Sepulcro (47 page)

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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Sepulcro
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Cuando Hal le dijo que iba a pasar la mañana fuera, y además con una chica, la primera reacción de Julián fue de alivio. Llegaron a charlar un par de minutos sin que Hal se marchara hecho un basilisco. Tal vez todo aquello fuera un indicio de que su sobrino iba a terminar por aceptar lo que había ocurrido sin darle más vueltas e iba a seguir adelante con su vida. Que iba a dejar en paz todas sus dudas.

Tal como estaban las cosas había algunos cabos sueltos, desde luego. Julián dio a entender que estaba deseoso de comprarle a su sobrino la parte que había heredado en el negocio del Domaine de la Cade, pero prefirió no apretarle las tuercas. Había contado con que tendría que esperar hasta después del funeral, pero se dio cuenta de que ya empezaba a impacientarse.

Hal entonces comentó de pasada que la chica en cuestión era una escritora, y a Julián le resultó extraño. Teniendo en cuenta el comportamiento de Hal a lo largo de las tres semanas anteriores, no pudo descartar la posibilidad de que el muchacho hubiera intentado hacerse con una periodista interesada en la historia del accidente que había sufrido su padre, sólo por ver qué salía de todo ello.

Julián había echado un vistazo al registro del hotel y descubrió que era norteamericana, Meredith Martin, y que tenía reserva hecha hasta el viernes. No sabía si tal vez conocía a Hal de antes o si su sobrino simplemente había sabido sacar partido del hecho de encontrarse a alguien que posiblemente quisiera prestar oídos a su lamentable historia. Fuera como fuese, no podía permitirse el lujo de que Hal siguiera removiendo el asunto y causando problemas. No estaba dispuesto a que el negocio saliera perjudicado por los rumores y las insinuaciones.

Julián subió por las escaleras de la parte posterior y atravesó el pasillo. Con la llave maestra, entró en la habitación de Meredith Martin. Tomó un par de fotos Polaroid para tener la certeza de que iba a dejar toda la habitación exactamente como la hubiera encontrado, y acto seguido comenzó su registro por la mesilla. Rápidamente examinó los cajones, pero no encontró nada de interés al margen de dos billetes de avión, uno de Toulouse a París-Orly el viernes por la tarde, otro para regresar a Estados Unidos el 5 de noviembre.

Se desplazó hasta el escritorio. Tenía el ordenador portátil enchufado. Abrió la tapa y lo puso en marcha. El sistema operativo no estaba protegido por una contraseña, y había utilizado el sistema inalámbrico del hotel.

En diez minutos, Julián leyó todos sus correos —tediosos, domésticos, irrelevantes—, repasó las últimas páginas web que había visitado y echó un vistazo a algunos de los archivos. En todo ello, nada le indicó que pudiera ser una periodista a la caza de un buen artículo. Eran sobre todo notas sobre su investigación en Inglaterra, y apuntes muy básicos, direcciones, fechas, horas, relativos a los cuatro días que había pasado en París.

Acto seguido, Julián revisó sus archivos de imágenes, y los repasó en orden cronológico. Los primeros eran fotos tomadas en Londres. Había una carpeta con fotos de París, escenas callejeras, monumentos, hasta el rótulo con el horario de apertura del parque Monceau.

La última carpeta correspondía a Rennes-les-Bains. La abrió y comenzó a examinar las imágenes; las sospechas que había albergado sobre la señora Martin fueron en aumento con cada clic del ratón. Había varias fotografías del río a la entrada de la localidad, por el norte, y en especial dos del puente de la carretera y del túnel, exactamente en el lugar en el que el coche de su hermano Seymour se había salido de la carretera.

Había otras fotografías del cementerio, en la parte posterior de la iglesia. Una, tomada desde el soportal con vistas a la plaza Deux Rennes, le permitió identificar con toda exactitud desde dónde estaba tomada. Unió ambas manos detrás de la cabeza. Llegó a ver en la esquina inferior derecha parte del mantel sobre el cual había descansado el libro de condolencias.

Frunció el ceño. Meredith Martin había estado en Rennes-les-Bains la noche anterior, tomando fotografías del funeral y de la localidad.

¿Por qué?

Mientras Julián copiaba la carpeta de imágenes en su lápiz de memoria externa, trató de idear qué explicación inocente podía haber de todo aquello, pero no dio con nada convincente.

Salió del programa y cerró el ordenador dejándolo todo tal como lo había encontrado, y acto seguido pasó al armario. Tomó otras dos fotos Polaroid y recorrió metódicamente todos los bolsillos, las camisetas bien dobladas, los zapatos. En el fondo del armario, bajo unas botas y un par de zapatos de tacón de LK Bennett, había una bolsa de viaje de tela blanda.

