Pero al fin el logró dominarlos. No tenía poder para prevalecer sobre ellos, pero podía persuadirlos a veces, y esa noche lo consiguió por ella.
Luego salió de su morada, viajó a toda velocidad por sendas que sólo él conocía y llegó a Anor cuando se estaba levantando la Luna. Y emprendió la tarea de poner en orden aquel lugar que había permanecido desierto durante muchos años desde el día en que Lisen vio pasar un barco fantasma y se arrojó desde la balconada a los abismos del mar.
No había tanto que hacer como había imaginado, pues aquella torre había sido construida con amor y con singular maestría, y se había dotado a sus piedras de un poder mágico que las preservaba de la destrucción.
Nunca antes había estado allí; era un lugar que producía agudo dolor. Por un momento se detuvo en el umbral y titubeó, abrumado por los recuerdos. Luego empujó la puerta. A la luz de la luna examinó las habitaciones de la planta baja, destinadas al cuerpo de guardia. Las dejó tal como estaban y subió.
Sin dejar de oír ni un momento el rumor del mar, ascendió por los impecables peldaños de piedra de una escalera de caracol hasta el torreón que coronaba la torre, y entró en la habitación que había sido de Usen. Los muebles eran escasos pero exquisitos y extraños, obra de los artesanos de Daniloth. La habitación era amplia y espléndida, pues en su lado oeste no había pared, sino un ventanal, pulido con el arte de Ginserat de Brennin, que iba del suelo hasta el techo y que dejaba entrar la luz de la luna.
La parte exterior del cristal estaba manchada por las salpicaduras del mar. Avanzó hacia allí y abrió el ventanal. Las dos hojas se deslizaron suavemente hasta quedar ocultas en el muro curvo. Salió a la balconada. El mar resonaba turbulentamente y las olas rompían al pie de la torre.
Permaneció allí un buen rato, absorbido por penas, demasiado numerosas para poder ser encaradas de una en una. Miró a la izquierda y vio el río. Durante un año desde el día en que ella había muerto había fluido de color rojo al pasar junto al Anor, y así lo hacía todavía, todos los años, cuando llegaba el aniversario de aquel día. En otro tiempo ese río había tenido un nombre. Pero ya no tenía ninguno.
Sacudió la cabeza y se puso manos a la obra. Cerró el ventanal y, como tenía un poder más que suficiente para hacerlo, limpió los cristales. Luego volvió a abrirlo y lo dejó así, para que el aire de la noche penetrara en la habitación que había permanecido cerrada durante años. Encontró velas en un cajón y antorchas en el fondo de la escalera, madera que el Bosque concedía para que fuera quemada en ese lugar. Encendió las antorchas en las abrazaderas de los muros de la escalera, dispuso las velas en la habitación de arriba y también las encendió.
Con la luz se dio cuenta de que el suelo estaba cubierto por una capa de polvo, aunque no así el lecho. Y también vio algo más. Algo que le heló su sabia y experimentada sangre.
Había huellas en el polvo, no las suyas precisamente, y llevaban hasta la cama. Y sobre la colcha, tejida por los magníficos artesanos de Seresh, había un ramo de flores: rosas, sylvains, corandieles. Pero no fueron las flores lo que atrajo su mirada.
Las velas parpadeaban con la brisa salada del mar, pero daban luz suficiente para distinguir con claridad sobre el polvo sus menudas huellas, y junto a ellas las del hombre que había cruzado la habitación para dejar las flores sobre la colcha del lecho.
Y también las del gigantesco lobo en el que se había convertido al marcharse.
Con el corazón latiéndole aprisa y con el temor y la pena entremezclados en su pecho, se acercó al espléndido ramo de flores. Se dio cuenta de que no olían. Acercó la mano, pero, en cuanto las hubo tocado, se convirtieron en polvo. Con cuidado, sacudió el polvo de la colcha.
Habría podido limpiar el suelo con un simple mandato de su poder. Pero no lo hizo; tampoco lo hacía en su morada subterránea del bosque. Bajó otra vez las escaleras y encontró una resistente escoba en una de las habitaciones de la planta baja; entonces con hábil pericia doméstica, fruto de largos años de práctica, Flidais barrió la habitación de Lisen a la luz de las velas y de la luna y la dejó preparada para la llegada de Ginebra.
Como era un espíritu juguetón y burlón incluso en aquellos tiempos de guerra, se puso a cantar. Era una canción que él mismo había compuesto, con antiguos acertijos cuya respuesta había averiguado.
Cantaba porque se sentía lleno de esperanza aquella noche, la esperanza de que aquella que iba a llegar quizás conociese la respuesta al anhelo de su corazón.
Era un espíritu poderoso y espléndido y además las antorchas y las velas iluminaban el Anor. El espíritu de Gereint no pudo menos que sentirlo, mientras cantaba y barría con decididos movimientos, cuando el alma del chamán sobrevoló la torre abandonando las familiares verdades de la tierra para lanzarse al mar que jamás había visto, en busca de un barco perdido entre las olas.
