Pese a todo eso. Ella era quien era, y la piedra era salvaje y exigía que la naturaleza de los paraikos fuera destruida para que pudieran combatir contra Maugrim. No sabía de qué serian capaces. Semejante clarividencia reparadora no estaba a su alcance. Con corrosiva amargura pensó que eso habría hecho las cosas más fáciles, ¿o quizás no?
Nada le resultaba fácil, a ninguno de ellos, corrigió en su interior. Pensó en Arturo. En Paul, junto al Arbol del Verano. En Ysanne. En Kevin, sobre la nieve de Dun Maura. En Finn y en Tabor, que en esos momentos estaba tras ella. Luego pensó en Jennifer, en Starkadh, en Darien, y entonces rompió a hablar:
-Ruana, sólo el Tejedor y quizás los dioses saben sí algún día seré perdonada por lo que ahora debo hacer.
Tras la sonoridad del kanior, su voz sonaba aguda y áspera. Parecía rasgar el silencio.
Ruana la miró desde su altura, sin decir nada, expectante. Estaba muy débil; ella podía ver los signos de la fatiga grabados en su rostro.
Sabía que todos hubieran sido destruidos por la debilidad y el hambre. Fáciles presas, añadió su amargura interior. Sacudió la cabeza como para alejar ese pensamiento. Tragó saliva porque sentía la boca seca. Vio que Ruana miraba el Baelrath, que estaba vivo, que la acuciaba.
-Quizá desees no haber cantado la canción de salvación para llamarme -dijo-. Pero tal vez la Piedra de la Guerra me habría conducido hasta aquí aunque hubieras permanecido en silencio. No lo sé. Pero si sé que he venido no sólo para liberaros, sino para arrastraros, por el poder que llevo en mi mano, a la guerra contra Rakoth Maugrim.
Se levantó un murmullo entre los paraikos congregados en torno a ellos, pero no vio ningún cambio en los graves ojos de Ruana.
-No podemos ir a la guerra, vidente -dijo en voz muy baja-. No podemos luchar, no podemos odiar.
-¡Entonces debo enseñaros yo! -gritó ella, sobreponiéndose a la pena que la desgarraba por dentro, mientras la Piedra de la Guerra brillaba con más fuerza que nunca.
Sentía verdadero dolor. Mirando su mano vio la piedra como un retorcido nido de fuego, más brillante que las fogatas, tan resplandeciente que casi resultaba difícil mirarla.
Casi. Pero ella tenía que mirarla y lo hizo. El Baelrath era su poder, salvaje e inmisericorde, pero también eran de ella la voluntad y el conocimiento, y su sabiduría de vidente necesitaba poner el poder en movimiento. El anillo estaba respondiendo a la necesidad, a la guerra, a las intuiciones entrevistas en los sueños, pero necesitaba de la voluntad de ella para desatar todo su poder. Por eso ella cargó con el peso de la responsabilidad, aceptó el precio del poder y, mirando el corazón de fuego que envolvía su mano, le envió una imagen mental y contempló cómo el Baelrath la devolvía, encarnada, suspendida en el aire cercado por el corro de los paraikos. Una imagen que enseñaría a los gigantes a odiar y que los apartaría de su santidad.
La imagen de Jennifer Lowell, a quien ahora conocían como Ginebra, desnuda y sola en Starkadh, a merced de Maugrim. Luego vieron al Desenmarañador, inmenso bajo su manto encapuchado, sin rostro, sólo con ojos. Vieron su mano mutilada y contemplaron cómo la alzaba sobre el cuerpo de ella para que la goteante sangre negra la quemara, y Kimberly sintió que ella también se quemaba ante aquella imagen. Oyeron que Jennifer hablaba, desafiante en aquel impío lugar; oírla rompía el corazón; oyeron que él reía y caía sobre ella con todo su horror. Después contemplaron cómo él empezaba a adoptar distintas apariencias, oyeron lo que decía y comprendieron que estaba desgarrando la mente de ella para encontrar la forma de torturarla.
