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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (42 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
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Rodríguez rio de un modo burlón.

—Quizás esto, quizá lo otro. Estoy oyendo muchos quizá, pero ninguna conexión real.

Kline parecía frustrado.

—Vamos, Becca, dinos lo que piensas. ¿Cómo de firme es el terreno que pisamos?

—Es una pregunta difícil de responder. No sabría por dónde empezar.

—Lo simplificaré. Crees en la teoría de Gurney, ¿sí o no?

—Sí, creo en ella. La imagen que ha dibujado de Mark Mellery como mentalmente torturado por las notas que estaba recibiendo… Puedo verlo como parte plausible de cierta clase de asesinato ritual.

—Pero no pareces del todo convencida.

—No es eso, es sólo… la singularidad del método. Torturar a la víctima es un elemento bastante común de la patología del asesino en serie, pero nunca había visto un caso en que se llevara a cabo desde tanta distancia, de un modo tan frío y metódico. El componente de tortura de estos homicidios suele basarse en infligir dolor físico de manera directa para aterrorizar a la víctima; de este modo, el asesino tiene la sensación de poder definitivo y de control que ansia. En este caso, en cambio, el dolor era completamente psicológico.

Rodríguez se inclinó hacia ella.

—¿Está diciendo que no encaja en el modelo de asesino en serie? —Sonó como un abogado que ataca a un testigo hostil.

—No. El patrón está ahí. Estoy diciendo que tiene una forma de ejecutarlo singularmente fría y calculadora. La mayoría de los asesinos en serie están por encima de la media en inteligencia. Algunos, como Ted Bundy, muy por encima de la media. Este individuo podría ser único.

—Demasiado listo para nosotros, ¿es lo que está diciéndome?

—No es esto lo que yo digo —replicó Holdenfield con inocencia—, pero probablemente tiene razón.

—¿En serio? Deje que apunte esto —dijo Rodríguez, con la voz tan quebradiza como una capa de hielo fino—. ¿Su opinión profesional es que el DIC es incapaz de detener a este maniaco?

—Una vez más, eso no es lo que he dicho. —Holdenfield sonrió—. Pero una vez más, probablemente tiene razón.

La piel amarillenta de Rodríguez se puso roja de rabia, pero Kline intervino.

—Seguramente, Becca, no estás queriendo decir que no hay nada que hacer.

Holdenfield suspiró con la resignación de un maestro al que le han tocado los estudiantes más tontos de la escuela.

—Los hechos del caso hasta el momento apoyan tres conclusiones. Primero, el hombre que estamos buscando juega con nosotros, y es muy bueno. Segundo, está intensamente motivado, preparado y concentrado, y es muy concienzudo. Tercero, sabe quién es el siguiente de la lista, y nosotros no.

Kline parecía dolorido.

—Pero volviendo a mi pregunta…

—Si estás buscando una luz al final del túnel, hay una pequeña posibilidad a nuestro favor. Por rígidamente organizado que esté, cabe la posibilidad de que se derrumbe.

—¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué quiere decir «que se derrumbe»?

Cuando Kline formuló la pregunta, Gurney sintió una opresión en el pecho. La sensación cruda de ansiedad llegó como una escena cinematográficamente clara en su imaginación, la mano del asesino, que agarra la hoja de papel con los ocho versos que Gurney había echado tan impulsivamente al correo el día anterior:

Ya sé cómo lograste hacer tu fechoría, el andar al revés y el disparo en sordina. Acabará muy pronto tu miserable juego, la garganta cortada por amigo del muerto. Cuidado con el sol, cuidado con la nieve, con la noche y el día, porque escapar no puedes. Iré con aflicción a su tumba primero y luego al asesino enviaré al Infierno.

Metódicamente, con visible desprecio, la mano arrugaba el papel en una bola cada vez más pequeña, y cuando ésta era increíblemente pequeña, no más grande que un chicle gastado, la mano se abría muy despacio y la dejaba caer al suelo. Gurney trató de quitarse de la cabeza esa imagen inquietante, pero la escena no había concluido. Ahora la mano del asesino sostenía el sobre en el cual se había enviado el poema, con la dirección boca arriba y el matasellos claramente visible, el matasellos de Walnut Crossing.

El matasellos de… «¡Oh, Dios!» Un escalofrío se extendió desde la boca del estómago de Gurney por las piernas. ¿Cómo podía haber pasado por alto un problema tan obvio? «Dios, cálmate. Piensa.» ¿Qué podía hacer el asesino con esa información? ¿Podía llevarlo hasta la dirección real de su casa, a Madeleine? Gurney sentía que se le ensanchaban las pupilas, que estaba cada vez más pálido. ¿Cómo podía haberse centrado tan obsesivamente en enviar su patética nota? ¿Cómo no había previsto el problema con el matasellos? ¿A qué peligro había expuesto a Madeleine? Su mente derrapó por la última pregunta como un hombre que corre en torno a una casa quemada. ¿Hasta qué punto era real el peligro? ¿Hasta qué punto era inminente? ¿Debería llamarla, alertarla? ¿Alertarla de qué exactamente? ¿Y darle un susto de muerte? Dios, ¿qué más? ¿Qué más había pasado por alto? ¿La seguridad de quién más, la vida de quién más, estaba pasando por alto por su tozudez a la hora de ganar la partida? Las preguntas eran mareantes.

