—No te muevas de aquí. Ahora vengo a buscarte, princesa.
—Tranquilo, tengo que mandar unos correos… Ahora nos vemos.
Y oiremos cerrarse la puerta.
Los siguientes minutos serán de una actividad frenética, pero no dejaré de reparar en que Nuria es la nueva princesa de mi novio. Hace tiempo que pienso que nos llama a todas así para no confundirse con los nombres. Ahora no tengo ninguna duda al respecto.
El éxito de la escena dependerá de que Héctor esté el mayor tiempo posible lejos del despacho, que funcionen las conexiones y que Laurita sea capaz de sortear el cortafuegos del superantivirus de mi ex novio.
Cuando Nuria termine de hacer una copia de seguridad de todos los archivos que Laurita le irá indicando, quitará el
pen drive
y abandonará el despacho. No quiero que sea testigo del boicot del ordenador y necesito que alguien la vea en el salón diez minutos antes de la hora en la que se produzca la muerte clínica del portátil.
No sé si esas cosas quedan registradas, pero no quiero que mi actriz se vea implicada.
Antes de abandonar su puesto frente a la pantalla, aceptará la conexión por remoto de Laura que se pondrá manos a la obra para rebuscar entre lo que está más escondido, rastrear posibles descargas en servidores (y encuentra unos cuantos álbumes de fotografías en Flickr y Picassa que son convenientemente boicoteados) y pelearse con el presunto superantivirus. Pero algunos hombres son tan fanfarrones que, incluso en algo tan tonto como un programa de ordenador, se tiran pegotes ante una chica guapa y Héctor es de ésos.
Laura tardará cinco minutos en encontrar el hueco por donde colarle un mortífero troyano a Héctor, al que ya escucharemos coquetear feliz con Nuria en el salón.
Necesito centrarme, así que me siento y observo a Laura aporrear absorta las teclas de su pequeño portátil, vestida con su camiseta de Los Ramones y su coleta alta, y pienso que me recuerda a Lisbeth Salander, la heroína de
Millenium
. Pero mi Laura sólo es una niña y me come la mala conciencia. Me acerco a ella y le pido que lo deje, que no se busque un problema, que ya encontraré la manera de deshacerme del ordenador de Héctor, aunque tenga que robárselo yo misma.
Laura me mira por encima de la pantalla y me sonríe de medio lado.
—Yo no estoy cometiendo ningún delito, Pandora. Yo sólo he hecho la conexión, soy un enlace. El trabajito sucio lo están haciendo desde Madrid unos amigos…
—¿Quién? ¿Marcos? Pues tampoco quiero que se implique él. Que sois dos críos, por Dios…
Laura, desesperada, me interrumpe:
—Marcos sólo ha hecho la conexión, como yo. Hay otra persona… Qué coño, yo creo que ya va siendo hora de que te enteres quién es el Charlie de estos ángeles. Todo esto es por ti, así que tienes derecho.
Y yo sigo sin entender, pero Laura llama por Skype a un número y, ante mis ojos, cobra vida una imagen que no me espero.
—Date prisa, que tenemos que ejecutar el virus cuanto antes. La destrucción de archivos lleva unos minutos y el programa es muy minucioso. Lo he ajustado mucho para que llegue a todos los rincones sin expandirse por ahí.
Yo ya ni la escucho, sólo miro el rostro prematuramente envejecido de un fantasma de mi pasado. Juan Carlos también me mira, pero sonriendo, así que me veo obligada a sonreírle yo también.
—¿Todo esto es cosa tuya?
Es obvio que la pregunta no es muy brillante, pero no se me ocurre qué más decirle en estos momentos.
—Sí. ¿No pensarías que iba a dejar que estos niños cometiesen un delito informático? Te advierto que la cosa está controlada, no vamos a cargarnos todos los ordenadores del planeta, es sólo un programita que le va a borrar instantáneamente todo lo que tenga memorizado dentro del ordenador y le irá bloqueando todas las contraseñas que vaya poniendo. Seguro que lo explico mal, pero tal y como yo lo veo, es una encriptación aleatoria y la contraseña irá cambiando caprichosamente cada vez que intente entrar a recuperar sus archivos, porque seguramente tendrá cosas por ahí guardadas. Combina números y letras, así que puede tirarse toda la vida probando combinaciones, jamás la encontrará.
Tan sutil venganza sólo puede proceder de una mente maligna y refinada como la de mi Laura y le doy un pellizco cariñoso mientras Juan Carlos se pone sentimental.
—A mí me queda poco tiempo, así que no me fastidies la diversión. Cuando acabes ahí ven a verme.
La comunicación se corta y siento de pronto un alivio descomunal y una tristeza inmensa por el lamentable aspecto que tiene Juan Carlos. Obviamente está enfermo y obviamente es terminal.
Sus palabras «A mí me queda poco tiempo» cobran significado en mi cabeza y me recuerdan a otras que decía el inspirado Freddy Mercury:
Show must go on
.
