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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (46 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
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—¿Cuántos años hace de eso?

Gurney estaba seguro de que había visto un destello de reconocimiento en los ojos de Nardo.

—Quizá veinte, quizá veinticinco. Más o menos.

Al parecer era la respuesta que esperaba. Suspiró y negó con la cabeza.

—No había pensado en eso desde hace mucho tiempo. Sí, hubo una agresión doméstica, veinticuatro años atrás. Poco después de que ingresara en el departamento. ¿Qué ocurre con eso?

—¿Recuerda los detalles?

—Antes de meternos por el callejón de los recuerdos, ¿le importa decirme la relevancia de esta cuestión?

—A la mujer que agredieron la acuchillaron en la garganta.

—¿Y se supone que eso significa algo? —Hubo un giro en la comisura de la boca de Nardo.

—Han agredido a dos personas en esta casa. De todas las formas en que alguien puede ser atacado, me suena a notable coincidencia que a las dos personas las acuchillaran en la garganta.

—Está haciendo que estas cosas suenen igual por la forma en que las dice, pero no tienen nada en común. ¿Qué demonios tiene que ver un agente de policía asesinado en labores de protección hoy con un altercado doméstico de hace veinticuatro putos años?

Gurney se encogió de hombros.

—Si supiera algo más del altercado tal vez podría decírselo.

—Bien. Vale. Le diré lo que sé, que no es mucho. —Nardo hizo una pausa, mirando la mesa, o quizá al pasado—. No estaba de servicio esa noche.

«Un obvio descargo de responsabilidad pensó Gurney. ¿Por qué la historia requiere ese descargo?»

—Así que sobre todo es de oídas —continuó Nardo—. Como en la mayoría de los casos de violencia doméstica, el marido estaba borracho como una cuba, discutió con su mujer, aparentemente cogió una botella y le golpeó con ella. Creo que la botella se rompió, ella se cortó, eso es todo.

Gurney sabía perfectamente que eso no era todo. La única cuestión era cómo soltar el resto de la historia. Una de las reglas no escritas del trabajo era decir lo menos posible, y Nardo estaba obedeciendo a la perfección esa regla. Sintiendo que no había tiempo para un enfoque sutil, Gurney decidió tirarse de cabeza.

—Teniente, eso es una gilipollez —dijo, apartando la mirada en ademán de asco.

—¿Una gilipollez? —La voz de Nardo había subido amenazadoramente sólo por encima del susurro.

—Estoy seguro de que lo que me ha contado es verdad. El problema es lo que me estoy perdiendo.

—A lo mejor lo que se está perdiendo no es asunto suyo. —Nardo aún sonaba duro, pero parte de la confianza había desaparecido de la escena.

—Mire, no soy un capullo entrometido de otra jurisdicción. Gregory Dermott ha recibido una llamada esta mañana en la que se amenaza mi vida. Mi vida. Si hay alguna posibilidad de que lo que está pasando aquí esté relacionado con su llamado altercado doméstico de hace veinticuatro años, será mejor que lo sepa ahora mismo.

Nardo se aclaró la garganta y levantó la mirada al techo como si allí pudieran aparecer las palabras adecuadas, o como si hubiera una salida de emergencia.

Gurney añadió en un tono más suave.

—Puede empezar por decirme los nombres de las personas implicadas.

Nardo asintió con la cabeza, apartó la silla junto a la cual había estado de pie y se sentó.

—Jimmy y Felicity Spinks. —Sonó resignado a una verdad desagradable.

—Ha dicho los nombres como si los conociera muy bien.

—Sí, bueno. La cuestión… —En algún lugar de la casa sonó un teléfono. Nardo pareció no oírlo—. La cuestión es que Jimmy bebía un poco. Más que un poco, supongo. Una noche llegó borracho a casa, se enzarzó en una pelea con Felicity. Como he dicho, terminó por cortarle con una botella rota. Ella perdió mucha sangre. Yo no lo vi, no estaba de servicio esa noche, pero los tipos que estaban de servicio hablaron de la sangre durante una semana. —Nardo estaba otra vez mirando la mesa.

—¿Ella sobrevivió?

—¿Qué? Sí, sí, sobrevivió por los pelos. Daños cerebrales.

—¿Qué le ocurrió?

—¿Qué le ocurrió? Creo que la llevaron a una clínica.

—¿Y al marido?

Nardo vaciló. Gurney no sabía si estaba pasando un mal rato al recordarlo, o si simplemente no quería hablar de ello.

—Alegó defensa propia —lo dijo con evidente desagrado—. Terminó aceptando un acuerdo. Sentencia reducida. Perdió el trabajo. Se fue de la ciudad. Los Servicios Sociales se ocuparon de su hijo. Fin de la historia.

La intuición de Gurney, sensibilizada por millares de interrogatorios, le decía que aún le faltaba algo. Esperó, observando el desasosiego de Nardo. De fondo oyó una voz intermitente, quizá la voz de la persona que había respondido al teléfono, pero no logró distinguir las palabras.

