Sexpedida de soltera (27 page)

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Authors: Pandora Rebato

Tags: #Erótico, relato

BOOK: Sexpedida de soltera
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—¿Dónde estás? —insiste Casandra.

—Pues estoy cogiendo un taxi.

El
speech
feminista de mamá sólo contribuye a hacerme sentir un poco más tonta y más culpable. Incapaz de contener las lágrimas, dejo que se arrastren barbilla abajo calándome el cuello de la camiseta con una mezcla de rimel, maquillaje y decepción que en este momento no valoro lo mucho que me va a costar limpiar.

Como soy bastante dada a los dramas teatrales (y además, qué coño, yo vivo mis disgustos igual que mis pasiones: en carne viva), acompaño mi lamentable exhibición de lagrimeo y moqueo con una banda sonora monocorde de sollozos infantiles que es mucho más de lo que mi pobre madre está dispuesta a soportar.

—Hija, por Dios. Para ya. Tómate una copa o una aspirina. Bebe algo, que te vas a deshidratar, y acuéstate un rato. Por cierto, acuérdate de que en tu habitación está el columpio, no te vayas a caer con él… ¡Uy!, pero si es tardísimo. Me voy a la cama.

Pese a mi tristeza, estoy a punto de echarme a reír a carcajadas ante la perspectiva de pasar la noche en mi cuarto de adolescente arrinconada por el columpio del amor, el último capricho que mis padres se habían regalado a sí mismos en esta nueva etapa de sexualidad madura redescubierta recientemente.

Leyeron en algún sitio sobre el cachivache y se lanzaron a por él un buen día, sin tener en cuenta las operaciones de menisco y hernia de disco, respectivamente, que podían ser un handicap a la hora de subirse al cacharrito.

Yo les habría regalado otro invento menos acrobático, pero los padres, llegados a cierta edad, son como los niños: como intentes quitarles el capricho es mucho peor. Así que hice lo único que podía hacer, dadas las circunstancias: ayudé a mi madre a montarlo y le di unas rápidas nociones de cómo usarlo sin romperse la crisma.

No sé siquiera si llegaron a estrenarlo, pero me apunto como victoria personal que la convencí para dejar la que era mi cama cerca del invento, por si alguno de los dos (o los dos) necesitaba un descanso. No me parece el mejor momento para preguntarle al respecto y me limito a recibir en silencio el abrazo y los besos que me da mientras se abrochaba bien la bata.

Los besos de mi madre en esos momentos tienen la sagrada intención de borrar todo lo malo y llevárselo con ella. Son unos besos especiales, medicinales, como los de todas las madres, curativos. Me hubiera gustado seguir sintiéndolos un rato más. Estoy a punto de pedirle que no se vaya, pero mamá es así: tiene un límite hasta el que puede vernos sufrir, a partir de ahí se bloquea y se lo toma como algo personal. Es demasiado sensible, qué le vamos a hacer.

La dejo marchar sin protestar, dispuesta a seguir su consejo y ahogar mi patética condición de mujer adulta engañada como una mema en un vaso de vodka que lleno hasta el borde, como si fuera de agua.

Mi hermano Ulises se ha ido nada más terminar de cenar. Tenía una cita con Norma, una ex novia dominatrix a la que todavía ve de vez en cuando. Espero que tengan más cuidado que una de las primeras veces que quedaron. Y es que a Uli, que flipa con la vida campestre, le pegaba tanto esta chica como a un santo dos pistolas, pese a lo cual la invitó a pasar un fin de semana en una casa rural en León que regentaba una anciana viuda. Atadito de pies y manos a la cama, completamente desnudo, con un collar de pinchos alrededor del cuello, una venda en los ojos y una mordaza en la boca, mi pobre hermano estaba más que excitado, enloquecido, muy a su pesar, porque Ulises se define pacifista y ecologista y la estrategia de Norma, más que paz, venía pidiendo guerra nuclear.

Cuando ya no podía aguantar más, a Norma se le ocurrió otra deliciosa tortura: dejarle esperando y marcharse en busca de un bote de nata montada que se había olvidado en el coche, para comerse como Dios manda una
Banana Split
. Al parecer, cuando salió se dejó la puerta entreabierta y, a los pocos minutos, Ulises notó que alguien llamaba con los nudillos.

—¿Se puede? —preguntó la dueña del hospedaje.

Pero al no obtener respuesta, la mujer arrastró sus cansados pies dentro de la habitación y se encontró con mi hermano desnudo, maniatado, con los ojos vendados, la boca tapada, el cuerpo manchado de cera roja y una erección de potro salvaje que empezaba a ceder por lo incómodo de la escena.

Obviamente, la señora gritó, a su rescate acudió otra pareja que se alojaba en la casa y estaban todos discutiendo si desatar a Ulises o llamar antes a la policía cuando volvió Norma, que calmó la tensión, echó a los vecinos curiosos y le explicó, paciente, a la anciana que se trataba de un juego, que mi hermano estaba allí voluntariamente (el muy tonto asentía frenético) y que sus sábanas saldrían indemnes de su ejercicio de dominación.

