Señores del Olimpo (11 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
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—Nadie me ha humillado —respondió Zeus—. El gigante no ha obtenido la respuesta que pretendía.

—¡Sólo habría faltado eso, que se plantara aquí para amenazarte y encima te hubieras plegado a sus exigencias!

Zeus apretó sus dedos, a medias carne y a medias metal.

—Basta ya, Hera —masculló—. Llegado el momento, tomaré mis medidas. Pero no es a ti a quien debo dar cuenta de ellas.

—Claro que no. ¿Por qué habrías de hacerlo? Sólo soy tu hermana y tu legítima esposa.

—En cuanto a lo segundo, eso tiene remedio. —La amenaza de Zeus hizo respingar a Hera—. ¡Y ahora, cállate! Todos nos están mirando.

Hera aparentó obedecer, pero su sonrisa era de triunfo. Había conseguido sacar aún más de sus casillas a Zeus, que era lo que pretendía.

La audiencia prosiguió. Quedaban peticiones que atender, todas inquietantes. Tres de las ninfas melíades venían en representación de su raza. Altas y delgadas como juncos, con las pieles pintada de verde y vestidas de corteza de árbol, se quejaron de que los hombres se dedicaban a talar e incendiar las fresnedas donde moraban, para fabricar lanzas con las ramas y luego roturar las tierras.

—Tomaré en consideración vuestras quejas —dijo Zeus, con aire ausente. Era obvio que su mente seguía puesta en el desafío del gigante.

Después se presentó el sabio Quirón, el dios-centauro. Sus acusaciones eran parecidas a las de las melíades. Los hombres quemaban las espesuras donde vivían, y tampoco les dejaban libres los pastos, pues los rodeaban con cercas y muros y disparaban sus flechas contra los centauros que se aventuraban a entrar en ellos.

—Lamento decir, noble hijo de Cronos —añadió—, que no nos hace felices comprobar que los humanos quieren convertirse en una especie de falsos centauros. Bastante humillación es que esas innobles criaturas se atrevan a uncir a sus carros a nuestros nobles parientes y los fustiguen. Pero ahora osan hacer algo aún más pervertido. Los hombres y, aún peor, ¡las mujeres! se atreven a montar a horcajadas sobre los lomos de los caballos.

El gesto de Zeus delataba cada vez mayor cansancio. Aunque escuchaba y asentía, su mente parecía estar en otra parte. Los hombres, los hombres, pensó Atenea: ése era el problema. Zeus había decidido favorecerlos porque parecían la raza más débil de todas. Pero luego, al crecer en número como las arenas de la playa y volverse fuertes, se habían hecho insolentes.

Los hombres, creados a imagen y semejanza de los olímpicos. Atenea también los amaba, pero no podía negar que su desmesurada ambición empezaba a ser un problema muy grave.

—Noble Quirón —contestó Zeus con sincero aprecio—, puedes volver con los tuyos y tranquilizarles. Sabré encontrar una solución para que todas las razas que moran bajo el cielo convivan en paz y armonía.

El dios-centauro agachó la cabeza.

—Confío en tu sabiduría, hijo de Cronos. Pero los más jóvenes de entre los centauros están deseando declarar la guerra a los humanos. Si las cosas siguen así, no sé cuánto tiempo podré contenerlos antes de...

Un agudo relincho interrumpió las palabras de Quirón. Todos alzaron la cabeza hacia el cielo al reconocer el reclamo de un hipogrifo. Un carro alado que venía desde el sur bajaba desbocado hacia los dioses. Nadie, salvo Zeus, tenía permitido sobrevolar aquellas terrazas del Olimpo. El rey de los dioses se puso en pie y bajó los escalones del estrado con gesto contrariado, alzando la mano derecha para fulminar al insolente. Pero Atenea reconoció el carro y corrió hacia Zeus para sujetarle el codo.

—Tranquilo, padre. Es Zagreo —susurró.