Las imágenes se sucedieron durante un buen rato. Kim sintió sucesivas oleadas de náuseas, pero se esforzó por seguir mirando. Jennifer había estado allí, había vivido aquel horror y había sobrevivido, y los paraikos estaban siendo despojados de su alma colectiva por el horror de aquellas imágenes. No podían dejar de mirar; el poder del Baelrath los obligaba a hacerlo, y por eso ella debía seguir mirando también. Sabia que era una penitencia en el más trivial sentido de la palabra, una expiación buscada donde seguramente no podía hallarse ninguna. Siguió mirando. Vio aparecer en la imagen a Blód el enano y lamentó que Brock tuviera que contemplar aquella suprema traición.
Lo vio todo, hasta el final.
Después, un absoluto silencio reinó en Khath Meigol. No se oía ni siquiera respirar.
Sentía su alma entumecida, magullada, ansiosa de sonidos: el canto de los pájaros, el susurro del agua, la risa de los niños. Necesitaba luz. Una luz más calurosa y más amable que la de las llamas de las fogatas, la de las estrellas de la montaña, la de la Luna.
Pero nada de eso le estaba concedido. Al contrario, era consciente de algo más. Desde el momento en que se habían internado en Khath Meigol, los había invadido el miedo: se habían dado cuenta de la presencia de los muertos en toda su sacrosanta inviolabilidad, preservando aquel lugar con la maldición de sangre entretejida en su naturaleza. Nada más.
No lloró. Aquello sobrepasaba el simple dolor. Alcanzaba el genuino tejido del Tapiz en el Telar. Extendió la mano derecha y la cerró sobre su pecho; su simple contacto laceraba y producía dolor. El Baelrath ardía sin llama, parecía un ascua que resplandeciera en las profundidades de un abismo.
-¿Quién eres tú? -preguntó Ruana con la voz rota-. ¿Quién eres tú para habernos hecho esto a nosotros? Habría sido preferible morir en las cuevas.
Sus palabras la hirieron en lo más profundo. Abrió la boca, pero no emitió sonido alguno.
-No -contestó por ella Brock, el leal y tenaz Brock de Banir Tal-, no, pueblo de los paraikos.
Su voz era débil al empezar a hablar, pero iba haciéndose más segura con cada palabra.
-Sabéis perfectamente quién es y conocéis la natura- leza de su poder. Estamos en guerra, y la Piedra de la Guerra de Macha y Nemain reclama lo que necesita. ¿Acaso podéis valorar vuestro pacifismo hasta el punto de que aceptéis el dominio de Maugrim?
¿Cuánto tiempo podríais sobrevivir si nos fuéramos de aquí y fuéramos aniquilados en la guerra? ¿Quién podría recordar vuestra santidad si todos vosotros y todos nosotros resultáramos muertos o convertidos en esclavos?
-El Tejedor -replicó Ruana con suavidadd.
La respuesta desconcertó a Brock, pero sólo por un momento.
-Y también Rakoth -dijo-. Y acabáis de oír su risa, Ruana. Aunque el Tejedor haya dibujado vuestro hado con la sacrosanta inviolabilidad, ¿no podríais cambiar con la imagen que acabáis de ver esta noche? ¿No podríais odiar la Oscuridad como nosotros lo hacemos? ¿No podríais uniros al ejército de la Luz como nosotros? Con seguridad ése es vuestro auténtico hado, pueblo de Khath Meigol. Un hado que os permite crecer cuando urge la necesidad, por muy amargo que sea el dolor; que os permite salir del escondite de vuestras cuevas y uniros a todos nosotros, en todos los mundos del Tejedor afligidos por la Oscuridad.
Acabó de hablar en tono muy enérgico. De nuevo se hizo el silencio.
-Estamos destruidos -dijo una voz en el corro de los gigantes.
-Hemos perdido la maldición de sangre.
-Y el kanior.