—¿Seguro? No sé yo… —dudó la dueña, pero tenía ya una media sonrisa cómplice en los labios que Ulises no podía ver bajo la venda y por eso dijo masticando el trapo:


¡Fi le fabece fe queda ufté a mibab!…
(Si le parece se queda usted a mirar).

Al día siguiente, en el desayuno, la anciana les observaba entre curiosa, escandalizada y divertida mientras mi hermano se peleaba con la fruta sin poder alzar los ojos del plato por la vergüenza.

Cuando Norma se levantó a por las tostadas, la buena mujer no pudo reprimirse más y se acercó a Ulises para decirle:

—Cómaselo todo, que si no tendré que darle unos azotes.

Al verse en minoría tras marcharse mi hermano, mi padre se encierra en el despacho, previendo que se acerca una velada de agrio rencor de género y prefiere perdérselo. Chico listo. Sólo quedamos mi hermana y yo. Casandra, que ha estado todo el rato que ha durado mi relato apoyada en el quicio de la puerta de la cocina, ocupa la silla que ha dejado vacía nuestra madre y pone otro vaso junto al mío.

—¿Me pones una copa igual que la tuya?

Ver tomarse a mi hermana, la Hierbas, un copazo en lugar de una tisana me adelanta que se acerca una de las ocasiones en las que la hermana mayor ejerce como tal y coge por las solapas a la pequeña para darle una lección de madurez de esas que te dejan con las patitas colgando.

No es que nos llevemos muchos años, no llega a 18 meses, pero Casandra es el día de mi noche; una persona madura, que nació madura, que ya cuando era niña parecía viejuna de la seriedad y el reposo con los que hablaba y que es imposible que pueda madurar más, porque más madurez no se despacha. Tiene las ideas tan claras que parece que siguiera un guión escrito de antemano que nadie se ha molestado en pasarme a mí. Por cada error que yo cometo, ella no vive un acierto, sino que fluye con toda tranquilidad, porque su existencia transcurre sin sobresaltos. Yo me asfixiaría en su pellejo, para qué vamos a engañarnos, pero ella no tiene intención ninguna de cambiar. Eso de pasar por la vida dando la nota no es que le parezca una frivolidad, es que no entra en sus planes.

Parece mentira que compartamos tanta información genética, pero en el fondo, si me pongo a analizarlo, está claro que ella ha heredado la parte seria y coherente de mi padre (que es mucha) y la carga de responsabilidad de mi madre (que es todavía más). Yo me quedé en el reparto con unas gotas del desequilibrio y la brillantez del genio de papá y con el espíritu indomable de la hippy de mamá.

Yo soy capaz de averiguar, en el primer trago, la marca de cualquier whisky aunque esté mezclado con coca cola (y eso que el whisky me repugna), y ella la que puede curar casi cualquier cosa con una infusión en agua hirviendo tras cinco minutos exactos de reposo.

Cuando me pide que le llene el vaso de vodka reconozco que mis penas pasan a un segundo plano. «¿Será capaz la tía de bebérselo entero? Esto no me lo pierdo».

—Te va a sentar mal. No estás acostumbrada.

Ser la oveja negra tiene estas cosas, que le tienes que advertir a la sensata que va a pisar un charco, aunque ella sepa perfectamente (mejor que tú) que es un charco y lo que quiera sea meterse en él hasta las ingles. Le sirvo una generosa cantidad de alcohol y levanto mi vaso.

—¿Brindamos por mi estupidez manifiesta? —pregunto entre hipidos.

—No. Brindamos por el problema que te has quitado de encima. Brindamos porque vas a salir de ésta, como siempre, fortalecida. Brindamos porque ese tipo era un cretino y un estirado, aunque tú no te dieses cuenta. Y yo brindo además porque dentro de unos días mi hermana va a volver.

—¿Volver? ¿Cómo que volver?

Cuando Casandra enlaza un discurso a veces me pierdo en su retórica.

—De donde coño hayas estado agazapada, escondida, tramando una historia para ti que no te pega, que no es la tuya; queriendo ser una persona que no eres tú. ¿De verdad querías casarte? Ahora te puedo decir que siempre he sabido que eso no iba a ninguna parte. Desde el principio lo vi venir.

—¿Que lo viste venir? ¿Y por qué no dijiste nada? Hay que joderse con la clarividente… ¡Qué bien te eligió el nombre papá!

—Y a ti también, caja de problemas, perdición de los hombres…

—Casandra sonríe con su propia broma, agradeciendo el
impasse
, pero vuelve a la carga—. ¿Cómo te voy a decir yo que no te cases? Además, sabía que no te lo tenía ni que decir, simplemente no iba a suceder, Pandora. ¡Si tú no quieres casarte! El tipo de relación que tú quieres, si es que quieres alguna, no es un matrimonio. O, al menos, no lo es con un hombre normal y corriente. Y te advierto que ese Javier o Héctor o como se llame no llega siquiera a ser corriente. Es lo peor; un microbio y un desecho humano que da saltos mortales para ponerse a tu altura y a la de cualquier mujer con dos dedos de frente. ¿Cómo te ibas a casar con él? Y, sobre todo, ¿por qué?

Su silencio me deja pensar unos segundos.

—¿Sabes que alguna vez yo también me lo he preguntado?

Atreverme a confesar esto en voz alta significa dar un paso de gigante que Casandra aprecia aguantando la respiración.

—En el fondo, no veía más allá de la idea de no estar sola. Cuando a mí me encanta vivir sola! Pero no sé… A veces me da la sensación de que todos tenéis una vida a la que yo ni me acerco. ¿Me estoy perdiendo cosas? Dímelo.

Me ruborizo ante la sonrisa condescendiente de mi hermana.

—Que si te estás perdiendo cosas… Claro que sí, por supuesto. Pero te estás perdiendo las cosas que te quieres perder, como yo. Yo también me pierdo infinidad de cosas, pero son cosas que no me interesan. Por ejemplo, tú no quieres tener hijos. Yo sí, algún día… pronto. A ti no te gusta tener que dar explicaciones de adónde vas ni con quién. Te encanta que te miren, coquetear, viajar, eres extrovertida y, si tuvieras que asumir las rutinas que conlleva la convivencia, te morirías. ¿Tú sabes lo que es ver pasar un día exactamente igual a otro junto a la misma persona?

—Ya. Pero algún día me cansaré y entonces será demasiado tarde para encontrar a alguien con quien estar.

Mi postrer argumento incluso a mí me parece patético, insulso y vacío de fuerza.

—Pandora, no te cansarás, evolucionarás hacia otra fase y te asentarás de otra manera. Y a ti nunca se te va a hacer demasiado tarde, porque nunca es demasiado tarde. Para nadie. Siempre he pensado que tenías bien interiorizado ese discurso. Eres tan como mamá, tan libre, tan distinta, tan independiente, que jamás pensé que sería yo quien te recordase cómo eres. Tú estás por encima de toda convención social, hermana. Tú caminas por ahí a tu antojo, te conduces como quieres y dices verdades como puños le duela a quien le duela. A ver si te crees que nos has engañado a alguno con eso de los relatos eróticos y la delgada línea entre la realidad y la ficción… Cada
post
de tu blog es una carga de profundidad, una patada en la espinilla de algunos hombres y un toque de campana para muchas mujeres. No sé si era necesario que escribieras
La cama de Pandora
. Seguramente no habrá un antes y un después en la historia de la Humanidad por ello, hermana, pero sí sé que es algo bueno. Tú sumas; quien te conoce nunca permanece indiferente, siempre aportas, Pandora. Y eso es un don que no tiene mucha gente.

Siento ganas de refugiarme en sus brazos y llorar un poco más ahí, en su cómodo regazo, pero un absurdo resto de orgullo redirige mi entusiasmo y lo convierte en una mirada cálida cuajada de lágrimas y un trago largo de vodka para disimularlas.

—Cualquiera que te oiga pensará que alguna vez en mi vida he sabido lo que tenía que hacer…

—Puede que no tengas una hoja de ruta, pero siempre encuentras el camino.

—¿Y qué hago con Javier? ¿Sabes? Creo que pensaba que yo tenía dinero. Un día estuvimos hablando y dejó caer que seguro que yo estaba forrándome con los relatos… Y luego esa manía suya a la separación de bienes…

Casandra ignora el comentario y se centra en mi pregunta.

Suspira y me mira a través del cristal del vaso.

—¿Qué quieres hacer?

—Debería cortar con él sin más y pasar página. Como siempre. Pero…

—¿Pero?

—No se merece el mismo trato que los demás novios que he tenido. Éste es un cerdo y un cabrón que va por ahí aprovechándose de las mujeres. Me llama «princesa», pero tiene una esposa mayor, la he visto en un vídeo hoy y me ha parecido indignante cómo la trata, y la de trolas que me ha soltado a mí… Seguro que hay más, sólo habrá que remover un poco y verás cómo salen todos sus fantasmas.

Casandra se inclina hacia delante para clavarme bien en el agua de sus ojos azules mientras me coge de las manos, como si quisiera impedir que me ahogue en ellos.

—Entonces, te repito la pregunta porque creo que no me has entendido bien. No te he preguntado qué crees que deberías hacer, sino qué quieres hacer, Pandora.

—Quiero darle un escarmiento a ese hijo de puta. Quiero acabar con él sin tocarle. Quiero que se caiga por sí solo de la inmensa montaña de mierda en la que se ha subido. Sólo necesita un empujoncito el muy mamón.

La rabia me sale de la boca del estómago, donde dice Patricia que vive nuestro yo, nuestra conciencia, la que nos dice lo que está bien y lo que está mal.

Acabo jadeando y las dos nos reímos un rato con la imagen del pijo de Javier haciendo equilibrios sobre una montaña de basura.

De pronto su rostro no me parece tan conmovedoramente hermoso, sino perverso. Tras recordarle así busco entre mis sentimientos algo parecido al amor que supuestamente no hace ni unas horas hubiera apostado que sentía. No encuentro ni rastro. Casandra levanta su vaso y lo choca contra el mío.

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