—¡Por los anillos de Urano, ese insensato ha elegido un mal día para poner a prueba mi paciencia!

—Aguarda un momento. Si vas a castigarlo, mejor será en privado. No debes dar rienda suelta a tu cólera delante de todos los dioses.

Zeus miró a su hija a los ojos, cerró los dedos y bajó la mano.

—Tienes razón, como siempre. Pero si se ha atrevido a venir borracho otra vez, te aseguro que lo va a lamentar.

Quirón hizo una corveta y se apartó de un salto para dejar sitio a los hipogrifos. Las bestias venían tan asustadas que se posaron de golpe, el carro rebotó sobre sus ruedas y se volcó sobre las losas. El ocupante del vehículo cayó de espaldas, pero no soltó el objeto que llevaba, una caja de madera que acunaba contra su pecho. Atenea, que gozaba de una memoria perfecta, lo reconoció. Era Glauco, uno de los numerosos hijos del rey de Creta, y no precisamente el mejor guerrero entre ellos.

Zeus, Atenea y Apolo se acercaron al carro, mientras entre la multitud de dioses corrían murmullos y comentarios. Atenea agarró al hombre por los brazos y lo levantó. Tenía los labios amoratados de frío, escarcha en las cejas y el cabello y tiritaba sin control.

—¿Qué significa esto, mortal? —preguntó Zeus—. ¿Qué haces tú en el carro de un dios?

Glauco intentó contestar, pero estaba tan aterido que era incapaz de pronunciar palabra. Atenea lo zarandeó.

—Déjame a mí —dijo Apolo.

El dios sanador le puso la mano en la cabeza y salmodió algo. Sus dedos se iluminaron como si el icor que corría por ellos fuera incandescente. La escarcha del pelo de Glauco se fundió, sus labios recobraron el color y poco a poco dejó de tiritar.

—Mi señor... padre de los dioses —articuló por fin—. Ha sido horrible. Él me ha obligado a traer esto.

—¿A qué te refieres?

—Lo que hay en la caja... Perdóname, mi señor... Yo no...

Zeus le quitó la arqueta de las manos y la abrió.

—¡Por las barbas de Cronos! ¿Qué infiernos es esto?

Dentro de la caja había un corazón. No era rojo como el de los humanos, sino ambarino: aquel órgano bombeaba icor de dioses en vez de sangre. Arrancado de su pecho, aún seguía latiendo en vano. Zeus cerró la tapa y dirigió a Glauco una mirada tan terrible que ni una Gorgona habría logrado superarla.

—Es Za-Zagreo —dijo Glauco—. Es su corazón.

—Ya veo que es un corazón. ¿Dónde está el resto de mi sobrino?

—Él lo hizo, mi señor.

—¿Quién? ¿De qué demonios hablas?

—Tifón, mi señor. Tifón se ha comido al dios Zagreo...

Zeus apretó los ojos. Atenea creyó ver una lágrima en ellos, pero sólo fue un reflejo momentáneo. Después, las cejas de Zeus se juntaron y un trueno estalló a lo lejos.

No sé quién es ese Tifón, pensó Atenea. Pero no me gustaría estar ahora en su pellejo.

Padre, sobrano y amante

La asamblea terminó de forma caótica. Las amenazas del gigante y las quejas de ninfas y centauros habían excitado la curiosidad de las divinidades, pero nada había causado tanto efecto como la irrupción del carro alado conducido por un auriga mortal. Aunque Zeus prohibió hablar a todos los que habían escuchado de cerca las palabras de Glauco, para cuando cerró la caja que contenía el corazón de Zagreo ya corrían comentarios de lo ocurrido entre las Musas y las Carites, y desde allí alcanzaron los últimos rincones del Buleuterión. Los dioses no querían disolver la asamblea de ninguna manera, aunque Zeus ya se había retirado al interior del palacio del Cranón. Atenea tuvo que acudir de un lado a otro desmintiendo rumores, disolviendo corrillos e insistiendo en que cada divinidad debía volver a su morada.