Soy la directora, todos esperan un gesto mío para seguir. Sonrío a Laurita y eso es suficiente. Vuelve a sus teclas y sé que Juan Carlos está a punto de apretar el botón de destrucción masiva. El espectáculo debe continuar.
Al final del segundo acto, veinte minutos después, Héctor conducirá a Nuria por la segunda planta de la casa, atropellándola con sus besos y caricias, en busca de una habitación solitaria donde quitarle las bragas y Marcos nos informará por chat de que se ha completado la instalación del virus. El castillo de naipes que Héctor ha levantado a costa de María Luisa, de Dorothy, de la empresaria, de mí (porque tiene el muy cabrón cientos de comprometedores correos míos guardados en una carpeta), y de otras tantas mujeres más a las que no he visto nunca se van irremediablemente por el desagüe, como la mierda al tirar de la cisterna.
Triunfo total, arrollador, sin peros y sin ambages. Pan comido.
Éxito de crítica y público; ovación, saludo, reverencia, más aplausos, besos al respetable, vuelta al ruedo, dos orejas y un rabo (lástima de rabo, por cierto…). El ordenador de Héctor será ya tan útil como una epilady sin electricidad, sólo una carcasa llena de chips y cables.
La información estará ahora en nuestras manos, en un pequeño disco duro del que Laurita, con una sonrisa triunfal, irá sacando copias. Una para María Luisa, con sus cosas. Otra para Dorothy, con las suyas. Una para la empresaria (cuyo nombre juré no pronunciar y olvidar lo antes posible). Y el último para mí, con mis cientos de mensajes que serán oportunamente destruidos.
La copia original decido entregársela a Henry Lowett III en una singular ceremonia que tendrá lugar en el dormitorio de la sirvienta.
Él ya recibió a su nombre en la embajada hace dos días un CD en un sobre sin remite con la copia de los vídeos de Red Angel, así que pondrá cara de sorpresa cuando hagamos que la empleada de Dorothy ponga en sus manos aquel disco duro que «me he encontrado por ahí tirado, señor». Él, en el ejercicio de sus funciones como delegado diplomático, jurará hacerse cargo de las pruebas encontradas por casualidad.
No habrá tiempo para celebraciones, tenemos prisa. Hay que comenzar el tercer acto y sacar a Nuria de entre las garras de ese bicho.
La función proseguirá, pues, con el final de la farsa. Por los comentarios de Nuria, sabremos en qué habitación estará con Héctor, así que seguiremos a Dorothy por las entrañas de su casa y nos pararemos ante una puerta. El profesor de improvisación tomará la iniciativa, abrirá e irrumpirá en la habitación en penumbra batiendo palmas y vitoreando a su alumna. Alguien enciende la luz.
—¡Bravo! ¡Bravo!
Los demás, que somos el coro griego de esta farsa, le imitaremos y nos desperdigaremos por la alcoba. En unos segundos la estancia se llenará de gente, habrá personas por todas partes, incluso en el baño. Sobre la cama estarán Héctor, ya sin camisa y con los pantalones desabrochados y Nuria, en ropa interior, aferrando con la mano el broche transmisor.
En cuanto entramos, la muchacha se levantará, recuperará su vestido y con una gracia pasmosa saludará como si estuviera sobre un escenario mientras se vuelve a vestir. Héctor, desentendido de ella, nos observará a todos estupefacto. Por sus ojos desorbitados entiendo que ha descubierto y reconocido a María Luisa de Pagos, y la mirará como si estuviese viendo a un espectro. Tampoco me pondrá muy buena cara a mí ni a mis amigas (no he dejado entrar a Laurita. Su presencia allí puede darle demasiadas pistas) y por más que mira al profesor de Nuria no terminará de entender a qué se debe tanta euforia.
—Fantástico. No he visto nada igual. Ha sido fabuloso. Todo tu grupo tiene un sobresaliente y a ti te voy a poner una matrícula de honor.
Nuria palmoteará con sus compañeros convertida otra vez en una chiquilla universitaria.
El profesor me felicitará por la dirección de la obra. Estrecharé su mano encantada y les daré las gracias a todos, que harán mutis por la puerta de la habitación. Antes de marcharse, abrazo a Nuria y la beso hasta tres y cuatro veces en la oreja, como sé que le hace su madre, y ella se deja hacer, encantada.
Volvamos a Héctor, que buscará a tientas por el suelo su camisa. De pronto no me parece ni alto, ni guapo, si sexy, ni encantador, ni inteligente, ni nada, sólo un pichabrava con mucha jeta y algunas de nosotras, una panda de confiadas reconvertidas en ángeles exterminadores.
Henry hará acto de presencia en la habitación y al entrar recogerá la camisa de Héctor del suelo y se la tenderá. Con su exquisita educación de diplomático británico esperará a que se vista antes de ponerle por delante un documento y le explicará que su matrimonio ha sido anulado y que su pasaporte británico le ha sido retirado.