Una voz interrumpió su pánico. Trató de aferrarse a ella, de usarla para recuperar equilibrio.

Holdenfield estaba hablando.

—… un planificador obsesivo compulsivo con una necesidad patológica de lograr que la realidad se ajuste a sus planes. El objetivo que lo obsesiona por completo es poseer un control absoluto de los demás.

—¿De todos? —preguntó Kline.

—Su foco es actualmente muy reducido. Siente que ha de dominar completamente, a través del terror y el asesinato, a los miembros de su «grupo objetivo de víctimas», que parece ser algún subconjunto de varones alcohólicos de mediana edad. Otras personas son irrelevantes para él. No son de interés o importancia.

—Entonces, ¿dónde entra el asunto del «derrumbe»?

—Bueno, cometer un asesinato para mantener una sensación de omnipotencia es un proceso con un defecto fatal. Como solución al ansia de control, el asesino en serie es profundamente disfuncional, el equivalente de perseguir la felicidad fumando crac.

—¿Cada vez necesitan más?

—Cada vez más para conseguir cada vez menos. El ciclo emocional se vuelve más y más comprimido e incontrolable. Ocurren cosas que se suponía que no tenían que ocurrir. Sospecho que algo de esta naturaleza ha sucedido esta mañana, con el resultado de que ha matado al policía en lugar de a su señor Dermott. Estos sucesos imprevistos crean serios temblores emocionales en un asesino obsesionado con el control, y tales distracciones conducen a más errores. Es como una máquina con un eje desequilibrado. Cuando alcanza cierta velocidad, la vibración destroza la máquina.

—¿Y eso qué significa exactamente?

—El asesino se vuelve más frenético e impredecible.

Frenético. Impredecible. Otra vez el temor frío se extendió desde la boca del estómago de Gurney, en esta ocasión a su pecho y su garganta.

—¿Significa que la situación va a empeorar? preguntó Kline.

—En cierto modo va a mejorar, y en cierto modo va a empeorar. Si un asesino que solía acechar en un callejón oscuro para matar de cuando en cuando a alguien con un picahielos irrumpe, de repente, en Times Square con un machete, es probable que lo pillen. Pero en ese caos final, un montón de gente podría perder la vida.

—¿Crees que nuestro hombre podría estar entrando en la fase del machete? —Kline parecía más excitado que sublevado.

Gurney se sintió mareado. El tono de macho bravucón que la gente de las fuerzas del orden usaba para protegerse del horror no funcionaba en ciertas situaciones. Ésa era una de ellas.

—Sí.

La plana simplicidad de la respuesta de Holdenfield produjo un silencio en la sala. Al cabo de un rato, el capitán habló con su predecible antagonismo.

—Entonces, ¿qué se supone que hemos de hacer? ¿Publicar un aviso sobre un educado señor de treinta años con un eje que vibra y un machete en la mano?

Hardwick sonrió retorcidamente. Blatt soltó una carcajada.

—En ocasiones un gran final forma parte del plan —dijo Stimmel.

Captó la atención de todos salvo de Blatt, que seguía riendo. Cuando éste se calmó, Stimmel continuó.

—¿Alguien recuerda el caso de Duane Merkly?

Nadie.

—Veterano de Vietnam —dijo Stimmel. Tenía problemas con la agrupación de veteranos. Problemas con la autoridad. Era dueño de un asqueroso perro guardián
akita inu
que se comió uno de los patos del vecino. Al mes siguiente, el akita se comió al beagle del vecino. El vecino le pegó un tiro al akita. Hubo una escalada en el conflicto y cada vez más problemas. Un día el veterano de Vietnam toma al vecino de rehén. Dice que quiere cinco mil dólares por el akita o que va a matar al tipo. Llega la Policía local, llega el equipo SWAT. Toman posiciones en torno al perímetro de la casa. La cuestión es que nadie miró la hoja de servicio de Duane. Así que nadie sabía que era especialista en demoliciones. Duane se especializó en la detonación a distancia de minas de tierra.

Stimmel se quedó en silencio, dejando que su público imaginara el resultado.

—¿Quiere decir que el cabrón hizo volar a todo el mundo por los aires? —preguntó Blatt, impresionado.

—No a todo el mundo. Seis muertos, seis incapacitados permanentes.

Rodríguez tenía cara de frustración.

—¿Cuál es el sentido de todo esto?

—El sentido es que había adquirido los componentes para las minas dos años antes. El gran final siempre había sido el plan.

Rodríguez negó con la cabeza.

—No veo la relevancia.

Gurney sí la vio y se sintió inquieto.

Kline miró a Holdenfield.

—¿Qué te parece, Becca?

—¿Si creo que nuestro hombre tiene grandes planes? Es posible. Hay una cosa que sí sé…

Entonces alguien llamó a la puerta, que se abrió. Un sargento uniformado entró hasta el centro de la sala y se dirigió a Rodríguez.