—¿Es verdad que un monstruo ha devorado a Zagreo? —le preguntó un sátiro de orejas puntiagudas.

Atenea se dio cuenta de que los demás dioses del círculo esperaban su respuesta con espanto, pero también con curiosidad morbosa. Había muy pocas cosas que pudieran amenazar a los inmortales, y menos a los que se sentaban entre los grandes.

—¿Quién os ha contado esa tontería? —respondió—. Volved a vuestro hogar tranquilos. El padre Zeus nos protege a todos.

Después tomó su propio carro para llevar a Quirón al pie del Olimpo, por ahorrarle la bajada por el puente del Arco Iris. Durante todo el trayecto, el viejo dios-centauro estuvo quejándose con fatigosa insistencia de los malos tiempos que corrían. Cuando Atenea lo dejó por fin en el camino que llevaba a Macedonia, Quirón se despidió con un último comentario.

—Los humanos montados a caballo. ¡Hasta dónde vamos a llegar!

Atenea, cansada de discutir con unos y otros, no contestó. Sabia que a algunos dioses, como su tío Poseidón, que a pesar de reinar en el mar era muy aficionado a los caballos, les parecía un sacrilegio que los humanos se atrevieran a aposentar sus nalgas sobre los lomos de aquellos nobles animales. Pero ella no acababa de comprender la razón, ni qué tenía que ver eso con que se perdiera también el respeto a los dioses.

Tras dejar a Quirón, Atenea volvió a su morada. Allí dejó que su criada Frixa la bañara y la ayudara a vestirse. Esta vez escogió un sencillo peplo. La sirvienta no hacía más que mirarla sin parpadear, como si quisiera decirle algo.

—¿Pasa algo, Frixa?

—Nada, señora. Sólo que se comenta que ha ocurrido algo grave.

—Son asuntos de dioses, Frixa. No tienes por qué preocuparte.

Pero los ojos de la criada seguían fijos como los de una lechuza, el animal consagrado a su ama.

—Mi señora eligió una ropa preciosa para la asamblea de los dioses. ¿Cómo no me dijo nada? Debió ser muy difícil abrocharse sola todos los botones de los hombros.

—Nada es difícil para Atenea. Y ahora déjame sola. Tengo que pensar.

Frixa salió en silencio.
Mujer entrometida
, pensó Atenea. ¿Sospecharía que alguien había compartido el lecho de su ama esa misma noche? No le agradaba el énfasis con que había subrayado la palabra
sola
.

Terminó de arreglarse en el telar, mientras inspeccionaba un tapiz a medio hacer. Lo estaba tejiendo para la boda de Procris, hija de Erecteo, el rey de Atenas. La escena que en él se representaba no habría sido del agrado de Poseidón, pues aparecía ella misma en actitud de clavar la lanza en el suelo de la Acrópolis, mientras Poseidón enarbolaba su tridente para hacer brotar el manantial de agua salada.

Ya vestida, se dirigió al palacio de su padre, atravesando el laberinto de salas y pasajes del Olimpo. Por encontrarse con menos dioses, caminó por una pasarela exterior que bordeaba la Aguja Sur. A sus pies, miles de codos más abajo, se había abierto un pequeño claro en la sempiterna capa de nubes que separaba Pirgos de la masa rocosa del monte, y por él se vislumbraba el reflejo dorado del sol en las cúpulas de Hieróptolis. La visión de la ciudad de los hieródulos le recordó a su criada. ¿Cuántos años llevaba Frixa con ella? No estaba muy segura, pero no debían quedarle demasiados para cumplir los ciento veinte y dormir el sueño eterno.

En cualquier caso, calcular los años de la vida de un humano era una pérdida de tiempo para una diosa.