Héctor leerá por encima el documento, se saltará dos párrafos e irá directamente al tercero, donde encontrará lo que busca. Como respuesta al argumento de no consumación del matrimonio, proferirá un sonoro:
—¡Ja!
Henry se pondrá las gafas, hará como que lee donde el otro le señala y acto seguido le informará de que ha llegado a la embajada de forma anónima una grabación en la que él mismo reconoce que no ha yacido con su esposa. En vista del gesto incrédulo de Héctor, Henry rebuscará teatralmente en los bolsillos de su chaqueta (le dejo hacer, es su momento de gloria) hasta que en uno de ellos encontrará lo que busca: una grabadora de audio. Pulsará un botón y todos escucharemos claramente la voz de Héctor jactándose de no haberse acostado nunca con la «jaca inglesa».
Miro a Dorothy de reojo, pero su rostro no dejará traslucir ninguna emoción.
Está tensa, atenta. Lleva un año y medio deseando que algo así suceda, así que debe de sonarle a gloria esa declaración de su marido. Nunca un insulto será tan bien encajado.
Henry le informará de que la corte no ha tenido ninguna duda «al escuchar las declaraciones de su esposa, la bodeguera, Pandora y otra mujer cuyo nombre no puede desvelar» (la empresaria, con la que Julia ha entrado en contacto y que escucha toda la escena al otro lado de la puerta).
—Esto lo has organizado tú, seguro.
El dedo de Héctor me señalará y yo le miraré como se mira a un gusano: con curiosidad, distancia y un poco de asco. Henry ha terminado su parte, retrocederá y dejará sobre la cama una copia de la resolución de la corte.
Le toca el turno al abogado de Dorothy, que se aclarará la voz con un ligero carraspeo antes de empezar a hablar. Estoy contenta con los actores que tengo, desempeñan a la perfección sus papeles, diríase incluso que son profesionales, pero, salvo Nuria y sus amigos, los demás sólo son gente normal. Mathew (así se llama el letrado) informará a Héctor de que su asignación le ha sido retirada y de que ha presentado un recurso para recuperar su coche en compensación por todo el dinero de su representada que se ha gastado.
Le informará también de que la doncella le ha preparado sus cosas para que abandone la casa esa misma noche. Héctor protestará, blasfemará, le insultará, se negará… Y le añadirá así el punto justo de tensión al final de mi obra. Es un gran fichaje, de eso no hay duda. El coro se reirá y ahora ya parece una comedia. Sobre todo nos reiremos después, cuando Dorothy nos explique que le ha dado instrucciones a su empleada para que empaquete las cosas de su ex marido en bolsas de basura.
Me lamento de que no se me haya ocurrido a mí esa idea. Antes de coger el tren para Málaga le dejé a Amadeo una bolsa de papel con las escasas pertenencias de Héctor en mi casa: una maquinilla de afeitar, dos calzoncillos, un par de camisas y algunos regalos que me hizo que no quiero ver más por allí, además de las dos pequeñas maletas que trajo con cosas pasadas de moda. Ya está. Todo lo que ha significado Javier para mí cabe dentro de una bolsa mediana de Zara. El padre de Laurita es la bondad hecha persona además de un tío discreto, así que no hace preguntas y promete que le llevará los paquetes al portero de la finca donde vive Héctor si yo cuido bien de su hija.
Volvamos a la escena. Tenemos a Héctor, hundido y humillado, todavía sentado en la cama, rodeado de gente que le mirará en silencio con una sonrisa cómica. Se acerca el final, pero he hecho venir a María Luisa de Pagos para algo y ese momento ha llegado.
Sin especial recochineo ni énfasis, imitando el estilo diplomático de Henry, la bodeguera le informará de que sus abogados emprenderán acciones legales contra él por usurpación de personalidad y le pedirán daños y perjuicios por la falsa y perniciosa representación de su negocio. Es una lástima que ya no le quede ni el coche para responder por ello, pero sospecho que María Luisa persigue verle entre rejas, aunque sea sólo un par de meses.
Estamos a punto de cerrar el acto y con él la primera y última función de
Te
pillé
. Pediré a todos que salgan de la habitación y esperaré a estar sola con él para explicarle que su última conquista, la empresaria, ha estado escuchando toda la escena y, maternal, le sugeriré que no se acerque más a ella ni a ninguna de las mujeres implicadas en esta historia…
—¡Qué coño! Ni a ninguna mujer del mundo, porque como me cruce alguna vez contigo y te vea con alguna pobre incauta me voy a asegurar de que se entere de quién eres y de todo lo que has hecho.
Soltaré mi sentencia apoyada en la pared de la habitación porque de pronto me siento muy cansada. Héctor me mirará en silencio, pensativo. Pienso que me va a decir algo pero no se atreverá.
Me cansaré de esperar y, cuando vea que me incorporo, me soltará con voz melosa y suave, con su voz de engaño y conquista, apostando fuerte por la versión del macho alfa que, en realidad, nunca ha sido: