El señor de los Lobos se había marchado por su cuenta para llevar a cabo tareas que sólo él conocía. Había sido él quien, con la sabiduría que poseía por ser uno de los andains, un hijo de un dios, y con la sutileza inherente a su propia naturaleza, había concebido y dirigido el ataque contra los paraikos en Khath Meigol.
Si es que se podía llamar a aquello un ataque. Los gigantes, por su naturaleza, no podían sentir ni cólera ni agresividad. Su única respuesta a la guerra era el inviolado hecho de que derramar su sangre acarreaba la maldición que los injuriados gigantes escogieran invocar.
Ese era el auténtico y literal sentido de la maldición de sangre, que no tenía nada que ver con las supersticiones de fantasmas que, armados de colmillos, se creía vagaban por Kharh Meigol.
O por lo menos eso se había repetido a sí mismo constantemente el señor de los Lobos durante los días en que permaneció en aquellos parajes, mientras que los svarts y los urgachs acorralaban como ovejas a los paraikos en las cuevas, para que se asfixiaran con el humo letal de las hogueras que astutamente él había ordenado encender.
Sólo se había quedado allí unos pocos días, pero la verdadera razón de su prisa era un secreto que sólo él conocía. Había tratado de convencerse a sí mismo de lo que les había dicho a los demás: que su partida se debía a exigencias de la guerra; pero había vivido demasiado tiempo y había acumulado demasiada experiencia como para engañarse a si mismo.
La verdad era que los paraikos lo inquietaban de una forma tan subconsciente que su razón no podía llegar a entender. En cierto modo, se interponían en su camino como enormes obstáculos para su único e insaciable deseo: la aniquilación total y definitiva. No acababa de entender cómo podían oponérsele, pues el pacifismo era el principal rasgo entretejido en su naturaleza, pero lo cierto era que lo intranquilizaban y lo perturbaban como ninguna otra criatura en Fionavar o en cualquier otro mundo, con la única excepción de su padre.
Por eso, como no podía matar a Cernan de las Fieras, concibió el plan de destruir a los paraikos en las cuevas de sus montañas. Cuando los fuegos estuvieron encendidos y los svarts y los urgachs se hubieron enterado por fin de que no podían derramar su sangre -
cosa en realidad innecesaria de recordárselo, pues incluso los estúpidos svarts vivían aterrorizados por la maldición de sangre-, Galadan se había alejado del frío de las montañas y del incesante canto que salía de las cuevas.
Estaba al este de Gwynir cuando sorprendentemente la nieve había empezado a derretirse. De inmediato había empezado a reunir los lobos del bosque, en espera de la orden de ataque. Acababa de enterarse de la matanza sufrida en el bosque de Leinan, cuando Avaia, glorioso y maligno, había descendido para decirle que un ejército se disponía a cruzar el puente Valgrind camino de Celidon.
Rápidamente había llevado a sus lobos al límite este de la Llanura. Había cruzado el río Adein por el desfiladero de Edryn sin ser visto, y después, calculando con exactitud el tiempo, había llegado al escenario de la batalla y se había precipitado contra el flanco derecho de los dalteis. No había esperado que los lios estuvieran allí, pero eso fue sólo un motivo de alegría, de auténtico deleite: los matarían a todos juntos.
Lo habrían hecho, si la Caza Salvaje no hubiera aparecido de pronto en los cielos. En el ejército de la Oscuridad sólo él sabía quién era Owein. Sólo él alcanzaba a comprender lo que había ocurrido. Y sólo él colegía lo que subyacía en el grito que había detenido la matanza. Sólo él en aquel ejército sabía de quién era aquella voz.
Al fin y al cabo, era el hijo del hermano de ella.
Le había costado comprenderlo, pero inmediatamente después se había dado cuenta del peligro. Y, en medio de aquel pandemónium, en su mente había empezado a tomar forma un pensamiento incompleto, poco más que una chispa que apuntaba una posibilidad. Luego, anulando ese pensamiento, como si no fuera suficiente y más que suficiente, lo asaltó una intuición -en las que había aprendido a confiar-, una vibración que procedía de lo que en su naturaleza había de divinidad, como hijo que era de Cernan.
Cuando hubo pasado la fía cólera del combate y después el caos de la huida, Galadan se fue haciendo progresivamente consciente de que algo estaba sucediendo en el bosque.
De repente sintió la acuciante necesidad de reflexionar. Necesitaba estar solo. Siempre lo necesitaba -sobre todo desde que estaba tan próximo a ver realizado lo que durante tanto tiempo había deseado-, pero ahora era su mente consciente, no su alma, la que precisaba esa soledad. Por eso, al abrigo de las sombras del alba, se había separado sin ser visto del ejército, y la salida del sol lo había sorprendido cabalgando en solitario.
