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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (43 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
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En medio de su angustia, estaba seguro de al menos una cosa: estar sentado en esa sala de conferencias discutiendo la situación ya no era una opción tolerable. Si Dermott era el siguiente en la lista del asesino, entonces ésa era la mejor oportunidad para atraparlo y terminar con todo aquello. Y si él mismo era el siguiente después de Dermott, entonces ésa era una batalla que quería librar lo más lejos posible de Walnut Crossing. Apartó la silla de la mesa y se levantó.

—Si me disculpan, hay un lugar al que debo ir.

Al principio esto generó sólo miradas inexpresivas en torno a la mesa. Hasta que Kline comprendió el significado.

—Dios —gritó—, ¿no estará pensando en ir a Connecticut?

—Tengo una invitación y voy a aceptarla.

—Es una locura. No sabe dónde podría meterse.

—De hecho —dijo Rodríguez con una mirada desdeñosa en dirección a Gurney—, una escena del crimen plagada de policías es un lugar muy seguro.

—Eso podría ser así —dijo Holdenfield—, a menos… Dejó que la idea flotara, como si estuviera caminando en torno a una imagen para examinarla desde diferentes ángulos.

—A menos… —soltó Rodríguez.

—A menos que el asesino sea un policía.

46

Un plan sencillo

Parecía demasiado fácil.

Matar a veinte agentes de Policía bien preparados en veinte segundos tendría que requerir un plan mucho más complejo. Un acto de tal magnitud debería ser más difícil. Al fin y al cabo, sería el mayor logro de esas características jamás logrado, al menos en Estados Unidos, al menos en la época moderna.

Que nadie lo hubiera hecho antes, a pesar de su aparente simplicidad, lo estimulaba y lo inquietaba al mismo tiempo. La idea que finalmente dio descanso a su mente fue pensar que para un hombre de intelecto inferior al suyo o poderes menos formidables de concentración, el proyecto podría ser desalentador, pero no para él, no con su claridad y su lucidez. Todo era relativo. Un genio podía bailar entre obstáculos en los que se enredarían irremisiblemente hombres ordinarios.

La facilidad con la que podían adquirirse los productos químicos daba risa: muy baratos y legales al cien por cien. Ni siquiera en grandes cantidades suscitaban sospecha, porque se vendían en masa todos los días para aplicaciones industriales. Aun así, había comprado prudentemente cada uno de ellos (sólo había dos) a un proveedor distinto para evitar cualquier pista sobre su posible combinación, y había adquirido los dos depósitos de doscientos litros a un tercer proveedor.

En ese momento, mientras estaba dando los últimos toques con un soldador eléctrico a un trozo de tubo, para combinar y dispersar la mezcla letal, se le ocurrió una idea emocionante, un posible escenario con una imagen culminante. La idea incitó tanto su imaginación que apareció una sonrisa radiante en su rostro. Sabía que no era probable que ocurriera lo que estaba imaginando la química era demasiado imprevisible, pero podía ocurrir. Al menos era concebible.

En la página web de riesgos químicos había una advertencia que se sabía de memoria. Aparecía en un recuadro rojo rodeado de signos de exclamación: «Esta mezcla de cloro y amoniaco no sólo produce un gas tóxico letal, sino que en la proporción indicada es muy inestable y con el catalizador de una chispa podría explotar». La imagen que había hecho sus delicias era la de todo el Departamento de Policía de Wycherly pillado en su trampa, inhalando involuntariamente los humos venenosos en sus pulmones justo cuando se aplicaba la chispa catalizadora. Los hacía pedazos a todos. Al imaginarlo, hizo algo muy poco habitual en él: se rió en voz alta.

Si al menos su madre pudiera entender el humor, la belleza, la gloria de esa imagen. Pero quizás eso era pedir demasiado. Y, por supuesto, si los policías volaban en pedazos minúsculos pequeños pedazos no podría cortar sus gargantas. Y estaba deseando cortar sus gargantas.

Nada en este mundo era perfecto. Siempre había pros y contras. Uno tenía que sacar el máximo provecho de la mano que le habían repartido. Ver el vaso medio lleno.

47

Bienvenidos a Wycherly

Después de librarse de las predecibles protestas y preocupaciones en relación con su viaje, Gurney fue a su coche y llamó al Departamento de Policía de Wycherly para pedir la dirección de la casa de Gregory Dermott, pues lo único que tenía era el número del apartado postal en la cabecera de la carta de Dermott. Tardó un rato en explicar a la agente de servicio quién era exactamente, e incluso entonces tuvo que esperar hasta que la joven llamó a Nardo y consiguió permiso para divulgar la dirección. Resultó que ella era la única persona del pequeño departamento que no estaba ya en la escena del crimen. Gurney introdujo la dirección en su GPS y se dirigió al puente de Kingston-Rhinecliff.