Mientras el sol descendía la tarde siguiente a su partida, Brendel condujo el bote a través de la bahía y sobrepasó la desembocadura del río, hasta un pequeño muelle que había al pie de la torre.
En cuanto enfilaron la bahía, vislumbraron las luces en la parte superior. Ahora, al acercarse, el lios alfar vio que en el muelle los esperaba una figura gordinflona, calva, de barba blanca, más pequeña incluso que un enano; y como era un lios y tenía más de seiscientos años, se hizo una idea aproximada de quién podía ser.
Mientras la pequeña embarcación se acercaba al muelle, le arrojó un cabo. El pequeño ser lo asió con facilidad y lo ató a una estaca que había en el muelle de piedra.
Permanecieron en silencio unos instantes, mecidos por las olas. Brendel vio que Jennifer estaba mirando la torre. Siguiendo su mirada vio el reflejo del crepúsculo sobre el cristal curvo que se alzaba tras el parapeto.
-Bienvenidos -dijo la figura del muelle con una voz inesperadamente profunda-. Que resplandezcan los hilos de vuestros días.
-Y los tuyos, habitante del bosque -dijo el lios alfar-. Soy Brendel de la Marca de Kestrel. La mujer que viene conmigo es…
-Sé perfectamente quién es -dijo el otro con una profunda inclinación.
-¿Con qué nombre debemos llamarte? -pregunto Brendel.
El otro se incorporó.
-Estoy manchado para protegerme y moteado para engañar -dijo con aire serio-. Mi nombre es Flidais; lo ha sido durante mucho tiempo.
Jennifer se volvió al escucharlo y lo miró con suma atención.
-Eres el espíritu que Dave encontró en el bosque -dijo.
Él asintió con la cabeza.
-¿Aquél alto que llevaba un hacha? Si, lo encontré. Luego Ceinwen la Verde le dio un cuerno.
-Lo sé -dijo ella-. El Cuerno de Owein.
En aquellos momentos, en el este, bajo un cielo oscurecido, se estaba librando una salvaje batalla sobre las ensangrentadas riberas del Adein, una batalla que acabaría con el sonido de ese cuerno.
En el muelle, Flidais miró a aquella mujer de ojos verdes; era el único en Fionavar que podía recordarla pese a que hubiera transcurrido tanto tiempo.
-¿Es eso lo único que sabes de mí? -preguntó con suavidad-. ¿Sólo que salvé a tu amigo?
En el bote, Brendel guardaba silencio. Vio que la mujer se esforzaba por recordar.
-¿Es que debería conocerte? -preguntó.
Flidais sonrió.
-Quizás no bajo esta apariencia.
Su voz se hizo aún más profunda, y de repente se puso a recitar.
-He tenido muchas apariencias. He sido la hoja de una espada, una estrella, la luz de un farol, un arpa y un arpista.
Hizo una pausa; vio en los ojos de ella una chispa y continuó tímidamente:
-He luchado, pese a mi tamaño, en una batalla ante el soberano de Bretaña.
-¡Ahora me acuerdo! -dijo ella riendo-. Sabia criatura, mimada criatura. Te gustaban los acertijos, ¿verdad? Me acuerdo de ti, Taliesin.
Se puso en pie. Brendel saltó al muelle y la ayudó.
-He tenido muchas apariencias -dijo Flidais otra vez-, pero en otro tiempo fui su arpista.
Ella asintió, mirándolo muy erguida sobre el muelle de piedra, mientras el recuerdo sonreía en sus ojos y en su boca. Luego su expresión cambió. Los dos hombres lo vieron y se quedaron de pronto muy quietos.
-Navegaste con él, ¿verdad? -dijo Ginebra-. Navegaste con él en el primer Prydwen.
La sonrisa de Flidais se desvaneció.
-Si, mi señora -dijo-. Fui con el Guerrero a Caer Sidi, que aquí es Cader Sedat. Relaté ese viaje, recuérdalo.
Tomó aliento y recitó:
Fuimos con Arturo tres veces la amplitud del Prydwen.
Excepto siete, ninguno regresó de…
A un gesto de ella se interrumpió bruscamente. Permanecieron inmóviles un momento.
El sol se hundió en el mar y con la oscuridad se levantó una ligera brisa. Brendel, que contemplaba la escena y entendía sólo a medias, sintió que una indecible pena se cernía sobre él mientras se desvanecía la luz.
En las. sombras, el rostro de Jennifer parecía volverse más frío, más austero.
-Estabas allí -dijo-. Por tanto conoces el camino. ¿Navegaste con Amairgen?
Flidais retrocedió como si le hubieran dado un golpe. Respiró profundamente y él, que era un semidiós y podía hacer que los poderes de Pendaran se doblegaran a sus deseos, dijo con un tono de humilde súplica:
-Nunca he sido un cobarde, mi señora, en ninguna de mis apariencias. En otro tiempo navegué hacia ese maldito lugar bajo otra apariencia. Pero ésta de ahora es mi auténtica forma y este Bosque es mi auténtico hogar, en éste que es el primero de los mundos.
¿Cómo un guardián del bosque iba a hacerse a la mar, mi señora? ¿Qué bien hubiera podido hacerles? Le dije a Amairgen todo lo que sabía -que debía navegar rumbo al norte con viento del norte- y él dijo que ya sabría dónde y cuándo hacerlo. Lo hice, mi señora, y el Tejedor sabe que pocas veces los andains hacen tanto por los hombres.
Guardó silencio. La mirada que ella le dirigió era insensible y remota. Luego, de pronto, dijo:
No cantaré alabanzas para los hombres.
de colgados escudos.
Ellos no saben qué día se levantó el jefe,
cuando nos marchamos con Arturo de triste memoria…
-¡Yo escribí eso! -dijo Flidais-. Mi señora Ginebra, yo escribí eso.
El sendero estaba oscuro, pero, con la aguda vista de los lios, Brendel vio que la frialdad había desaparecido del rostro de ella. Con voz otra vez amable dijo:
-Lo sé, Taliesin, Flidais. Sé que lo hiciste y sé que estuviste allí con él. Perdóname.
Ninguno de esos recuerdos es de fácil memoria.
Mientras hablaba, se les adelantó y emprendió la marcha hacia la torre. En el cielo oscurecido brillaba la estrella de la tarde que llevaba el nombre de Lauriel el Blanco.
Flidais se dio cuenta de que se había equivocado del todo, mientras veía que ella se alejaba. Había tenido la intención de hacer derivar la conversación hacia el nombre, el nombre con el que se invocaba al Guerrero, el único enigma de todos los mundos cuya respuesta no conocía. Era lo bastante inteligente para derivar la conversación a donde quisiera, y el Tejedor sabia cuán profundamente deseaba conocer esa respuesta.
Pero había olvidado lo que sucedía en presencia de Ginebra. Incluso a pesar de que los andains se preocupaban poco por los problemas de los mortales, ¿cómo alguien podía utilizar el arma de la astucia, al encararse con un dolor tan antiguo?
El lios alfar y el andain, abstraídos en sus propios pensamientos, sacaron los bártulos del bote, entraron en Anor y subieron tras ella la escalera de caracol.
«Era extraño», pensó Jaelle, «sentirse tan intranquila en la sede de su propio poder»
Se encontraba en sus habitaciones, en el Templo de Paras Derval, rodeada por las sacerdotisas del santuario y por las acolitas de túnicas marrones. Podía ponerse en contacto telepático con las mormae de Gwen Ystrat cuando lo necesitara o lo deseara. En el Templo estaba además una huésped y amiga: Sharra de Cathal, y afuera, junto a las puertas, la escolta del divertido Tegid de Rhoden, quien, según parecía, estaba cumpliendo sus deberes de intermediario de Diarmuid con insólita seriedad.
Sin duda eran tiempos de seriedad y también de inquietud. Ninguna de las cosas familiares, ni siquiera el tañido de las campanas que reunía a las acolitas para la invocación del crepúsculo, lograba distraer de sus preocupaciones a la suma sacerdotisa.
Nada estaba tan claro como en otro tiempo lo había estado. Ella estaba allí y allí pertenecía. Con seguridad habría despreciado cualquier ruego, y ya no digamos cualquier orden, de marcharse a algún otro sitio. Tenía a la vez el poder de diseñar los entresijos de la voluntad de Dana y de hacerlo en aquel lugar.
Pese a todo, ya no se sentía la misma.
En efecto, desde la víspera, desde que el soberano rey se había marchado al norte, la mitad de la responsabilidad del gobierno de Brennin recaía sobre ella.
El cristal de llamada de Daniloth se había iluminado la noche antes, mejor dicho, dos noches antes, aunque ellos no se habían enterado hasta que llegaron de Taerlindel. Ella y Aileron habían contemplado el imperativo destello de luz del cetro que los lios alfar habían regalado a Ailell.
El rey sólo se había detenido el tiempo suficiente para comer a toda prisa mientras impartía órdenes concisas. En los cuarteles, los capitanes de la guardia movilizaban a todos los hombres. Todo se llevó a cabo con sorprendente rapidez, pues Aileron se había estado preparando para aquel momento desde el instante mismo en que ella lo había coronado rey.
Todo lo había dispuesto con enorme eficacia. Les había encargado a ella y al canciller Gorlaes que gobernaran el reino mientras él marchaba a la guerra. Se había detenido junto a ella a las puertas del palacio, y con precipitación, pero no sin dignidad, le había rogado que protegiera al pueblo con todos los poderes de que disponía.
Luego había montado a caballo y había emprendido la marcha al galope, primero hacia la Fortaleza del Norte para procurarse más hombres y luego, por la noche, hacia la Llanura en dirección a Daniloth, donde sólo Dana sabía lo que les esperaba.
La había dejado a ella en el más familiar de los lugares, donde, sin embargo, nada resultaba ya familiar.
En otro tiempo lo había odiado, lo recordaba muy bien. Odiaba a todos: a Aileron, a su padre y a Diarmuid, su hermano, al que ella llamaba el «principito» en respuesta a sus burlonas y corrosivas bromas.