Agachándose, Julián abrió la cremallera y miró el interior del compartimento principal. Estaba vacío, quitando unos calcetines y un collar de cuentas que se había quedado enganchado a la tela áspera del forro. Introdujo los dedos en todos los rincones, pero no encontró nada. Acto seguido revisó los bolsillos externos. Dos compartimentos grandes a ambos extremos, los dos vacíos, y otros tres más pequeños en un lateral. Tomó el bolso, le dio la vuelta, lo zarandeó. Le parecía demasiado pesado. Dio la vuelta de nuevo al bolso y tiró de la base de cartón. Con el sonido de un desgarro, se desprendió un Velcro y el forro reveló la existencia de otro compartimento más. Introdujo la mano en el interior y sacó un paquete cuadrado, de seda negra. Con el índice y el pulgar desdobló las cuatro esquinas.

A Julián casi se le cayeron las cartas. La cara de La Justicia lo estaba mirando.

Durante medio segundo creyó que estaba viendo visiones, y entonces, más tranquilo, cayó en la cuenta de que sólo era otra reproducción. Las desplegó formando un abanico para asegurarse de que así era, y cortó dos veces la baraja.

Estaban impresas, laminadas: no era el Tarot de Bousquet original. En el fondo era una estupidez por su parte haber pensado que pudiera serlo.

Se puso en pie, apretó la baraja con la mano y aún examinó las cartas otra vez, más deprisa, por si acaso aquella baraja tuviera algo único, algo distinto de las otras reproducciones que había visto. No encontró nada llamativo. Parecía la misma clase de reproducción que tenía él abajo, en su estudio, en la caja fuerte. No contenía palabras adicionales, no detectó la menor variación en las imágenes.

Julián se concentró. Ese descubrimiento podía suponer que todo cambiase por completo, podía trastocar las cosas, sobre todo al producirse inmediatamente después de haber recibido la información del enterramiento visigótico de Quillan. Además de los objetos al uso en una tumba, se había encontrado una placa en la que se confirmaba la existencia de otros yacimientos en los alrededores del Domaine de la Cade. Esa mañana no había logrado aún ponerse en contacto con su informante.

Sin embargo, lo más inmediato era averiguar por qué Meredith Martin estaba en posesión de una reproducción de la baraja de Bousquet. Y además la tenía escondida en el fondo secreto de su bolso de viaje. No podía ser mera coincidencia. Lógicamente, como mínimo estaba al corriente de la existencia de la baraja original, de la relación que aquellas cartas tenían con el Domaine de la Cade. Si no, ¿qué otra explicación podía haber? ¿Y si Seymour le hubiera comunicado a Hal más cosas de lo que Julián hasta ese momento había supuesto? ¿Y si fuese Hal quien la había invitado a ir allí, aunque no con la intención de investigar las circunstancias del accidente de automóvil, al contrario de lo que todo parecía indicar, sino por algo relacionado con las cartas?

Necesitaba una copa. Estaba sudoroso, le transpiraban tanto el cuello como las axilas, debido al sobresalto que le supuso creer, aunque hubiera sido sólo un segundo, que se hallaba por fin en poder de las cartas originales. Demasiadas veces había imaginado cómo viviría ese instante.

Julián envolvió la falsa baraja en el trozo de seda negra, devolvió el paquete al bolso y lo colocó en el fondo del armario. Miró alrededor, escrutando la habitación una última vez. Todo parecía estar tal como se lo había encontrado. Si algo hubiera quedado fuera de su sitio, la señora Martin lo atribuiría a las camareras del hotel.

Salió al pasillo y caminó a paso veloz hacia las escaleras de servicio. Toda la operación, de principio a fin, había durado menos de veinticinco minutos.

C
APÍTULO
48

Rennes-le-Cháteau

H
al fue quien primero rompió el embrujo. En sus ojos azules brillaba el deseo de anticiparse, tal vez también la huella de la sorpresa. Estaba ligeramente colorado.

Meredith también dio un paso atrás. La fuerza de la mutua atracción, una atracción animal, una vez que se volatilizó la emoción del instante, los dejó a los dos sin saber muy bien qué hacer.

—En fin —dijo él, y se metió las manos en los bolsillos.

Meredith sonrió.

—En fin…

Hal se volvió hacia el portón de madera que formaba un ángulo recto con el sendero y empujó con fuerza. Frunció el ceño, probó suerte de nuevo. Meredith oyó que en el interior traqueteaba el cerrojo.

—Está cerrado —dijo él—. Es increíble, pero el museo está cerrado. Lo lamento. Tendría que haber llamado antes de venir.

Se miraron el uno al otro. Y los dos se echaron a reír a la vez.

—El balneario de Rennes-les-Bains también estaba cerrado —dijo ella—. Hasta el 13 de abril.

A él le había caído sobre la frente la misma onda de cabello rebelde. Poco faltó para que los dedos de Meredith actuasen por su cuenta y riesgo para retirárselo de la cara, pero supo mantener las manos bien pegadas a los costados.

—Por lo menos podemos visitar la iglesia —dijo él.

Meredith se le acercó, sumamente consciente de su presencia física. Era como si llenase él solo la totalidad del sendero.

Le señaló un frontón triangular sobre la puerta.

