Julia parece en plena forma cuando la veo por la mañana en el periódico. Pero lo suyo es una euforia contenida en miradas llenas de intención que me lanza por encima de la pantalla de su ordenador y en mensajes crípticos que no me dicen gran cosa.
—¿Puedo saber a qué viene tanta alegría? —le pregunto en un correo.
—Tengo noticias que te van a encantar, pero no puedo decirte nada. Hoy nos vamos a comer fuera y te cuento.
Incapaz de sonsacarle nada más, trato de concentrarme en lo que tengo que escribir sobre el hotel de Venecia, pero la tensión y los corrillos que se forman por todas partes no hacen más que distraerme. Por una vez, además, tengo la sensación de que no soy yo el objeto del cotilleo ni mi último relato de lo que se habla
sotto voce
en la redacción.
Hasta Martín Lobo, que no suele entrar al cotilleo de los demás, anda por ahí de susurro en carcajada, chasqueando la lengua, gastando bromas y mirando de reojo.
Busco a Consuelo y la encuentro vaciando papeleras en la tercera pradera, entre la sección de Documentación y las mesas de
Expansión
.
—No será verdad que eres tú la única que no se ha enterado de qué pasa, Pandora. Precisamente tú…
Tal y como lo dice me da la sensación de que me afecta, pero como parece muy contenta, supongo que, sea lo que sea, malo no es.
—No me dejes con las ganas. Cuéntamelo —le urjo, mientras la cojo del brazo y me la llevo al baño.
Consuelo se deja hacer y, colaboradora ella, coloca el carrito en la puerta del servicio con la fregona atravesada para que la gente entienda que no se puede pasar.
Cierra la puerta tras de sí y se lava las manos mientras se da toda la importancia del mundo. Me armo de paciencia porque sé de sobra que la reina del chisme en la oficina necesita, como todos, sus cinco minutos de gloria.
—Te perdiste la fiesta de ayer, en el periódico. Al parecer se celebraba una de esas recepciones de autonomías y nuestra amiga Esther dio el espectáculo. Yo estaba en el
office
preparando bandejas para canapés, pero me contaron que se tomó dos copas más de la cuenta y que montó un pollo que va a dar mucho que hablar.
No subo las cejas porque desconfíe de lo que Consuelo me cuenta, sino por la sorpresa de saber que doña perfecta ha metido la pata, pero hasta el fondo.
—Define pollo —le pido a Consuelo que, pese a lo escueto de su auditorio, disfruta como un guarro en un charco al ver mi cara.
—No sabría decirte las palabras exactas. Ya te digo que yo no estaba, eso te lo va a contar mejor Martín, que fue testigo, pero andan por ahí diciendo que está liada con un político de estos importantes, que él está casado, y que ella se fue ayer de la lengua y le montó un numerito en la fiesta. Ya sabes cómo es esto…
—¿Quién es el tipo?
—No lo sé. Alguien gordo, pero no sé si del gobierno o de la oposición…
Resoplo imaginando la escena que tuvo que haber montado la mala pécora con dos copas de más encima y una generosa dosis de despecho.
Julia y Martín corroboran y amplían la información de Consuelo añadiendo detalles que me distraen totalmente de lo que hemos pedido para comer.
Parece ser que mi archienemiga, desoyendo los consejos que he dado una y cien veces en mi blog, tuvo un breve affaire (un rollo de una noche, vamos) con un señor casado y con hijos que no tiene la más mínima intención de abandonar a su familia y menos por una tontería de la que se arrepintió al día siguiente y todos los demás días desde que ocurrió… La cosa habría pasado sin más, si no llega a ser porque la muy pava se quedó colgada de él, en plan Glenn Close en
Atracción fatal
.
—¡Pero esta tía está zumbada! Ahora entiendo tanta frustración y tanto veneno…
En el fondo me compadezco de ella.
—Para, para, Santa Pandora, que al final te va a dar pena —me recomienda Martín.
—Eso. ¿De quién es la culpa? Cuando una se mete en una situación así, ya sabe lo que hay, ¿no? Lo sabrás tú mejor que nadie…
Ignoro la insinuación de Julia sobre mi relación con Juan Carlos, mi primer novio‐amante, y soplo sobre la infusión que tengo entre las manos. Pero es verdad, la desgracia de Esther no me es ajena, como bien ha sugerido mi jefa.
Cuando me acosté con Juan Carlos no sabía que estaba casado.
En realidad, no quería saberlo. No es que me diera igual, pero en mi imaginario infantil no cabía la idea de que un hombre como él le fuera infiel a su esposa.
Una vez se me escapó un «te quiero» inoportuno y él se despertó del sueño erótico que estaba teniendo conmigo. De pronto le nació la conciencia y reconoció que tenía una aventura con una cría de 19 años que se había enamorado de él. No se lo pensó mucho, la verdad, y dijo las palabras que rompieron el hechizo.
—Pandora, creo que deberías saber que estoy casado y que tengo dos hijos.
