—¡Braulio! ¡Estás bárbaro! Qué bien luces con esa gorra y esa chaqueta de botones brillantes. ¡Estás más disfrazado que los taxistas de Madrid con el gabán blanco!
—Ramonín… Perdón, don Ramón. ¡Qué alegría!
—Déjate de majaderías. Para ti siempre seré Ramonín. ¿Has venido a pedir empleo a mi madre con ese atuendo? Seguro que te contrata, aunque no sé si podrá pagarte. —El tono del hijo de doña Elvira no ocultaba la sorna.
El chófer, con la astucia de los cincuentones de pueblo curtidos en mil batallas, respondió al hombre con la misma socarronería.
—Ha sido corto el empleo. Ya me ha despedido. Sólo me necesitó un par de días. Ya me ha pagado. Eso sí, sin propina, pero me ha dicho que guarde la chaqueta y la gorra.
—¿La llevaste a Cercedilla y ya ha vuelto?
—¿Qué dice usted? ¡La he llevado a Sevilla!
—¿A Sevilla? Venga, vamos a tomar un café, Braulio. Tienes mucho que contarme.
Cuando acabó el cafelito, Ramón ni cogió el ascensor de su casa. Subió disparado por las escaleras hacia el dormitorio de doña Elvira. Estaba dispuesto a averiguar qué se traía entre manos y a quién había ido a ver a la Casa de Pilatos.
La puerta de la alcoba estaba entreabierta, con la enorme maleta sobre la cama de matrimonio y la colcha de bolillos echada hacia atrás. Su madre iba sacando vestidos, que, con un leve gruñido, depositaba en los brazos extendidos de Vicenta. La criada de toda la vida estaba cada vez más vieja y Ramón pensó que no merecía seguir soportando a su madre. Era una de las personas a quien él más quería en este mundo. No en vano, había criado a los dos hermanos y sabía que él era su debilidad.
—Buenas tardes.
Parado en el quicio de la puerta, trató de emplear un tono neutro.
—Ah, hijo. Benditos los ojos. Ya no sé si vivimos en la misma casa.
—Sí, tengo mucho trabajo. Creí que te habías ido a Cercedilla a pasar estos días.
—¿Y por eso has venido antes?
—No empecemos, madre. He venido antes porque no he tenido ninguna cena de trabajo. La gente se está marchando.
—Ya. Tus cenas de trabajo. Ya vi el otro día, cuando te limpié los bolsillos de los pantalones, los posavasos del sitio ese nuevo, de escándalo. Pasapoga, o, como dicen mis amigas, Pasaypaga.
—Mamá, ¿me limpiabas los bolsillos o me los registrabas? En fin, no tengo ganas de discutir. Quédate tranquila, fui con unos militares amigos. Estoy negociando un importante contrato para hacer las capas del ejército.
—Vaya. Es la primera vez en tres años que me dices algo del negocio. Espero que me subas entonces la mensualidad.
—¿Es que te falta algo? A la vista de esa maleta, parece que tienes modelos para una larga temporada. Y te da para pagar a Braulio.
—Ese cotilla…
—Simplemente, me lo encontré en la puerta disfrazado, como si fuéramos los inquilinos del Palacio de Linares. ¿Qué hacías tú en Sevilla?
Doña Elvira estuvo a punto de mentir. Iba a decirle que había ido a visitar a los viejos parientes de su padre, pero recordó que Ramón sí que mantenía algún trato esporádico con ellos, por Navidad y fechas como el verano o la Semana Santa, precisamente. Al menos, sabía de los funerales y nacimientos de aquella gente. Y se felicitó a sí misma por recordar que, seguramente, el cretino de Braulio le habría dicho a su hijo que la había llevado a la Casa de Pilatos. Un conato de arrogancia brotó en su rostro.
—He ido para ver a unas amigas. He estado invitada en la Casa de Pilatos.
—Por unas horas, ¿no? Tengo entendido que has dormido en el Majestic.
—¿Esto es un interrogatorio? Yo duermo donde quiero.
—Y yo pago tus facturas. No sé si eres consciente de la situación en que estamos, no sólo nosotros, sino este país. La gente se muere de hambre. No logro sacar a la venta ni los paños que guardamos antes de la guerra. Sólo los militares y algunas de tus antiguas amigas se pueden permitir hacerse un abrigo.
Ramón tenía en mente aquel Madrid de ropas andrajosas, de niños con abrigos de chaquetas de los padres, castañeras de guantes raídos y mantones apolillados y, sobre todo, la pobreza de la gente que había visto en el patio de la prisión el día de la Merced, cuando aún no hacía frío. Estuvo a punto de encargar un abrigo de paño para Jimena, de una pieza de lana de camello que él había guardado como un tesoro. Pero cuando ya había hablado con su sastre, incluso dado sin dudar las medidas de Jimena sobre un catálogo de maniquíes —¡cómo iba a dudar, si la llevaba tatuada en su cerebro, como los ojos de su sobrino!—, comprendió lo ridículo de su pretensión. Jimena jamás se pondría ese abrigo para pasear por el patio de la cárcel.
Todos los dispendios que había hecho habían sido para enviarles comida por Navidad —incluyendo una tableta de turrón— y ropa para el niño. Pantalones y pijamas de franela, manoplas, un gorrito de lana, y un par de chaquetas de punto para el hijo y la madre. Y un libro infantil con ilustraciones de animales. A través de Angelita, su cuñada le había hecho saber que eso era mucho más útil que los juguetes, que seguían en su armario y que no pudo llevarles ni en Reyes. «Los juguetes —había escrito Jimena con su letra cada día más esmerada— sólo sirven para generar envidias entre los niños y la Topete los requisa».
Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para superar la ira que ahora le producía aquella madre boba, a la que sólo tenía ganas de gritar que él no podía llevar a su sobrino a ver las actuaciones de Rámper porque ella había sido una bruja, una mujer sin escrúpulos, enviando a su nuera a la cárcel. Y que tampoco podía bailar el
Bésame mucho
con Jimena, porque nunca podría ser su esposa. Y porque el régimen, cada dos por tres, prohibía el bolero por obsceno. ¡Aquella brigada de costumbres ridículas que perseguía a las parejas por las calles para multarlas por besarse!
Se rehízo. Había llegado hasta allí con un objetivo, tras enterarse hacía tiempo —cuando le denegaron la visita a la cárcel por Navidad— de que su madre era la principal culpable del destino de Jimena y del de su propio nieto, sometidos ahora al odio y la represión de aquella resentida y mojigata María Topete.
Trató de relajar su mueca y esbozó algo parecido a una sonrisa.
—¿Te gustó la Casa de Pilatos?
Doña Elvira, no sin sorprenderse, decidió aceptar la tregua.
—Es maravillosa. Esas escaleras, esos patios con los emperadores romanos y Carlos V…
—Vaya, veo que tuviste una buena guía…
—Hombre, por Dios, María Topete debe de ir allí muy a menudo.
Una bomba de relojería no hubiera hecho mayor efecto sobre la cara de su hijo, que se agarró con las dos manos a las maderas de la puerta para no abalanzarse sobre su madre. Doña Elvira, consciente de su error garrafal, tenía su graciosa carita roja como el tomate y una mano sobre la boca, ahogando una exclamación. Tras el juramento soltado por Ramón, la tensión fue tal que Vicenta soltó el montón de ropa sobre la cama y se lanzó hacia el hombre, para sujetarle por los hombros.
—¿Y qué cojones hacías tú en Sevilla con esa bruja? ¿Planear como arruinarle más la vida a Jimena, a tu hijo y al niño? ¡Dime, madre! ¿Qué le has pedido? ¿Que la fusilen en las tapias del cementerio, como hacen cada madrugada con cientos de inocentes?
—¡Señorito, por Dios, no grite! No diga esas cosas en alto. Tengo la ventana de la cocina abierta.
—¡Me importa tres cojones! Que se entere esta casa de que tengo una madre que quiere que maten a su nieto y a su nuera. ¡Que los envió a la cárcel, inventándose no sé qué y ahora quiere que los fusilen!
Doña Elvira estaba también desatada. Con los brazos sobre sus caderas rotundas, gritaba a su hijo con una voz chillona, histérica, que llevaba implícita todos los desencantos de los últimos años.
—¡No es mi nieto! ¿Te enteras? No puede ser mi nieto. Ahora es cuando me doy cuenta de que la Topete tiene razón.
—¿Razón? ¿Razón en qué? ¿En que tenéis que matar a todas las mujeres que no se santiguan ni se torturan como vosotras? Falsas como Judas…
—¿Yo, falsa? Falsa esa pelandusca que os ha engatusado primero a tu hermano y luego a ti. Sí, ¡porque a ti te tiene también atrapado por la entrepierna…!
Ramón trató de apartar a Vicenta, que estaba encajada en su pecho y le abrazaba por la cintura, intentando sujetarle. El movimiento que hizo fue tan brutal que la sirvienta trastabilló y Ramón tuvo que cogerla en brazos cuando ya se tiraba hacia su madre, sin saber muy bien qué iba a hacer cuando llegara a su garganta, su única fijación en aquel momento. La hubiera estrangulado. Sólo sentir que aquella estúpida, que ni siquiera cuando eran niños o adolescentes había adivinado nada sobre la vida de sus hijos, hubiera desvelado un secreto que él sepultaba cada día, le había vuelto loco.
—Por dios, Moncho, por Dios, déjala. Está muy cansada del viaje, no sabe lo que dice. Es tu madre…
El rostro arrugado y crispado de la pobre Vicenta bañado en lágrimas, que le agarraba por las solapas para contenerle, le conmovió. Era el único obstáculo que le impedía estrangular a su propia madre. Hacía muchos años que no le tuteaba ni le llamaba Moncho, un apelativo que a él siempre le había gustado y sobre el cual doña Elvira y el propio Luis le habían dicho que, cuando uno medía ya más de uno setenta y cinco, era un poco infantil. Pero a Vicenta se le escapaba cuando a las siete de la mañana estaban a solas en la cocina y le ponía el tazón de sopas, que le encantaba, igual que a Braulio se le había escapado el Ramonín.
Sujetó la cara de Vicenta contra su chaqueta para limpiarle las lágrimas, la abrazó fuerte por los hombros y la arrastró hacia la cocina.
—No, Vicenta, esta mujer ya no es mi madre.
Lo dijo bien alto, mientras acomodaba a la anciana en una silla de la mesa de la cocina. Sus ojos se detuvieron un segundo sobre una hoja de periódico que Vicenta tenía junto al cuchillo y las mondas de patata.
—Es Matilde, ¿se acuerda de ella? Su madre llevaba este recorte en el bolso y lo iba a tirar cuando ha deshecho el equipaje. Está muy bien —explicó la fámula, señalando a la joven de Burriana, que estaba al lado del banquero.
Con un gesto brusco, Ramón se metió el recorte en el bolsillo y sirvió un vaso de agua a la anciana. Después de dejarla acomodada y jurarle que los dos se iban a ir de allí, cerró la enorme puerta de nogal pintada en verde botella. Se sacudió todo el edificio. O ésa fue la sensación que tuvo doña Elvira, que, sentada en la cama, estaba anonadada. ¡Había metido la pata! Justo lo que había dicho la carcelera que no podía ocurrir, había ocurrido. Su hijo iba a intentar, como fuera, sacar a aquella ladina de la cárcel. Todos sus planes, todo su futuro se venían abajo ante el oprobio que le demostrarían su mundo y ese Madrid del barrio de Salamanca y esa Sevilla aristocrática que ella había rozado con los dedos.
Ajena a los nubarrones que se cernían sobre su cabeza, negros como las noches del invierno de Rascafría, Jimena padecía su otro viacrucis en la prisión de San Isidro.
Desde las ventanas del dormitorio y de los baños, mientras limpiaban cada día antes de ir al taller, veía a su hijo jugar con las carceleras y salir corriendo, de la mano de la niña Pepi, cuando la «
sita
Topete» entraba en el patio con su uniforme de diario y un delantal blanco encima, sus medias tupidas —decían que tenía problemas de circulación— y pisando firme con sus zapatos abotinados de ligero tacón.
Luisito y Pepi —Clementito, el niño de feria para las fotos, estaba muy enfermo del pecho— se abrazaban a las piernas de la carcelera y a veces ésta les cogía en brazos antes de darles los caramelos. Les daba un beso en la frente, nunca en la mejilla, porque, como le había contado Trini que decía la Topete: «No se deben dejar babas ni rastros de saliva en las caritas de los niños». Jimena no sabía si la directora temía que le pegaran algo, o al revés, que ella se lo pegara a las criaturas.
Las entrañas se le retorcían mientras su hijo daba palmaditas en el rostro de su carcelera, que ahora estaba agachada y les cogía de la mano para ir hacia los demás críos a jugar un rato. La acacia del patio tenía ya sus hojas recién brotadas, pero del Manzanares, aquel río que no era más grande que el Lozoya, emanaba una humedad que seguía haciendo insoportable la vida en el chalé. El Manzanares traía cauce —Franco no tendría que prohibir los baños por la pertinaz sequía, como el año anterior—, y el frío y las enfermedades, unidos a la mala alimentación y a la falta de medicamentos, se habían llevado por delante a otra media docena de bebés, mientras que en la enfermería ya había casos de la temida tuberculosis, sobre todo, entre las madres.
Jimena tuvo que dejar la escoba grande apoyada en una esquina para sujetarse contra la pared, abrazarse a sí misma y cerrar los ojos. Acababa de ver a su hijo enganchado al cuello de la Topete. Luis escondía su carita bañada en lágrimas cerca de aquel moño, siempre en su sitio. Jimena apretaba los brazos contra el estómago, y la espalda contra la pared, tratando de controlar el alarido de animal herido, como una bestia, que pugnaba por escapar de su garganta.
Aquél era el hueco de su hijo, de su marido, de sus lágrimas, de sus ternuras para con su niño y de sus pasiones para con su Luis. Ya no podía más. Quería morirse, porque el dolor en las entrañas y la náusea en el estómago la estaban matando, y quería desaparecer en aquel momento, mientras por la ventana abierta distinguía perfectamente, como si las otras decenas de niños no estuvieran, la media lengua de su criatura y sus carcajadas infantiles, que a ella le estaban prohibidas todo el día, porque incluso cuando, durante la hora que le tenía entre sus brazos, trataba de jugar con él a correr, a lanzarle por el aire, una mandamás le decía que esas cosas eran de pueblo y que así no se educaba a los niños, que al caer del aire se podían desnucar.
Oyó pasos y salió corriendo hacia las letrinas. Doblada sobre sí misma, se arrebujó en un ovillo en aquel lugar apestoso que olía a mierda, pero, al menos, ésta no desbordaba los agujeros, como en los tiempos de Ventas. Allí tirada, sollozó con una intensidad que le ahogó los pulmones. Quería aullar como la loba parda cuando la despedazaron los perros, porque la vida se le estaba yendo entre las manos y delante de sus uñas desmigajadas le estaban robando a su hijo.
—¡Madre! ¡Padre! ¡Luis! ¿Por qué me está pasando esto? Madre, mamá, madrecita mía, papaíto, ¿dónde estáis que no sabéis lo que me están haciendo? Mi hijito, madre. Me están robando a mi hijito y eso me está matando poco a poco. Papá, papaíto, ¿dónde estás para acariciar mi cabeza, para susurrarme al oído? Ya no puedo más. ¡Luis, tienes que estar muerto, mi amor, mi vida, porque si no, no consentirías que esto me pasara!