—Esa inscripción, TERRIBILIS EST LOCUS ISTE, es otra de las razones que avalan todas esas teorías de la conspiración que circundan Rennes-le-Cháteau. Otro de los motivos de que hayan prosperado —dijo, y carraspeó—. Lo cierto es que esa frase en realidad se traduce por «Este lugar inspira reverencia».
Terribilis
tiene el sentido que se le atribuía en el Antiguo Testamento, que nada tiene que ver con el sentido moderno de la palabra
terrible,
pero ya te imaginarás qué interpretación se le ha dado, naturalmente.

Meredith miró la inscripción, aunque fue otra, legible sólo en parte, y en el vértice superior del triángulo, la que le llamó realmente la atención. In HOC SIGNO VINCES. Otra vez Constantino, el emperador cristiano de Bizancio. La misma inscripción que vio en el mausoleo de Henri Boudet, en Rennes-les-Bains. Se imaginó el momento en que Laura comenzó la lectura de las cartas una vez que se fueron colocando sobre la mesa. El Emperador era uno de los arcanos mayores, seguido por El Mago y La Sacerdotisa, que salieron al principio. Y ese nombre era la contraseña que había tecleado para tener acceso a Internet…

—¿A quién se le ocurrió la contraseña de acceso a la red inalámbrica del hotel? —preguntó de improviso.

A Hal pareció tomarle por sorpresa semejante incongruencia, pero pese a todo respondió.

—A mi tío —dijo sin vacilar—. A mi padre no le gustaban los ordenadores. —Le tendió la mano—. ¿Vamos?

Lo primero que sorprendió a Meredith, nada más entrar en la iglesia, fue lo pequeña que era, como si se hubiera construido a una escala tres cuartas partes menor de lo habitual. Todas las perspectivas parecían contener algún error.

A la derecha, en la pared, había indicaciones escritas en francés, y algunas en un inglés bastante macarrónico. Una música coral enlatada, un mediocre canto eclesiástico, se filtraba por unos altavoces plateados que estaban suspendidos en las esquinas.

—Han querido sanear a fondo el recinto —dijo Hal en voz baja—. Para contrarrestar todos los rumores que apuntan a la existencia de un tesoro misterioso y a unas cuantas sociedades secretas, han tratado de inyectar un mensaje claramente católico en todo lo que se ve. Mira esto, por ejemplo —dio un golpecito en uno de los rótulos—. Mira.
Dans cette église, le trésor c'est vous.
En esta iglesia, el tesoro eres tú.

Meredith sin embargo estaba examinando el receptáculo del agua bendita que había junto a la puerta, a la izquierda. El
bénitier
estaba sostenido sobre los hombros de una estatua del diablo que no levantaba más de un metro veinte de altura. El rostro malévolo y enrojecido, el cuerpo torsionado, los inquietantes, penetrantes ojos azules. Era un demonio que había visto con anterioridad. Al menos, una representación suya. Sobre la mesa, en París, cuando Laura le mostró los arcanos mayores al comienzo de la lectura.

El Diablo. Carta XV del Tarot de Bousquet.

—Asmodeus —dijo Hal—. El tradicional guardián del tesoro, el que custodia los secretos y el que construyó el Templo de Salomón.

Meredith tocó al demonio, que le resultó frío y polvoriento en las yemas de los dedos. Miró sus manos retorcidas, garras o zarpas más bien, y no pudo evitar mirar también a través de la puerta abierta a la estatua de Nuestra Señora de Lourdes, inmóvil sobre la columna.

Las huellas de unas garras.

Dio una ligera sacudida con la cabeza y elevó la mirada hacia el friso. Un retablo con cuatro ángeles, cada uno de los cuales señalaba uno de los cuatro extremos de una cruz, y una vez más las palabras de Constantino, aunque esta vez en francés.

Los colores estaban desvaídos y la pintura, desconchada, como si los ángeles librasen una batalla perdida de antemano.

En la base, dos basiliscos enmarcaban un recuadro en el que aparecían las letras BS.

—Las iniciales podrían ser las de Bérenger Sauniére —dijo Hal—. O también las de Boudet y Sauniére, o bien las de La Blanque y Le Salz, dos ríos de los alrededores que desembocan en un estanque cercano, que lleva por nombre popular
le bénitier.

—¿Los dos sacerdotes se conocían bien? —preguntó.

—Parece ser que sí. Boudet era el mentor del joven Sauniére. En los primeros años que ejerció Boudet, cuando pasó algunos meses en la cercana parroquia de Durban, también se hizo amigo de un tercer sacerdote, Antoine Gélis, que posteriormente se hizo cargo de la parroquia de Coustaussa.

—Ayer pasé por allí —dijo Meredith—. Me pareció que estaba en ruinas.

—El castillo lo está. El pueblo está deshabitado, aunque es muy pequeño. Tan sólo un puñado de casas. Ahora que lo pienso, acabo de recordar que Gélis murió en circunstancias un tanto extrañas. Fue asesinado en la Noche de Difuntos de 1897.

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