Creí morir de dolor y de vergüenza. Me levanté de la cama, me vestí y me fui de la habitación sin derramar una lágrima.
Así es que sí, mal que les pese a Julia y a Martín, en memoria de mi pasado, no puedo más que sentir lástima por Esther. Una especie de hermandad por la experiencia compartida me hace sentirme cerca de ella, aunque sea una mala pécora y una zorra y se haya vuelto medio loca por un tipo que no la corresponde (patético).
Pero, además, después de la que lió en la fiesta la ha cagado tanto que salir de ahí y recuperarse con dignidad le va a resultar mucho más difícil que a mí porque, si bien yo tenía 19 años cuando corté con Juan Carlos, Esther ronda ya los 35 y, aunque a esa edad estamos en lo mejor de nuestras vidas, la sensación de ridículo se siente con mucha más nitidez.
Del Juan Carlos que yo conocía no queda mucho ya. Postrado en la cama, con náuseas, fatiga y sensación de fiebre, organiza una suerte de fiesta en mi honor en la que él no parece dispuesto a presentarse.
Desde primera hora del día aporrea las teclas de su portátil, uniendo los cabos que han aportado Pepe, Julia, Elena, Carmen, Patricia, Lucas Tenorio, Laurita y él mismo para trenzar ante mis ojos el relato de la mentira de mi novio. A primera hora de la tarde llama a Elena y organiza con ella una puesta en escena dramática, teatral e inolvidable.
La tarde se me hace eterna en el periódico mientras doy forma al siguiente relato y termino el reportaje de Venecia. La historia de Esther me ha puesto un poco ansiosa y, cada vez que alguien pasa delante de nuestra posición, levanto la cabeza para ver si es ella quien se acerca. Aunque sé que le parecería una burla fatal, me hubiera gustado ensayar un gesto de apoyo creíble para ella. Pero entonces, mientras repaso mi último post, cambio de idea y, más que pena, siento unas intensas ganas de estrangularla. Alguien ha entrado en mi texto y ha escrito una absurda hache delante de la palabra albornoz.
Halbornoz
, ea, con toda su paz se ha quedado la muy víbora mientras arruinaba mi trabajo.
Se lo digo a Julia, que alucina, literalmente, y a punto estamos de entrar en el despacho de Fernando a presentar una queja, cuando le vemos reunido a puerta cerrada con un altísimo cargo político que, suponemos, es el presunto amante de Esther. Por lo poco que podemos vislumbrar a través de las cortinillas la conversación es lo suficientemente seria como para no interrumpirla enarbolando un
halbornoz
, por más que a mí me duelan los dedos de contestar emails de lectores cabreados por mi incultura manifiesta.
Ya es de noche cuando, por fin, Julia me deja marchar. Ha estado entreteniéndome con una excusa detrás de otra durante toda la tarde y, cuando conduzco camino de casa, me siento tan cansada como la noche anterior cuando me arrastré fuera del baño, exhausta, tras masturbarme.
La asociación de ideas me trae del recuerdo aquel día en que conduje hasta mi casa con una barra de labios vibradora insertada en el sexo y que dio pie a uno de mis relatos más basados en la realidad de cuantos he escrito nunca.
Menudo mal rato acabo de pasar por culpa de mi barra de labios.
Primero, casi tengo un accidente de coche y después, me ha faltado poco para ponerme en evidencia delante del más cotilla de mis vecinos.
¿Que cómo puede un trozo de carmín generar tanto caos? Seguro que lo entendéis mejor si os aclaro que mi barra de labios es un vibrador camuflado, uno de esos cacharros que carga el diablo…
Me lo compré hace unos meses por hacer la tontería: me parecía mono y, tan discreto, que podía llevarlo en el bolso, a la vista de todos, sin que nadie sospechara nada.
Pero el caso es que el invento se ha venido conmigo de la ceca a la meca, sin salir del bolso hasta que, esta misma tarde, cuando salía del trabajo, he tropezado con él mientras buscaba las llaves del coche. Y, mira por dónde, hoy me ha pillado con ganas de hacer experimentos.
Como todavía no se le ha sulfatado la pila por falta de uso, he decidido probar la teoría de Elena que asegura que, si se/la masturba/n cuando va conduciendo, la emoción hace que pise el acelerador sin darse cuenta y ya le han puesto dos multas por exceso de velocidad. Y con el seguro del coche echado y protegida por la oscuridad del garaje de la oficina, he desabrochado mis vaqueros para colocar la barra de labios en función vibrador, lo más cerca posible a mis zonas jugosas y sensibles… Y ¿qué queréis que os diga?… Como vibra el juguete entero, mientras me iba electrizando el clítoris me acariciaba rítmicamente la vagina. ¡Una gozada!
Me estoy preguntando si la DGT tendrá tipificado como delito o falta cualquier infracción cometida en estas circunstancias.