—¿Señor? Lamento interrumpir. Tiene una llamada del teniente Nardo, de Connecticut. Le he dicho que estaba en una reunión. Pero insiste en que es una emergencia, que necesita hablar con usted ahora.

Rodríguez suspiró como quien ha de soportar el peso de un hombre cargado injustamente.

—Lo cogeré aquí —dijo, señalando con la cabeza el teléfono que había en el mueble bajo, que estaba apoyado contra la pared de detrás de él.

El sargento se retiró. Al cabo de dos minutos sonó el teléfono.

—Capitán Rodríguez al habla.

Durante otros dos minutos mantuvo el teléfono pegado a la oreja con una expresión de tensa concentración.

—Es muy extraño —dijo al fin—. De hecho, es tan extraño, teniente, que me gustaría que se lo repitiera palabra por palabra a nuestro equipo de investigación. Voy a poner el altavoz. Adelante, por favor, cuénteles exactamente lo que me ha dicho.

La voz que sonó en el teléfono al cabo de un momento era tensa y dura.

—Soy John Nardo, Departamento de Policía de Wycherly. ¿Me oyen?

Rodríguez dijo que sí. Nardo continuó.

—Como saben, uno de nuestros agentes ha muerto en acto de servicio esta mañana en casa de Gregory Dermott. Ahora mismo estamos en la casa con un equipo que está registrando la escena del crimen. Hace veinte minutos se ha recibido una llamada para el señor Dermott. El que llamaba ha dicho, cito: «Eres el siguiente de la lista y después de ti será el turno de Gurney».

«¿Qué?» Gurney no estaba seguro de haber oído bien.

Kline pidió a Nardo que repitiera el mensaje de teléfono y éste lo hizo.

—¿Ha recibido algo ya de la compañía telefónica sobre la fuente? —preguntó Hardwick.

—Llamada de teléfono móvil. Sin datos GPS, sólo la localización de la torre de control. Y obviamente sin identificador de llamada.

—¿Quién recibió la llamada? —preguntó Gurney.

Sorprendentemente, la amenaza directa lo había calmado, quizá porque cualquier cosa específica, cualquier cosa con nombres estaba más limitado y, por lo tanto, era más manejable que enfrentarse a un número infinito de posibilidades. Y tal vez porque ninguno de los nombres era el de Madeleine.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Nardo.

—Ha dicho que se recibió una llamada para el señor Dermott, no que la recibiera él.

—Ah, sí, ya veo. Bueno, resulta que Dermott estaba tumbado con migraña cuando sonó el teléfono. Ha estado bastante incapacitado desde que encontró el cadáver. Uno de los técnicos respondió la llamada en la cocina. El que llamaba preguntó por Dermott, dijo que era un amigo íntimo.

—¿Qué nombre dio?

—Un nombre extraño. Carbis… Caberdis… No, espere un momento, aquí lo tengo, el técnico lo anotó: Charybdis.

—¿Algo extraño en la voz?

—Es curioso que lo pregunte. Estaban tratando de describirla. Después de que Dermott fue al teléfono, dijo que pensaba que sonaba con acento extranjero, pero nuestro agente pensaba que era falso, un hombre que trataba de disimular la voz. O quizás era una mujer, ninguno de los dos estaba seguro. Miren, señores, lo siento, pero he de volver al trabajo. Sólo quería darles los datos básicos. Volveremos a ponernos en contacto cuando tengamos algo nuevo.

Después del sonido de desconexión, un silencio inquieto se apoderó de la sala. Por fin, Hardwick se aclaró la garganta tan ruidosamente que Holdenfield se estremeció.

—Bueno, Davey —gruñó—, una vez más eres el centro de atención. «Es el turno de Gurney.» ¿Tienes un imán para los asesinos en serie? Lo único que hemos de hacer es ponerte en una cuerda y esperar que piquen.

¿Madeleine corría el mismo peligro? Quizá todavía no. Con un poco de suerte, todavía no. Al fin y al cabo, Dermott y él estaban en primera fila. Suponiendo que el chiflado estuviera diciendo la verdad. En ese caso, le daría algo de tiempo, quizá tiempo para tener suerte. Tiempo para compensar lo que había pasado por alto. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Idiota.

Kline parecía inquieto.

—¿Cómo ha conseguido convertirse en objetivo?

—Sé tan poco como usted —dijo Gurney con falsa ligereza.

Su culpa hizo que tuviera la impresión de que tanto Kline como Rodríguez lo estaban mirando con curiosidad hostil. Desde el principio había tenido recelos sobre escribir y mandar ese poema, pero los había sepultado sin definirlos ni articularlos. Estaba asombrado de su capacidad para pasar por alto el peligro, incluido el que se podía cernir sobre otros. ¿Qué había sentido en ese momento? ¿El riesgo de Madeleine se había acercado a su conciencia? ¿Había tenido una idea y la había descartado? ¿Había sido tan insensible? «Por favor, Dios, no.»

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