Se levantó un lamento angustiado por la pena y la pérdida.
-¡Alto! -dijo otra voz, ni la de Ruana, ni la de Brock, sino la de Dalreidan-. Pueblo de los paraikos, perdonad mi atrevimiento, pero tengo que haceros una pregunta.
Poco a poco se acalló el lamento. Ruana inclinó la cabeza hacia el proscrito de la Llanura.
-En lo que habéis hecho esta noche, en la inconmensurable acción de esta noche, ¿no habéis advertido un adiós? En el kanior que reunió y lloró a los paraikos de todos los tiempos, ¿no pudisteis distinguir una señal que el Tejedor os dibujó, la señal de un final que tenía que llegar?
Conteniendo el aliento, apretando en un puño la mano quemada, Kim permanecía expectante. Por fin habló Ruana.
-Sí -dijo, mientras un susurro como el del viento entre los árboles se extendía por la desnuda plataforma-. Me di cuenta de eso cuando vi aparecer a Connía en todo su esplendor. El fue el único de nosotros que se alejó de aquí para vivir en el mundo, más allá de este desfiladero, después de que hubo encadenado a la Caza a su eterno sueño, lo cual fue considerado por nuestro pueblo como una transgresión, pese a que el mismo Owein le había rogado que lo hiciera. Y luego construyó la Caldera para rescatar de la muerte a su hija, lo cual fue un pecado imperdonable que le acarreó el exilio. Cuando lo vi esta noche, con todo su poder entre los muertos, supe que se avecinaba un cambio.
Kim exhaló un suspiro, un grito de alivio escapado de su dolor.
Ruana la miró. Con cuidado se levantó para erguirse ante ella en medio del círculo.
-Perdona mi dureza -dijo-. Ese deseo ha sido más doloroso para ti que para nosotros.
Ella sacudió la cabeza, incapaz de articular palabra.
-Nos iremos de aquí -continuó-. Ha llegado la hora. Dejaremos este lugar y tomaremos parte en lo que tenga que suceder. Pero escúchame bien -añadió- y tenlo por seguro: no mataremos.
Ella se levantó y por fin las palabras acudieron a su boca:
-Lo tengo por seguro -replicó y era la vidente de Brennin quien hablaba ahora-. Y no creo que tengáis que hacerlo. Habéis cambiado, pero no hasta ese punto, y creo que no todos vuestros dones están perdidos.
-No todos -repitió él con aire grave-. Vidente, ¿dónde quisieras que fuéramos? ¿A Brennin?, ¿a Andarien?, ¿a Eridu?
-Eridu no existe -dijo Faebur, que hablaba por primera vez, al tiempo que Ruana se volvía para mirarlo-. La lluvia de muerte cayó allí durante tres días, hasta esta misma mañana. Con seguridad no debe de haber quedado nadie en ninguno de los parajes del León.
Al mirar a Ruana, Kim vio que algo cambiaba en sus ojos.
-Conozco bien esa lluvia -dijo-. Todos nosotros. Forma parte de nuestros recuerdos.
Una lluvia de muerte fue el principio de la ruina de Andarien. Y entonces sólo cayó durante unas horas. Maugrim no era tan poderoso todavía.
Venciendo con visible esfuerzo la fatiga, se irguió.
-Vidente, ése es el primer papel que jugaremos. Después de la lluvia llegará la peste, y no habrá esperanza de retornar a Eridu hasta que los muertos estén enterrados. Pero la peste no dañará a los paraikos. No te has equivocado: no hemos perdido todos los dones que el Tejedor nos concedió. Sólo la maldición de sangre y el kanior, que estaban dibujados en el pacifismo de nuestros corazones. Pero nos quedan otros poderes, y la mayoría de ellos tienen que ver con la muerte, como la Caldera de Connía. Por la mañana partiremos rumbo al este, para limpiar los muertos por la lluvia en Eridu, de forma que la tierra pueda florecer de nuevo.
Faebur lo miró.
-Gracias -musító-. Si alguno de nosotros sobrevive a la oscuridad de estos tiempos, vuestro gesto no caerá en el olvido.
Dudó un momento y luego prosiguió:
-Si cuando lleguéis a la casa más grande de la calle de los mercaderes de AkkaXze encontráis allí una mujer alta y delgada, cuyos cabellos en otro tiempo brillaron a la luz del sol con el color de los trigales…, sabed que se llamaba Arrian. ¿La enterraréis honrosamente en mi nombre?
-Así lo haremos -dijo Ruana con compasión infinita-. Y, si volvemos a encontrarnos, te diré dónde se encuentra su tumba.
Kim se volvió y se alejó del corro. Se apartaron para dejarla pasar; caminó hacia el borde de la plataforma y se detuvo allí, de espaldas a los demás, mirando la oscuridad de las montañas y las estrellas. Tenía la mano lacerada y dolorida y le molestaba el costado desde la víspera. El anillo se había apagado por completo; parecía dormir. Notaba que también ella necesitaba descansar. Los pensamientos se atropellaban en su mente, y algo más, demasiado borroso todavía para ser un pensamiento, comenzaba a tomar forma. Era lo bastante prudente para no forzar la visión que se acercaba; por eso había caminado hacia la oscuridad, para esperar.
Oía voces tras ella. No se volvió, pero no sonaban muy lejos, y no pudo menos que oírlas.
-Perdóname -estaba diciendo Dalreidan, al tiempo que carraspeaba nerviosamente-, pero ayer oí decir que las mujeres y los niños de los dalreis habían sido abandonados sin protección alguna en el último campamento junto al río Latham. ¿Es cierto?
-Sí -replicó Tabor.
Su voz sonaba remota y débil, pero contestaba con amabilidad al exiliado.
-Todos los jinetes de la Llanura han ido al norte, a Celidon. Un ejército de la Oscuridad fue avistado atravesando Andarien, hace tres noches. El aven trataba de cortarles el paso en el Adein.
Kim no sabia nada de eso. Cerró los ojos, tratando de calcular la distancia y el tiempo, pero no pudo. Elevó una silenciosa plegaria en la noche. Si los daireis estaban perdidos, todo lo que los demás pudieran hacer carecería de sentido.
-¡El aven! -exclamó débilmente Dalreidan-. ¿Es que tenemos un aven? ¿Quién?
-Ivor dan Banor -contestó Tabor, y Kim leyó el orgullo en su tono-. Mi padre.
Luego, como el otro permanecía silencioso, preguntó:
-¿Acaso lo conoces?
-Lo conocí -dijo Dalteidan-. Si eres su hijo, debes de ser Levon.
-Tabor. Levon es mi hermano mayor. ¿Cómo es que lo conoces? ¿De qué tribu eres?
En el silencio que siguió, Kim casi podía percibir la lucha del hombre consigo mismo.
-Yo no soy de ninguna tribu -fue toda su respuesta.
Los ecos de sus pasos se perdieron a medida que volvía al corro de los gigantes.
Kim pensó que no era la única que aquella noche cargaba con penas. La conversación la había distraído, estirando aquel persistente hilo que había aparecido en lo más recóndito de su conciencia. Se sumió de nuevo en sus pensamientos, buscando tranquilidad.
-¿Estás bien?
Imraith-Nimphais se acercaba en silencio; la voz tan cercana de Tabor la sobresaltó.
Pero esta vez se volvió, agradecida por la amabilidad de la pregunta. Era dolorosamente consciente de lo que les había hecho a los dos. Y lo fue aún más cuando hubo mirado a Tabor. Estaba pálido como un muerto, casi como otro fantasma de Khath Meigol.
-Creo que sí. ¿Y tú?
Él se encogió de hombros con un gesto de adolescente. Pero era algo más que un adolescente: se había visto obligado a ser mucho más. Ella miró la montura y vio que el cuerno, otra vez limpio, brillaba suavemente en la noche.