Quiero decir, no puede ser lo mismo ir a doscientos todo un trayecto porque sí, que pegar un ocasional aunque intenso acelerón orgásmico (¿será un atenuante o un agravante? ¿Se podrá alegar algo?)…
Después de aguantar una sinfonía de pitidos y dos millones de fogonazos con las luces largas, al final he llegado sana y salva al garaje de casa, donde me he encontrado lo que parecía una asamblea de propietarios. El del bajo, la pareja del tercero, uno del quinto con sus dos niños y Ricardo, mi vecino de planta… todos de conversación justo delante de mi plaza.
Con la mejor de mis sonrisas y todo el disimulo del mundo, iba a meter la mano en mis braguitas para rescatar el vibrador, cuando Ricardo, que es un caballero, se ha acercado a abrirme la puerta dejando a medias mi operación de rescate.
—Pandora, estamos hablando de que se ha estropeado otra vez el ascensor y que mañana hay que llamar al técnico.
No me ha dado tiempo más que a abrocharme el pantalón, así es que me he puesto la chaqueta y he intentado zafarme de su presencia.
—Vaya, siempre estamos igual. Bueno, me subo a casa, que estoy muerta.
—Pero si vas muy cargada, déjame que te ayude, mujer.
Y me ha quitado con diligencia de las manos los libros y carpetas que llevaba.
Ya en el portal, he confirmado mis peores presagios: el hueco de la escalera amplifica el ruido de la vibración del juguete que todavía andaba haciendo de las suyas dentro de mis bragas. Y, mejor aún, a cada peldaño el bichejo se recolocaba amenazando con la posibilidad de escurrirse por mi pernera izquierda y llegar hasta el suelo, delatándome ante el tipo que duerme pared con pared con el maltrecho cabecero de mi cama y mi concierto discontinuo de orgasmos. ¿A que doy el espectáculo?
—Para un momento… ¿No escuchas un zumbido? —ha preguntado Ricardo detrás de mí, a la altura del segundo.
—¿Qué? No, para nada.
Apretar el paso no me sirve de nada, mi vecino es cinturón negro de judo y está más en forma que todo el parque de bomberos. Además, es como un rastreador apache y me ha seguido pisándome los talones con la oreja y los ojos pegados a mi trasero.
—Por cierto, que hace mucho que no veo a ese amigo tuyo alto de pelo rizado…
La indiscreción me ha dado pie para pararme en seco y hacerme la ofendida en el descansillo del tercero, mientras me concentraba en cerrar los músculos del suelo pélvico, porque la dichosa barra de labios parecía a punto de penetrarme con su machacona y saltarina vibración.
—No me estarás llevando la cuenta, ¿verdad?
—¿Yo? Como si pudiera… Pero ¿seguro que no oyes nada? Escucha…
—Que no…
Y de dos saltos he alcanzado nuestra planta, he abierto mi puerta haciendo malabares con el vibrador que ya no sabía si entraba o salía o se había quedado encajado entre mis labios menores. He recogido mis libros de manos de Ricardo y le he dejado al otro lado, en la escalera.
—¡Oye, creo que era tu móvil porque ahora no se oye nada!
—¡Sí, ya… ya lo cojo!
He rescatado la exhausta y moribunda barra de labios de la empapada cárcel de mis bragas. Voy a limpiarla y a darle un digno entierro en el cajón de los juguetes de amor.
Más allá del mal rato que casi me ha hecho pasar, hay que reconocer que su esfuerzo por dar placer y pasar desapercibida bien vale los pocos euros que pagué por ella.
Descanse en paz mi heroica amiga.
Mi propia mala pata siempre me ha hecho gracia, así que entro en el garaje esbozando una sonrisa aunque comienza a llover sobre Madrid, y aún la conservo cuando abro la puerta de mi casa y me encuentro en mi salón tan abarrotado de gente y ordenadores que por una vez pienso que me he metido en un locutorio o en el Campus Party.
Pero en realidad, como tardo muy poco en saber, pese a la concurrencia y a que algunos se han servido una copa de mi mueble bar, esto no va a ser ninguna fiesta.
La presencia de Laurita no me causa sorpresa, aunque esté con las narices metidas en mi portátil. Me extraña un poco más ver en casa a Carmen, Elena y Patricia, pero entra dentro de la normalidad. Lo que no tengo previsto en ningún caso es ver a Pepe y a Lucas Tenorio, juntos en mi salón, trasteando con otro ordenador, ante Eugenio, el marido de Marta y mi ex psiquiatra, que observa por encima de los dos.
De hecho, pensaba que estaba ya en Nueva York, así que me acerco a saludarle a él primero.
—¿Qué haces aquí? Te hacía en la Gran Manzana. ¿Y qué es todo esto?
Eugenio me da un abrazo afectuoso y me conduce hasta el sofá, donde los demás me han reservado un hueco.
—¿Qué pasa? —repito.
Pero nadie parece muy dispuesto a empezar a explicarse.
Al final es Carmen quien, después de coger aire, empieza a hablar y, cuanto más habla, más pienso yo que estoy en medio de un mal sueño, porque mis amigos se han vuelto todos locos y dicen sandeces sobre mi novio. Por ejemplo: