Aquella noche Jimena supo lo que eran los sótanos de Gobernación, que la compañera destrozada se llamaba Petra Cuevas, que las heridas en los dedos y en las muñecas provenían de las corrientes eléctricas que, con toda seguridad, estaban poniendo a los hombres y las mujeres que estaban gritando hasta desmayarse, hasta oír los cuerpos arrastrados por los pasillos para arrojarlos a otras celdas como la que ocupaban las tres chicas. Que el extraño olor, además de a humanidad, que había en aquella celda era de la ropa de Petra, que olía a gasolina, porque cada vez que le aplicaban las corrientes, le empapaban las manos en gasolina para que el voltaje fuese más fuerte. Petra, como si Jimena tuviese que saber el nombre de aquel tipo, dijo que uno de los que había encargado que le pusieran los cables eléctricos sobre las heridas de días anteriores lo llamaban el carnicerito.
La otra muchacha no habló. Sólo dijo que se llamaba Aurora y que era de un pueblo de Badajoz. Era evidente que no se fiaban de Jimena y Petra se lo dijo.
—Si les vas a ver pronto, diles de mi parte que van de culo. Espero que hoy me dejen en paz gracias a tu llegada. Pero ya ves, esto es todo lo que sé.
Aurora se limitó a preguntar a Jimena si llevaba enagua debajo del traje. Llevaba días intentando vendar a Petra las heridas. Sí, Jimena llevaba una combinación de tela batista, de cintura hacia abajo. Había sido un regalo de Vicenta. Se la quitó, para empezar a rasgarla con premura en tiras e intentar tapar aquellos dedos y aquellas manos que, por un momento, estuvieron a punto de hacer que la chica de Rascafría perdiera el conocimiento.
Luego, el silencio cayó sobre la celda, siempre roto por los gritos, los golpes, las carcajadas, que arreciaron entre las tres y las cinco de la mañana. Las manos sobre los oídos no servían de nada. Y en un momento de extraño silencio, Jimena vio cómo Aurora se escondía en el rincón más oscuro de la celda y cómo por los ojos de Petra resbalaban las lágrimas, pero sólo murmuraba un «hijos de puta».
Con segundos o minutos de retraso, al oír el grito horrible de una mujer, pero esta vez de dolor y rabia, y las carcajadas y obscenidades de alguno de los hombres, Jimena comprendió que estaban violando a una chica. E instintivamente, con las manos sobre su vientre, pensando en su hijo, se retiró a la otra esquina oscura de la celda.
Nunca supo cuánto tiempo transcurrió hasta que el sol entró por la ventana de la celda, que seguramente daba a una de las calles que ella conocía tan bien y donde había vivido con Luis. Luis, ¿dónde estaría? Ni siquiera podía decirle que esperaban un hijo.
Durante los diez días que estuvo en Gobernación aprendió a ansiar la luz del día y a temer la noche, las madrugadas siniestras. Aconsejada por Petra, supo cómo utilizar los viajes al cuarto de baño, pero tuvieron que pasar más de cuarenta y ocho horas para que la rebelde y joven sindicalista de Orgaz, dirigente del Sindicato de la Aguja, confiara un poco en ella. No le dio tiempo a entablar ninguna relación con Aurora, porque la sacaron a los tres días para un interrogatorio y ya no volvió. De ella, Petra sólo dijo que era de la CNT, pero que la habían detenido porque no encontraban ni a su padre ni a su hermano.
Su primer interrogatorio fue de día, algo seguro y mejor para ella, según Petra. La subieron a las oficinas y la sentaron ante un policía de corbata y traje gris, con bigotito fino y buenos modales.
—¿Qué? ¿Le ha contado algo la zorra de esa comunista con la que está usted? ¿Y la otra? No se preocupe, usted no terminará así. Sólo tiene que decirnos dónde está su marido, para que lo sepa doña Elvira, y se puede ir por esa puerta.
El instinto de la loba parda se instaló en la joven nada más oír el nombre de su suegra y las preguntas sobre su marido y su compañera de celda. Lo primero que pensó Jimena era si aquel tipo sabría que estaba embarazada. En principio no, porque su suegra no lo sabía y a ella aún no se le notaba. Había adelgazado tanto que su trajecito de chaqueta le sobraba en un par de tallas.
Lo segundo que no podía consentir era que la golpearan. Por ella y por el hijo que llevaba en las entrañas, y eso no sabía cómo iba a lograrlo, porque no tenía nada que ofrecer a aquellos hombres. Ni sabía dónde estaba su marido, ni sus compañeras le habían dicho nada que sirviera. Una lucidez extraña se instaló en su cabeza. Sus manos dejaron de temblar cuando comprendió, además, que aunque supiera dónde estaba Luis y aunque sus compañeras le hubieran contado algo que resultara de valor para aquella gentuza, no hablaría. Asimiló pronto que se arriesgaba a terminar como Petra, o como los otros pobres que había oído durante esas noches, pero también recordó que era astuta, hija de campesinos apegados a la tierra y que sabían escuchar sin marcarse. Durante un segundo entornó los párpados para entrever los rostros de sus padres y de su abuela, y la voz de su madre: «Recuerda siempre que eres clara como el agua de los ríos del valle», y la voz de Luis: «Tú eres la roca, Jimena». Eso sería. A veces roca, a veces agua.
—Perdone, señor comisario. Mi cuñado, Ramón Masa, me debe de estar buscando ya. Supongo que, efectivamente, pronto podré salir de aquí. No sé dónde está mi marido, como seguro que ustedes saben. Desapareció hace meses. Me abandonó y mi cuñado me recogió para llevarme a casa de mi suegra.
—Sí, sí. Eso ya lo sé. Y, efectivamente, su cuñado ya la está buscando. Incluso ha pasado por aquí, pero nadie le ha dicho que usted estaba porque como esto es una visita cordial, no ha habido necesidad de violentarle y que llame a sus amistades. En cuanto a su suegra, no sé si doña Elvira está muy convencida de que usted es su nuera. No ha pasado usted por la Iglesia, señorita Bartolomé, y no señora Masa. Como usted sabe, en el nuevo estado nacional católico, en nuestra santa patria, ésta del Movimiento Nacional, usted no deja de ser una puta mientras su marido no aparezca y se casen. Son cosas, ya ve, de chicos que no debieron torcer el camino —dijo socarronamente aquel tipo que a la primera había captado que la chica no era tonta y había que dejarle claro que él era más listo.
No la tocaron, pero Jimena se percató de que el hombre que estaba sentado tras la máquina de escribir no tecleó ni una frase. Aquello no era una declaración, como le aclaró después Petra, porque cuando la devolvieron a la celda, explicó todo lo sucedido a su compañera, excepto que estaba embarazada. Sí, la habían metido con ellas en la celda para que fuera una chivata, aprovechándose de su supuesta ingenuidad.
—Creen que somos idiotas por ser mujeres —comentó Petra—. Escucha, si tu marido es del Partido, mantente en que no sabes nada. Es probable que esta tarde nos devuelvan con las otras compañeras a los calabozos. Estamos en la zona de los archivos. Nos trajeron aquí para ver si tú cantabas algo.
Tal y como Petra había previsto, después del tazón de caldo de agua sucia, que se suponía que era comida, las devolvieron a la zona de calabozos. El horror de Jimena no tuvo parangón. Allí había más mujeres torturadas, rapadas, maltrechas, de todas las edades y con las puertas de algunos calabozos entreabiertas, porque muchas aprovechaban la petición para el retrete como sistema de comunicación. Dejaban una nota diminuta que nadie sabía nunca de dónde había salido en origen y podían comunicarse quién había caído, quién había cantado en los interrogatorios y quién había muerto por los excesos de una paliza.
Por primera vez en su vida, descubrió los piojos, las chinches y las paredes manchadas de sangre. Mujeres llenas de golpes, de costras, sin paños para cambiarse si tenían la menstruación, motivo de ascos o de carcajadas por parte de los interrogadores cuando comenzaba la fiesta de cada madrugada.
Al cuarto día de estar allí se volvieron a llevar a Petra una madrugada. La oyeron gritar y después la devolvieron rota, esta vez de la espalda. Aquella noche, Petra no abrió la boca. Ni al día siguiente.
Mientras, Jimena repitió durante los primeros días, por la mañana temprano, la misma escena con el comisario. Mantenía que no sabía dónde estaba Luis y que su compañera en los calabozos no confiaba en ella. Por fin, un día, aquel tipo atildado, lleno de gomina y que repasaba sus uñas con un cortapapeles, igual que en las películas, la sentenció:
—Señorita Bartolomé…
—Perdone, comisario, señora Masa…
Las carcajadas del comisario fueron más estentóreas.
—Le enseñan a usted deprisa ahí abajo. Señorita Bartolomé, me temo que va a tener usted que aprender mucho de las mujeres que tan bien la aconsejan. Yo lo he intentado todo por su suegra, pero ya veo que con usted es imposible.
Petra rompió su silencio cuando Jimena le explicó la última entrevista.
—Prepárate para esta noche. Te van a llamar para que cantes.
Y la chica de Orgaz le explicó algunas cosas, tales como soportar el dolor pensando en los suyos u odiando con mucha fuerza a aquellos hijos de puta a los que no les iba a dar el placer de cantar. También le contó por qué había gritado.
—Un tipo me ha puesto bocabajo, sin bragas, ante Arias y eso me ha salvado. Ha dicho que le da asco la carne de las rojas. Pero sé que hay un guardia de la armada, se llama Domingo, que me la tiene jurada. Tú grita, como he hecho yo. Y las compañeras te ayudaremos como sea.
Estaba aterrada. Había visto y oído de todo en aquellos días. Incluso ya le habían contado la historia de Paz Azzati, la valenciana a la que habían aplicado corrientes hasta en los pechos; y también la de la madre de dos milicianos que no aparecían, a la cual le habían puesto los cables en la vagina. Algunas decían que eran preferibles las corrientes, que te podían dejar inconsciente y te sacaban, a las palizas, en las que te partían los huesos de las manos uno a uno. O las piernas, o los brazos. Jimena ya había visto a un chico que era de las JSU, de la agrupación de Cuatro Caminos, según las mujeres, al que tenían en una camilla durante el día, bajo el hueco de la escalera, para sacarle por la noche, quitarle los vendajes que le había hecho el médico y volver a empezar. Creían que pronto moriría, y era lo mejor que le podían desear.
La primera noche la amenazaron con las corrientes, después de haberle cruzado la cara a bofetadas mientras estaba sentada en una silla. A cada pregunta respondía:
—No sé dónde está mi marido. —La hostia, como decían ellos, la enviaba directamente al suelo, de donde la volvían a recoger y a sentar.
—Zorra, no es tu marido. Eso es lo que tú quisieras. Es un señorito de mierda, un traidor, que se hizo rojo por señoritingo. ¿Quién le ha ayudado a escapar? Sabemos que ya está en Francia. ¿Cómo te comunicas con él?
Era la primera vez desde aquella madrugada en la que engendraron a su hijo que Jimena tenía la confirmación de que Luis estaba en Francia. Ramón sólo le había dicho que estaba a salvo, pero podía ser en Portugal, en Italia, en América. Ramón tampoco lo sabía, según le había confesado.
Acabaron con la tanda de golpes, en cuyo proceso Jimena aprendió que lo mejor era no contestar. Le aplicarían las corrientes en aquella habitación casi pelada de muebles, que apenas contaba con unas sillas, unos cables y unas barras. Las paredes estaban pintadas con manchas de sangre de distinto tono: rojo más fresco, más marrón y oscuras otras. En el suelo era más difícil distinguir las tonalidades, porque era de una especie de piedra porosa. La consciencia embotada le daba para pensamientos absurdos.
«Parece de calizo, como el fondo del río del pueblo por las zorraquinas. ¿Será sangre de Petra, o de Aurora, o de Paz? ¿O del chico que murió ayer? Cuánta sangre de tantos, ¿y por qué, madre?».
Se entretenía en hilvanar esas ideas mientras seguían las preguntas y las bofetadas. Pero el recuerdo de su madre la devolvió a la realidad. Los ojos se le llenaron de lágrimas. No podía darle el gusto a aquella gentuza. Ni por asomo, nadie, nadie de su familia, debía nunca enterarse de todo eso. Su padre se moriría, saldría de esa modorra de la que le acusaba su madre, vendría con la vieja escopeta. Y su pobre madre, tan dura, con un hijo muerto y quizá también ella estaría desaparecida o muerta pronto. Se quedaría sin saber que su hija estaba casada y embarazada. Con un enorme esfuerzo de voluntad, pasó a concentrarse en el dolor, como le había enseñado Petra.
«No me puede doler más, sí, me puede, pero no importa…».
Oyó una voz:
—No se te ocurra. Le dejarán marcas y el cuñado anda como loco buscándola. Tiene señoritos poderosos arriba, ya sabes, de los burócratas, en el mismo Gobierno. Mejor otro método que las corrientes.
Y el otro método, que para Jimena fue un alivio pensando en que la iban a violar, fue dislocarle primero la muñeca derecha y después el hombro izquierdo. Bajó a los calabozos hecha un guiñapo, pero, como decía Petra, pensando en que más les habían hecho a otros. Allí, unas mujeres que conocía tan sólo desde hacía unos días la rodearon. Rápidamente examinaron los destrozos. Una de ellas, que era enfermera y había conocido a Luis Masa en el hospital de Maudes durante los meses que había ido a curarse, le colocó el hombro dislocado y la muñeca. Jimena ni siquiera gritó. Le habían metido en la boca unas vendas que Petra se había quitado para que las mordiera. Las vendas que habían hecho unos días antes con su enagua. Parecían haber transcurrido siglos, pero estaba segura de que su hijo seguía en su vientre y vivo.
A principios de verano de 1939, la cárcel de Ventas era el averno, un horno maloliente donde miles de mujeres se hacinaban en lo que un día fue una prisión modelo, ideada por Victoria Kent para que las presas pudieran estar en la cárcel con sus hijos, tratadas como personas y no como animales. Tenía grandes ventanales, setenta y cinco dormitorios individuales, cuarenta y cinco cuartos de baño, enfermería con calefacción, salón de actos, biblioteca y un departamento en la parte alta del edificio con mucha luz para las madres reclusas con hijos.
Tres meses después de que finalizara la guerra, allí había más de cinco mil mujeres, llenas de piojos, sucias, con sarna, y niños enfermos y desnutridos que morían cada día como moscas. Llegarían a ser once mil. Unas, sabiendo por qué estaban allí. Otras, sin la menor idea. Porque cuando los vencedores fueron a buscar al padre, al hermano, al novio republicano, y no estaba, se las llevaron a ellas.
Jimena fue a parar a la galería tercera izquierda, a una celda, la número siete, donde había más de una docena de mujeres en un espacio pensado para dos personas. Tras el estado de
shock
inicial y escuchar cómo las puertas se iban cerrando a sus espaldas, poco a poco fue ubicándose en aquel mar humano donde reinaban la tristeza, el miedo y el desconcierto.