—Hay algo que no entiendo —dijo—: ¿cuál es el problema con esta historia? ¿Por qué se muestra reticente?

Nardo miró a los ojos a Gurney.

—Jimmy Spinks era policía.

El estremecimiento que recorrió el cuerpo de Gurney trajo consigo media docena de preguntas urgentes, pero antes de que pudiera responder ninguna de ellas, una mujer de mandíbula cuadrada y con el cabello rubio rojizo muy corto apareció de repente en el umbral. Llevaba tejanos y un polo oscuro. Tenía una Glock en una funda sin cierre bajo la axila izquierda.

—Señor, acabamos de recibir una llamada de la que ha de estar informado. Un «inmediatamente» no pronunciado destelló en sus ojos.

Con aspecto aliviado por aquella interrupción, Nardo dedicó toda su atención a la recién llegada y esperó a que continuara. En lugar de hacerlo, ella miró con incertidumbre hacia Gurney.

—Está con nosotros —dijo Nardo sin placer—. Adelante.

Echó una segunda mirada a Gurney, no más amistosa que la primera, luego avanzó hasta la mesa y dejó una grabadora digital en miniatura delante de Nardo. Era del tamaño de un iPod.

—Está todo aquí, señor.

Él vaciló un momento, miró el aparato con ojos entrecerrados y pulsó un botón. La reproducción se inició de inmediato. La calidad era excelente.

Gurney reconoció la primera voz como la de la mujer que se hallaba de pie delante de él.

GD Security Systems. Aparentemente la habían instruido para que respondiera el teléfono de Dermott como si fuera una empleada.

La segunda voz le era extraña y perfectamente familiar, pues la había escuchado en la llamada de Mark Mellery. Parecía que había pasado mucho tiempo. Cuatro muertes de distancia, asesinatos que habían sacudido su noción del tiempo: Mark en Peony, Albert Schmitt en el Bronx, Richard Kartch en Sotherton (Richard Kartch, ¿por qué ese nombre siempre llevaba consigo una sensación incómoda?) y el agente Gary Sissek en Wycherly.

No había lugar a dudas en el extraño cambio de tono y acento.

—Si pudiera oír a Dios, ¿qué me diría? —preguntó la voz con la amenazadora entonación del villano de una película de terror.

—¿Disculpe? —La policía de la grabación sonó desconcertada.

La voz repitió con más insistencia.

—Si pudiera oír a Dios, ¿qué me diría?

—Lo siento, ¿puede repetir eso? Creo que tenemos una mala conexión. ¿Está usando un móvil?

La agente intercaló un rápido comentario dirigido a Nardo.

—Sólo estaba tratando de prolongar la llamada, como usted dijo, hacerle hablar lo más posible.

El policía asintió. La grabación continuó.

—Si pudiera oír a Dios, ¿qué me diría?

—No lo entiendo, señor. ¿Puede explicar qué quiere decir?

La voz, de repente atronadora, anunció:

—Dios me diría que los mate a todos.

—¿Señor? Estoy desconcertada. ¿Quiere que anote este mensaje y se lo pase a alguien?

Hubo una risa aguda, como celofán arrugado.

Es el Día del Juicio, todo acabó. / Dermott, espabila; Gurney, más veloz. / El limpiador ya llega. Tac, toe, tac, toe.

50

Segundo registro

El primero en hablar fue Nardo.

—¿Eso fue toda la llamada?

—Sí, señor.

Se recostó en la silla y se masajeó las sienes.

—¿Aún no sabemos nada del jefe Meyers?

—Seguimos dejándole mensajes en el hotel, señor, y en su móvil. Todavía nada.

—¿Supongo que el identificador de llamada estaba bloqueado?

—Sí, señor.

—Que los mate a todos, ¿eh?

—Sí, señor, ésas fueron sus palabras. ¿Quiere volver a oír la grabación?

Nardo negó con la cabeza.

—¿A quién cree que se refiere?

—¿Señor?

—Que los mate a todos. ¿A quién?

La agente parecía perdida. Nardo miró a Gurney.

—Sólo es una hipótesis, teniente, pero diría que es, o bien a todos los que quedan en su lista (suponiendo que la haya), o bien a todos los que estamos en la casa.

—Y ¿qué es eso de que el limpiador ya llega? —dijo Nardo—, ¿por qué el limpiador?

Gurney se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Quizá le gusta la palabra, encaja con su noción patológica de lo que está haciendo.

Los rasgos de Nardo se arrugaron en una expresión involuntaria de desagrado. Volviéndose a la agente de Policía, se dirigió a ella por su nombre por primera vez. Pat, te quiero fuera de la casa con Big Tommy. Ocupad las esquinas en diagonal, así entre los dos tendréis vigiladas todas las puertas y ventanas. Además, corre la voz: quiero a todos los agentes preparados para reunirse en esta casa al cabo de un minuto si oyen un disparo o cualquier sonido extraño. ¿Preguntas?

—¿Estamos esperando un ataque armado, señor? —Sonó esperanzada.

—No diría «esperando», pero es más que posible.

—¿De verdad cree que ese loco cabrón sigue en la zona? —Había fuego de acetileno en sus ojos.

—Es posible. Informa a Big Tommy de la última llamada del sospechoso. Que esté superalerta.

La agente asintió con la cabeza y se marchó.

Nardo se volvió con gesto adusto hacia Gurney.

—¿Qué le parece? ¿Cree que he de llamar a la caballería, avisar a la Policía del estado de que tenemos una situación de emergencia? ¿O esa llamada de teléfono era una bravuconada?

—Considerando el número de víctimas que hemos tenido hasta ahora, sería arriesgado suponer que es una bravuconada.

—No estoy suponiendo una puta mierda —dijo Nardo, con los labios apretados.

La tensión en la conversación condujo a un silencio.

El silencio se quebró por una voz ronca que llamaba desde el piso de arriba.

—¿Teniente Nardo? ¿Gurney?

Nardo esbozó una mueca, como si algo se estuviera poniendo agrio en su estómago.

—Quizá Dermott ha recordado algo que quiere compartir. Se hundió más en su silla.

—Iré a ver —dijo Gurney.

Salió al pasillo. Dermott estaba de pie en la puerta de su dormitorio, en lo alto de la escalera. Parecía impaciente, airado, exhausto.

—¿Puedo hablar con ustedes…, por favor? —El «por favor» no lo dijo con amabilidad.

Parecía demasiado nervioso como para bajar la escalera, de manera que Gurney subió. Al hacerlo, se le ocurrió la idea de que aquello no era realmente una casa, era sólo una oficina con dormitorios añadidos. En el barrio en el que había nacido, era una disposición común: los tenderos vivían encima de sus tiendas, como el desdichado charcutero cuyo odio por la vida parecía incrementarse con cada nuevo cliente, o el sepulturero relacionado con la mafia con su mujer gorda y sus cuatro hijos gordos. Sólo pensar en eso le dio escalofríos.

En la puerta del dormitorio, dejó de lado esa sensación y trató de descifrar el cuadro de inquietud en el rostro de Dermott.

El hombre miró en torno a Gurney y hacia el pie de la escalera.

—¿Se ha marchado el teniente Nardo?

—Está abajo. ¿En qué puedo ayudarle?

—He oído coches que se marchan —dijo Dermott en tono acusador.

—No van muy lejos.

Dermott asintió con expresión insatisfecha. Obviamente tenía algo
in mente
, pero no parecía tener prisa por llegar a la cuestión. Gurney aprovechó la oportunidad para plantear unas preguntas.

—Señor Dermott, ¿cómo se gana la vida?

—¿Qué? —Sonó al mismo tiempo desconcertado y enfadado.

—Exactamente, ¿qué clase de trabajo hace?

—¿Mi trabajo? Seguridad. Creo que ya hemos tenido esta conversación.

—Ya, ya —dijo Gurney, pero tal vez debería darme algunos detalles.

El suspiro expresivo de Dermott sugería que veía la petición como una irritante pérdida de tiempo.

—Mire —dijo—, he de sentarme. —Regresó a su sillón, se acomodó en él con cautela—. ¿Qué clase de detalles?

—El nombre de su compañía es GD Security Systems. ¿Qué clase de seguridad proporcionan esos sistemas y para quién?

Después de otro sonoro suspiro, dijo:

—Ayudo a las empresas a proteger información confidencial.

—Y esa ayuda, ¿de qué manera la proporciona?

—Aplicaciones de protección de bases de datos, cortafuegos, protocolos de acceso limitado, sistemas de verificación de identificación… Estas categorías cubrirían la mayoría de los proyectos que manejamos.

—¿Manejamos?

—¿Disculpe?

—¿Se ha referido a proyectos que «manejamos»?

—No lo decía de un modo literal —dijo Dermott con desdén—. Es sólo una expresión corporativa.

—¿Hace que GD Security Systems suene mayor de lo que es?

—Ésa no es la intención, se lo aseguro. A mis clientes les encanta el hecho de que trabaje solo.

Gurney asintió como si estuviera impresionado.

—Me doy cuenta de cómo eso puede ser un plus. ¿Quiénes son esos clientes?

—Clientes para los que la confidencialidad es un elemento fundamental.

Gurney sonrió de un modo inocente al tono brusco de Dermott.

—No le estoy pidiendo que revele ningún secreto. Sólo me estoy preguntando a qué clase de negocio se dedican sus clientes.

—Negocios cuyas bases de datos de clientes implican asuntos de intimidad complicados.

—Por ejemplo…

—Información personal.

—¿Qué clase de información personal?

Por el gesto de Dermott, cualquiera habría pensado que estaba evaluando los riesgos contractuales en los que podría incurrir si iba más lejos.

—La clase de información recopilada por las compañías de seguros, compañías de servicios financieros, mutuas de salud.

—¿Datos médicos?

—Mucho de eso, sí.

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