas todo lo que sabes y llegamos a un acuerdo, o te juro que te quedas aquí, más sola que la una, viuda, con un hijo rojo desaparecido y otro que desaparecerá, avergonzado de ti. ¡Ah, sí! Te quedan esas amigas tuyas de misa y rosario, pero que sacan de la cárcel a niñas para enviarlas a fusilar a las tapias del cementerio cada mañana.

—Por Dios, Ramón. ¡No digas más sacrilegios!

—¡Sacrilegios los que están haciendo tus amigos, que han ganado la guerra y siguen matando y matando y matando!

—Pero, bueno, ¿es que tú también estás invadido por el veneno del marxismo? ¡Qué desgracia la mía! ¿Qué habré hecho yo en esta vida? Claro, si mi santo Martín no os hubiera dado tantas alas ni enviado a estudiar a la dichosa Institución…

Esta vez, Ramón tuvo que dar un paso atrás. Le entraron ganas de vomitar. ¡Era su madre! Pero ¡era tan estúpida! ¡Tan dañina! Su madre, a la que había adorado de pequeño, cuando cada noche les contaba cuentos, aunque, para chanza de su padre, no les dejaba ver el escote de las princesas, porque, según decía, eran un poco impúdicas.

Volvió a su mente el recuerdo de Jimena. Su trajecito cobalto, sus zapatitos de medio tacón, sus enormes ojos negros y su melena desamparada le contuvieron en la puerta.

Avanzó de nuevo hacia aquella mujer que, le gustara o no, era su madre.

—O encontramos a Jimena, o te prometo que monto un escándalo. Haré que se sepa que tu hijo es su marido, que yo fui padrino de esa boda, que está embarazada y que tú la has enviado a la cárcel para matarla a ella y al niño. Una monstruosidad. Iré al obispo, a los viejos amigos de papá que se quedaron con los nacionales y han vuelto. Diré que quieres quedarte con la herencia de tu hijo mayor y, lo que es peor, lograré que tus amigas sepan que eres la asesina de tu propio nieto, aunque éste sea de sangre impura, como dirías tú.

Doña Elvira desmayó su cabeza sobre la
chaise longue
, en una pose que tantas veces había visto en
La dama de las camelias
. Sólo le faltó llamar a Vicenta para pedirle las sales, pero sabía que la escena completa no hubiera impresionado nada a su hijo. Muy al contrario, era Ramón quien la había impresionado a ella.

—¿Cómo no te das cuenta, hijo, de que era una raspa, de que sólo quería pescar a tu hermano? ¡Hasta a ti te ha embaucado esa mosquita muerta!

—¡Mamá, madre! ¡Basta ya!

Vicenta, en la puerta de la cocina, atenta a la conversación por si su Ramonín perdía los estribos, se encogió con el vozarrón del joven. Al cabo de unos segundos, volvió a escuchar su voz, ahora sorda.

—O en quince días me consigues una visita a Ventas para verla o te juro que todo Madrid va a hablar de nuestra familia. Tendrás que enviarme a mí también a la cárcel, por más que los comunistas me parezcan unos locos. Piénsalo, madre. Cuando lo tengas claro, llamas al almacén o le dejas el recado a Vicenta. ¡Quince días! O voy yo a Ventas a ver a Jimena o Jimena aparece en esta casa.

—¡Eso nunca! ¡Por encima de mi cadáver!

A pesar del portazo que dio Ramón al salir, escuchó perfectamente la última palabra del berrido de su madre.

5

—¡Jimena Bartolomé Morera! ¡A diligencias! Un espeso silencio se extendió por la humilde aula de la recién organizada escuela de párvulos, un lugar modestísimo que funcionaba desde primeros de octubre, tan sólo un mes después de que llegara doña María Sánchez Arbós a la cárcel. Intentaba entretener a los niños, apoyada por otras reclusas, como una maestra llamada Rafaelita y otras jóvenes que tenían ánimo para ayudar. Una de ellas era Jimena.