Poco después del amanecer, se detuvo para observar la Llanura. El panorama llenó de placer su corazón. Excepto aquella nube de polvo que, ya estaba deshaciéndose allá lejos, en el norte, no había signo alguno de vida, excepto la yerba, que pudiera perturbarlo. Parecía casi como si hubiera alcanzado la meta anhelada desde hacia mil años.
Casi. Esbozó una débil sonrisa. La ironía era un rasgo característico de su alma y no le permitía perderse en ensoñaciones durante demasiado tiempo. Su anhelo era demasiado antiguo, estaba arraigado demasiado profundamente como para que se dejara engañar por sueños.
Recordaba muy bien el instante mismo en que sus designios habían tomado forma, cuando se había aliado con el Desenmarañador, después de que Lisen del Bosque hubiera enviado a través de Pendaran el mensaje de que había unido su destino y había entregado su amor a Amairgen Rama Blanca, un simple mortal.
Aquella mañana él se encontraba en el bosque de Pendaran dispuesto a celebrar con los otros poderes de éste la muerte, a manos de Lisen, de aquel hombre que había osado penetrar en el bosquecillo sagrado.
Pero había sucedido algo muy diferente. Todo había sucedido de forma muy diferente.
Había ido a Starkadh, una vez nada más, pues en aquel lugar él, que era con mucho el más poderoso de los andains y por eso se sentía arrogante y fuerte, se había visto obligado a humillarse ante la avasalladora enormidad del poder. Ni siquiera había sido capaz de ocultar sus pensamientos a Maugrim, que se había echado a reír.
Había tenido que reconocer que no podía tener secretos para él y, pese a eso, había sido aceptado, con cierto regocijo, como lugarteniente de la Oscuridad. Aunque Rakoth sabía perfectamente hasta qué punto los designios de él diferían de los suyos, no había parecido importarle demasiado.
Galadan se había dicho a sí mismo que los designios de ambos convergerían durante un tiempo, y aunque no podía ni remotamente compararse con el Desenmarañador -nadie podía-, antes de que llegara el final pensaba que podría encontrar la manera de destruir el mundo que Maugrim quería dominar.
Había servido bien a Rakoth. Había comandado el ejército que había acorralado a Conary hacia ya mucho tiempo junto a la playa de Sennett. El en persona, bajo la apariencia de lobo, había matado a Conary, y habría ganado la batalla, y por tanto la guerra, si Revor de la Llanura no se hubiera presentado de improviso, quién sabe cómo, a través de las nieblas de Danilth, para empujar la marea del combate hacia el norte, hasta los mismos muros de Starkadh, donde se libró la última batalla. El mismo, malherido, a duras penas había escapado con vida de la espada vengadora de Colan.
Todos habían creído que había muerto, y casi había sido así. Se había refugiado, muerto de frío, en una cueva al norte del río Umgarch y allí había sido cuidado por sus lobos. Durante mucho tiempo había permanecido escondido, ahogando su poder tanto como le era posible, mientras los ejércitos de la Luz llevaban a cabo sus parlamentos ante la Montaña y Ginserat fabricaba los centinelas de piedra y, con la ayuda de los enanos, forjaba la cadena que ataría a Rakoth en las entrañas de Rangat.
Durante aquellos interminables años de espera había seguido sirviendo a la Oscuridad, pues había hecho esa elección y había escogido su propio camino. El fue quien encontró a Avaia, también medio muerto. El cisne se había escondido en el helado reino de Fordaetha, la reina de Rúk, cuyo helado tacto causaba instantáneamente la muerte a espíritus menos fuertes que los andains. Con sus propias manos había cuidado al cisne negro hasta que hubo recobrado la salud, en la corte de aquella helada reina. Fordaetha había querido casarse con él, y rechazarla le había proporcionado placer.
También había sido suya la sutil estratagema mediante la cual había persuadido al inocente y justo espíritu de las aguas del lago Llewen a entregarle sus más hermosos cisnes. Le había dado una razón convincente: ocultando su identidad, le había dicho que deseaba fervorosamente llevar algunos cisnes al norte del lago Celyn, en los confines de la desolada región de Andarien. Y el espíritu, sin sospechar lo más mínimo, había confiado en él y le había dejado llevarse los cisnes.
Sólo necesitaba a algunos: los machos. Los había llevado al norte, pero más allá de Celyn, hasta las montañas surcadas de glaciares allende el río Ungarch; allí se habían apareado con Avaia. Luego, cuando hubieron muerto, Avaia, que sólo podía morir asesinada, se había apareado con las crías, y había continuado haciendo lo mismo año tras año, hasta reunir la camada que había oscurecido los cielos la tarde de la víspera.
El espíritu del lago Llewen nunca supo lo sucedido ni sospechó quién era en realidad él. Quizás lo adivinó, pues, en los años que siguieron, el lago, en otro tiempo acogedor y placentero, se había vuelto oscuro y se había poblado de malas yerbas, e incluso en Pendaran, que era un lugar tenebroso, se decía que estaba encantado.
Pero todo esto no le había reportado ninguna alegría. Nada lo había hecho desde Lisen. Una vida larga, muy larga, con un único e implacable designio.
También había sido él quien había liberado a Rakoth. Con infinita paciencia había escogido y luego corrompido a los dos hermanos enanos, Kaen y Blod; había alimentado el amargo odio de Metran de los Garantae, primer mago de Brennin; y por último había cortado con la espada la mano de Maugrim, puesto que no había modo alguno de romper la cadena de Ginserar.
Después había corrido con Rakoth -un lobo junto a una nube de maldad que goteaba y gotearía para siempre negra sangre- hasta los escombros de Starkadh. Allí había contemplado cómo Rakorh Maugrim mostraba todo su poder -más grande allí que en ningún otro de los mundos, pues allí era donde por primera vez se había mostrado- y reconstruía de nuevo el zigurat que era la primera y la última sede de su poder.
Cuando estuvo erigida otra vez aquella destructora mole entre el hielo, cuando se hubieron encendido sus mortecinas luces verdes, Galadan permaneció inmóvil frente a las impresionantes puertas, pese a que estaban abiertas para él. Con una vez había tenido bastante. En todos los demás lugares era dueño de su mente. Sabia que en cierto modo su resistencia no tenía sentido, porque Maugrim en tan sólo un instante, hacía mil años, había conocido de Galadan todo lo que jamás hubiera tenido que conocer. Pero desde otro punto de vista, la inviolabilidad de sus pensamientos era lo único que seguía teniendo sentido para el señor de los Lobos.
Así pues, se había detenido ante las puertas, y allí había recibido su recompensa, la imagen nunca vista y nunca conocida de la venganza de Maugrim contra los lios alfar por ser lo que eran: la imagen del Traficante de Almas en el mar, que los acechaba mientras navegaban hacia el Oeste buscando el mundo que les había sido prometido, y los destruía de uno en uno, de dos en dos, para apropiarse de sus voces y sus cantos como cebo para atrapar a los que venían detrás. A todos los que venían detrás.
Era perfecto. Estaba más allá de la perfección. La malignidad usaba lo más profundo de la esencia de los Hijos de la Luz para labrar su perdición. Galadan sabía que nunca podría aprovecharse de un ser tan pavoroso. Por muy grande que fuera su propia astucia, jamás podría parangonarse a la suya. Por encima de todo, aquella imagen servía para recordarle quién era Rakorh, ahora que estaba otra vez libre, y de lo que sería capaz de hacer.
Pero era también una recompensa, que además no tenía nada que ver con los lios alfar.
La visión se había dibujado con nitidez en su mente. Rakoth se la había hecho ver de forma muy clara. Había visto vívidamente al Traficante de Almas: su tamaño y color, su enorme y horripilante cabeza. Había podido distinguir los cánticos. Había visto sus ojos sin párpados. Y clavado en medio de los ojos, el bastón, el bastón blanco.
El bastón de Amairgen Rama Blanca.
Y de este modo, por primera vez, supo cómo había muerto. No sintió alegría. No podría sentirla nunca, pues tales emociones no estaban a su alcance. Pero aquel día, ante las abiertas puertas de Starkadh, había sentido en su interior cierto alivio, algo parecido a la tranquilidad, que era todo lo más que podía sentir.
Ahora, solo en la Llanura, trató de evocar otra vez aquella imagen, pero se le había emborronado y ya no le causaba satisfacción. Sacudió la cabeza. Habían sucedido demasiadas cosas. Las implicaciones del retorno de Owein con la Caza Salvaje eran muy graves. Tenía que encontrar el modo de hacerles frente. Pero sabía que primero tendría que vérselas con la otra cosa, con la intuición de lo que sucedía en el Bosque, que era más apremiante que cualquier otra.
Por eso se había detenido. Para conseguir la tranquilidad necesaria que le permitiera aprehender aquella intuición que había aparecido al borde de su conciencia.
Por un momento pensó que se trataba de su padre, cosa que hubiera tenido mucho sentido. El nunca se acercaba a Cernan, y su padre, desde una noche poco antes del Bael Rangat, no había intentado jamás ponerse en contacto con él. Pero la sensación que había experimentado aquella mañana era lo bastante intensa, lo bastante cargada de ecos y sombras de emociones tan largo tiempo perdidas, que pensó que debía de tratarse de la llamada de Cernan. En cierto modo, el bosque formaba parte de su naturaleza.
Debía de tratarse…
Y en aquel preciso instante supo de qué se trataba. No era, desde luego, su padre.
Pero de pronto encontró una explicación más que razonable para la intensidad de aquella sensación. Con una expresión en su rostro que ningún ser vivo había visto jamás, Galadan desmontó de un salto de lomos del slaug. Se puso la mano sobre el pecho e hizo un gesto. Luego, poco después, con la apariencia de un lobo, empezó a correr a una velocidad que superaba la del slaug, dirigiéndose hacia el oeste tan rápidamente como podía, sin acordarse de la batalla ni de la guerra.