Atenea giró a la derecha y abandonó la pasarela para seguir por una galería acristalada. Su camino la condujo a un patio rodeado por columnas de mármol rosado. Esperaba encontrarlo vacío y se dispuso a atravesarlo. Pero la celosía que cubría uno de sus lados le tapaba la vista, de modo que cuando bajó la escalinata que llevaba al jardín se topó de improviso con un grupo de diosas que compartían un refrigerio alrededor del estanque. Allí estaban Hera y Deméter, junto con la silenciosa Hestia, que se había cubierto con un velo azafrán para que la luz del sol no cayera sobre su cabeza. Era raro ver a las tres hermanas juntas.

También estaba Perséfone, que no parecía muy afectada tras haber visto cómo la única parte de Zagreo que llegaba a la asamblea de los dioses era el corazón. Atenea sabía que las reacciones de su hermanastra eran, cuando menos, excéntricas, y que la familiaridad con el mundo de los muertos la había vuelto aún más fría e insensible; pero en cualquier caso se trataba de su hijo, y de un dios, no de un simple humano.

Vio además a Iris y a Angelia, una joven diosa, hija de Hermes, que ejercía de mensajera como su padre. También a Hebe, que tras escanciar ambrosía a las demás se había sentado junto a su madre Hera y removía con el dedo la bebida de su copa. Un poco más apartada, Ártemis se había acuclillado junto a un estanque para observar a los peces de colores.

Cuando apareció Atenea, todas se callaron.

—Discúlpame, Hera —dijo Atenea, inclinando la cabeza ante la reina del Olimpo—. No quería interrumpir vuestra reunión.

La esposa de Zeus le dedicó una sonrisa gélida.

—Oh, no es nada serio, querida. Sólo nos hemos juntado a charlar. Te habría invitado a esta reunión femenina, pero me han dicho que
tu padre
te ha hecho llamar. Además, ya sabemos que tu presencia es muy cara y no te agrada la charla ociosa.

A Atenea no le gustó el retintín con el que Hera había pronunciado la palabra
padre
, ni la forma en que rodeó los hombros de Hebe para demostrar que ella sí era hija del matrimonio legítimo de Zeus.

—¿Charla ociosa? ¿Vosotras? Lo dudo —dijo.

—¿Por qué? Ya sabes que nos gusta hablar de cosas inofensivas. Cosas de diosas, como bodas, perfumes, vestidos. No tienen nada que ver con el gobierno del mundo y esos asuntos tan importantes que tratáis vosotros en la Atalaya.

—Si son tan inofensivas, ¿por qué os habéis callado de golpe cuando he entrado?

—Porque estábamos hablando mal de ti, hermanita —contestó Ártemis, incorporándose. Sobre la palma de su mano, un pececillo naranja boqueaba desesperado.

Atenea lanzó la mano, rápida como un áspid, le quitó el pez a su hermanastra antes de que pudiera reaccionar y lo devolvió al estanque.

—De ti no me esperaría otra cosa. Disculpadme, pero no tengo más remedio que cruzar por en medio...

Atenea pasó entre los asientos, saludando con la barbilla a Deméter y Hestia, a quienes debía rendir respeto como Segundas Nacidas. Cuando subía la escalerilla que salía del jardín, oyó la voz de Artemis a sus espaldas: «Machorra».

¿Y se atrevía a llamarla machorra? ¿Ella, que se bañaba desnuda con sus ninfas a la luz de la luna, y que sólo era virgen si se entendía como tal no haber admitido el miembro de un hombre entre sus piernas?
Quién va a hablar
.

En cualquier caso, no creía en la excusa de Ártemis. ¿Que estaban hablando mal de ella? Era muy posible. De aquel grupo, tan sólo se llevaba bien con Deméter y su hija Perséfone, y aún así dudaba de que la apreciaran tanto como para defenderla de las críticas ajenas. Pero su intuición le decía que aquélla no era la razón, que a Ártemis se le había ocurrido esa insolencia para salir del paso. Algo debían de traerse entre manos cuando incluso la elusiva Hestia se había reunido con ellas.

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