Tras su primer contacto, Jimena y doña María descubrieron varias casualidades. Ésta, aunque era de Huesca, había tenido su primer destino al otro lado de la sierra de Rascafría, en La Granja de San Ildefonso. Allí había conocido a Menéndez Pidal, en una de las excursiones de los muchachos de la Institución. Los hermanos Masa estaban entre ese reducido grupo de chicos y profesores que acompañaban a don Ramón en aquellos principios de los años veinte.

¡Qué tiempos tan lejanos! Ahora, la maestra presa había pedido a su antigua alumna, Carmen Castro, que le dejara enseñar a los niños en alguna parte. En aquellos meses de infierno, con ocho o diez niños muertos por día, como contaba Paz, las clases les permitían tener cierta normalidad.

Sánchez Arbós se repartía para enseñar a las jóvenes en un aula que había sido bautizada como Santa María; a las adultas se las daba en otra, la Santa Teresa —los nombres eran imposiciones que había tenido que aceptar de la Castro, en honor a su orden teresiana—. También daba clase a los niños. Enseguida creció el número de presas dispuestas a ayudar a doña María. Todas rogaban que les dejaran echar una mano. Jimena, después de asistir como alumna con las adultas, se iba con la profesora para ayudar en párvulos.

Para todas aquellas mujeres, trabajar y ocupar el tiempo se había convertido en una obsesión para su supervivencia. Con estos quehaceres, la sarna, la tiña, los piojos, el olor del azufre que se echaban en los codos y las piernas para combatir las costras y no rascarse hasta dejárselas en carne viva eran más llevaderos.

Paz y Matilde decían que lo más difícil era mantener la dignidad. Y Jimena se repetía esto cada día. Pero ella no la había perdido. A ella, la dignidad se la habían grabado su abuela y su madre al rojo vivo, con sus humildes pero firmes principios. Para Jimena, lo peor, lo más humillante, era sobrellevar el hambre y torturarse pensando en que tenía que comer por dos y dependía de la caridad de sus compañeras. No le llegaba ni un paquete de comida, ni un sobre con algo de dinero para el pobre economato regido por el abuso y el estraperlo, ni una caja de zapatos con una muda para cambiarse. A Ramón se lo había tragado la tierra y ella jamás hubiera avisado a sus padres de su paradero. Se morirían de dolor.

¿Qué habría pasado con sus padres? Lo más probable es que estuvieran bien. No tenían malquereres en Rascafría, pero, después de todo lo que veía a diario en la cárcel, no podía evitar temblar por las noches, pensando en ellos y en sus hermanas.

¿Cuántas veces había visto a pobres mujeres, campesinas denunciadas por vecinos que tenían una vieja rencilla y pasaban factura acusándolas de barbaridades? Veinte, treinta años de prisión. Incluso la pepa, le habían confirmado Matilde y Angelines más de una vez, por una maledicencia, por una pelea de una linde de un campo hacía medio siglo.

Aunque Matilde no necesitaba a Jimena, cuando doña María se enteró de que la joven era de Rascafría y de que había pasado parte de su infancia en El Paular, la acogió con cariño. A Jimena le marearon los recuerdos el día que la maestra mantuvo una charla con ella sobre las gentes de la Institución que ambas habían conocido. Cuando evocaron las noches de la cartuja de El Paular, junto al fuego y con la lectura de algún libro por parte de Cossío y los alumnos alrededor, se le puso un nudo en la garganta.

Doña María la cogió de la mano.

—No te dejes llevar por el dolor. Vamos a mantenernos ocupadas. —Y a la vieja profesora se le iluminó la cara—. Por casualidad, ¿te acuerdas de lo que leían?

—Sí, aunque no sé los nombres. Sobre todo, me acuerdo de los romances. A mi abuelo y a mi padre les gustaba que don Enrique de Mesa o don Fernando contaran poemas de pastoras y esas cosas. Se sabían unos cuantos.

—¿Y tú te los sabes?

—Claro. Alguno… «El conde Sol» y «La loba parda». ¡Los oí tantas veces en el monasterio y a mi padre!

—Comienza con «El conde Sol». A los niños les encantará. Es como una historia de príncipes y princesas —le sugirió la maestra.

Grandes guerras se publican en la tierra y en el mar…

Mientras Jimena recitaba, doña María seguía por lo bajo el romance, esforzándose para no dejarse arrastrar por la nostalgia más de lo necesario.

—¡Jimena Bartolomé Morera! ¡A diligencias!

La Veneno volvió a vocear cuando Jimena ya se estaba poniendo de pie lentamente y dejaba sobre la mesa el lápiz al que había intentado sacar punta para Pepi, una rubita encantadora, hija de Angelita, una de las mecheras presas que trabajaban en la cocina y a la que Jimena cada día tenía más cariño. Doña María posó sus ojos sobre la joven.

—Ánimo, hija. Pronto estarás de vuelta.

La voz de la vieja maestra no podía disimular un cierto temblor. Pero Jimena estaba tranquila. ¡Había aprendido tanto en tan poco tiempo! ¡Habían pasado tanto!

Con el fusilamiento el 5 de agosto de las trece menores, Jimena, abrazada a las otras mujeres de la celda siete, creyó que iba a morir, que no podía soportar tanto dolor. Con los ojos secos, el intestino duro como una tabla y el cuerpo frío, contó, junto con toda la prisión, los veintiún tiros de gracia en un silencio de aullido sordo. Pero no murió. Ninguna murió. Sólo lograron matarlas un poco por dentro. Les mataron algo no palpable, etéreo, mientras renacía otra fuerza interior en ellas.

Con la salida de la abuela Canuta, Jimena estuvo a punto de rebelarse, de tirarse sobre aquellas malas bestias que apremiaban a la vieja para llevarla al camión, camino de la tapia del cementerio. Había pasado la madrugada y la abuela se estaba vistiendo con parsimonia, con la cabeza gacha y atenta a atarse sus faldones, mientras Trini y ella se acurrucaban en un rincón. Y la abuela y la madre de Trini se recostaban en otra esquina, mirando hacia la celda de enfrente, donde la vieja no consentía que ninguna de sus compañeras la tocara. Sobrecogía la actitud de la campesina, de pelo blanco y abundante recogido en un moño. Se sujetaba las sayas que intentaba atarse.

—Abrevie, vieja, que la están esperando. Las demás ya están dentro y el camión tiene que parar en Porlier y otros sitios.

Era la Veneno quien hablaba así a la anciana. Después de la saca de las trece rosas, Teresa Igual, la carcelera que había contado con deleite hasta el último detalle sobre las fusiladas, ya no se atrevía a ir con la lista de las madrugadas ni a la sala de jóvenes ni a la de viejas.

—¡Qué prisa tenéis en que me vista! ¿Es que no veis que me amortajo en vida?

Ya en la puerta, la Canuta se volvió a sus compañeras.

—Con lo que yo he rezado a San Antonio. ¡Ahora, que no pienso rezarle nunca más!

Así salió la vieja Canuta camino de la tapia del cementerio. Dejando una sonrisa triste, bañada en lágrimas, en sus compañeras. Jimena se había estremecido, abrazada a Trini. ¡Cómo echaba de menos a Trini desde que la habían trasladado! Y a la abuela de Trini, otra mujer de sentencias como su abuela y la Canuta.

—¡Que Dios no nos dé todo lo que podamos soportar! —decía a menudo.

En verdad, ese Dios —de quien fuera Dios— les estaba dando mucho más de lo que se podía soportar.

Recordó a las trece rosas, a la abuela Canuta, a las cinco chicas de las Juventudes Socialistas, a tantas otras; recordó también los tiros de madrugada que seguían en el Cementerio del Este. Todas habían salido a diligencias, para, a las setenta y dos horas, volver con la pepa. O apaleadas, violadas, machacadas y condenadas. Sólo unas pocas eran llamadas para salir de la cárcel y volver a las calles.

—No se preocupe, doña María. Al menos, podré saber de qué se me acusa.

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