Wycherly estaba en la zona centro norte de Connecticut. El viaje le llevó un poco más de dos horas, la mayor parte de las cuales se las pasó culpándose por no haber pensado en la seguridad de su mujer. El lapsus lo molestaba y deprimía tanto que estaba desesperado por centrarse en otra cosa, y empezó a examinar la principal hipótesis desarrollada en la reunión del DIC.

La idea de que el asesino había compilado, o había conseguido, una lista de varios miles de individuos con un historial de problemas con el alcohol individuos que sufrían temores profundamente asentados y la culpa que se derivaba de ese pasado alcohólico y que luego había logrado cautivar a un puñado de ellos mediante ese simple truco numérico para atormentarlos con la serie de siniestros poemas y terminar con sus asesinatos rituales… El proceso entero, por estrafalario que fuera, ahora le parecía completamente creíble. Recordó haber descubierto que los asesinos en serie solían sentir en su infancia placer torturando insectos y pequeños animales, por ejemplo, quemándoles con la luz del sol concentrada a través de una lupa. Cannibal Claus, uno de los asesinos más famosos de entre los muchos que había detenido, había cegado a su gato exactamente de ese modo cuando tenía cinco años. Le había quemado la retina con una lupa. Parecía inquietantemente similar al hecho de seleccionar una víctima, centrarse en su pasado e intensificar sus temores hasta que se estremecía de dolor.

Ver un patrón, encajar las piezas del rompecabezas, era un proceso que normalmente lo había exaltado, pero esa tarde en el coche no se sentía tan bien como de costumbre. Quizás era la obstinada percepción de su incompetencia, de sus pasos en falso. La idea quemaba como ácido en su pecho.

Se concentró vagamente en la carretera, en el capó de su coche, en sus manos en el volante. Era extraño. No reconocía sus propias manos. Parecían sorprendentemente viejas, como las manos de su padre. Las pequeñas pecas habían crecido en número y tamaño. Si sólo un minuto antes le hubieran enseñado fotografías de una docena de manos, no habría sido capaz de identificar las suyas entre ellas. Se preguntó cuál podía ser el motivo. Quizá los cambios que ocurrían con regularidad no se percibían hasta que se hacían más que evidentes. Fue más allá de eso.

¿Significaba que hasta cierto punto siempre vemos las cosas familiares tal y como eran antes? ¿Estamos anclados al pasado, no sólo por simple nostalgia o por las ilusiones, sino por un atajo que nuestro sistema neuronal produce en el procesamiento de datos? Si lo que uno «veía» era suministrado en parte desde los nervios ópticos y en parte desde la memoria si lo que uno «percibía» en un momento dado era, en realidad, un compuesto de impresiones inmediatas e impresiones almacenadas, eso daba un nuevo significado a vivir en el pasado. Éste ejercería una peculiar tiranía sobre el presente al proporcionarnos datos obsoletos en forma de experiencia sensorial. ¿Podría eso estar relacionado con la situación de un asesino en serie guiado por un trauma del pasado? ¿Hasta qué punto podía estar distorsionada su visión?

La teoría lo excitó momentáneamente. Dar la vuelta a una nueva idea, probar su solidez, siempre reforzaba su sensación de control, le hacía sentir un poco más vivo, pero ese día esos sentimientos eran difíciles de sostener. Su GPS le alertó de que estaba a doscientos metros de la salida de Wycherly.

Giró a la derecha. La zona era un batiburrillo de campos de labranza, casas idénticas entre sí, centros comerciales y fantasmas de otra era de placeres estivales: un ruinoso autocine, el cartel indicador de un lago con un nombre iroqués.

Le recordó otro lago con un nombre que también sonaba indio, un lago cuya senda circundante había caminado con Madeleine un fin de semana, cuando estaban buscando su lugar perfecto en los Catskills. Recordó la imagen del rostro animado de su mujer cuando se quedaron al borde de un pequeño acantilado, de la mano, sonriendo, contemplando el agua rizada por la brisa. El recuerdo le llegó acompañado por una cuchillada de culpa.

Todavía no la había llamado para contarle lo que estaba haciendo, lo que iba a hacer, para decirle que probablemente llegaría tarde a casa. Todavía no estaba seguro de cuánto debía contarle. ¿Debía mencionar lo del matasellos? Decidió llamarla en ese momento, sin prepararlo más. «Dios, ayúdame a decir lo correcto.»

Considerando el nivel de tensión que ya estaba sintiendo, pensó que sería sensato aparcar para hacer la llamada. El primer lugar que pudo encontrar era una descuidada zona de aparcamiento pedregosa situada delante de un puesto de venta de verduras cerrado durante el invierno. La palabra que identificaba el número de su casa en el sistema de marcación activado por la voz, eficaz aunque poco imaginativa, era «Casa».

Madeleine respondió al segundo tono con esa voz optimista que las llamadas telefónicas siempre lograban sacarle.

—Soy yo —dijo David, y su propia voz reflejó apenas una fracción del entusiasmo de la de su esposa.

Hubo un instante de pausa.

—¿Dónde estás?

—Por eso te llamo. Estoy en Connecticut, cerca de un pueblo llamado Wycherly.

La pregunta obvia habría sido por qué, pero Madeleine no hacía las preguntas obvias. Esperó.

—Ha ocurrido algo en el caso —dijo David—. Las cosas podrían llegar al final.

—Ya veo.

Gurney oyó una respiración lenta y controlada.

—¿Vas a decirme algo más que eso? —preguntó.

Miró fuera del coche al puesto de verduras sin vida. Más que cerrado por la temporada parecía abandonado.

—El hombre que buscamos se está inquietando —dijo—. Podría ser una oportunidad para detenerlo.

—¿El hombre que buscamos? —Ahora la voz de ella era quebradiza, fisurada.

Él no dijo nada, enervado por la respuesta.

Madeleine continuó, de un modo abiertamente airado.

—¿No te refieres al asesino sanguinario, al hombre que nunca falla, al que dispara a la gente en las arterias del cuello y les corta la garganta? ¿Es de quien estamos hablando?

—El hombre que estamos buscando, sí.

—¿No hay suficientes policías en Connecticut para ocuparse de eso?

—Parece enfocado en mí.

—¿Qué?

—Al parecer me ha identificado como alguien que trabaja en el caso, y podría estar tratando de hacer algo estúpido, y eso podría darnos la ocasión que necesitamos. Es nuestra oportunidad de luchar con él en lugar de hacer limpieza después de un asesinato tras otro.

—¿Qué? —Esta vez la palabra era menos una pregunta que una exclamación de dolor.

—No me va a pasar nada —dijo David con escasa convicción—. Está empezando a derrumbarse. Va a autodestruirse. Sólo hemos de estar allí cuando eso ocurra.

—Cuando era tu trabajo, tenías que estar allí. Ahora no tienes que estar.

—Madeleine, por el amor de Dios. ¡Soy policía! —Las palabras explotaron en él como un objeto obstruido que sale disparado de repente—. ¿Por qué demonios no puedes entenderlo?

—No, David —respondió ella con tranquilidad—. Eras policía. Ahora ya no lo eres. No has de estar allí.

—Ya estoy aquí. —En el silencio que siguió, su furia decreció como una marea que baja—. Está bien. Sé lo que hago. No me ocurrirá nada.

—David, ¿qué pasa contigo? ¿Sigues corriendo hacia las balas? Hasta que una te atraviese la cabeza. ¿Es eso? ¿Ese es el patético plan para el resto de nuestras vidas? ¿Yo espero y espero y espero hasta que te maten? —Su voz se quebró con una emoción tan pura en la palabra «maten» que David se quedó sin palabras.

Fue Madeleine la que habló finalmente, con tanta suavidad que él casi no logró distinguir las palabras.

—¿De qué se trata esto?

«¿De qué se trata esto?» La pregunta le golpeó desde un ángulo extraño. Se sintió desequilibrado.

—No entiendo la pregunta.

El intenso silencio de su mujer desde casi doscientos kilómetros pareció rodearle, cernirse sobre él.

—¿Qué quieres decir? —insistió David. Notaba que su ritmo cardiaco aumentaba.

Pensó que la oyó tragar saliva. Sintió, en cierto modo lo supo, que estaba tratando de tomar una decisión. Cuando Madeleine respondió, lo hizo con otra pregunta, una vez más pronunciada en voz tan baja que él apenas la oyó.

—¿Se trata de Danny?

David sintió el latido del corazón en el cuello, en la cabeza, en las manos.

—¿Qué? ¿Qué tiene que ver con Danny? —No quería una respuesta, al menos en ese momento, cuando tenía tanto que hacer.

—Oh, David.

Podía imaginarla mientras sacudía la cabeza con tristeza, decidida a abordar el tema más difícil de todos. Una vez que Madeleine abría una puerta, invariablemente la cruzaba.

Ella respiró someramente e insistió.

—Antes de que mataran a Danny, tu trabajo era la parte más importante de tu vida. Después, fue la única parte. La única parte. No has hecho nada más que trabajar en los últimos quince años. En ocasiones siento que estás tratando de compensar algo, de olvidar algo…, de resolver algo. —Su inflexión tensa hizo que la palabra «resolver» sonara como el síntoma de una enfermedad.

Procuró mantener el equilibrio aferrándose a los hechos que tenía a mano.

—Voy a ir a Wycherly a ayudar a capturar al hombre que mató a Mark Mellery.

Oyó su voz como si perteneciera a otra persona alguien mayor, aterrorizado, rígido, alguien que trataba de parecer razonable.

Madeleine no hizo caso de lo que él dijo y continuó su propio hilo de pensamiento.

—Esperaba que si abríamos la caja, si mirábamos sus dibujos…, podríamos despedirnos de él juntos. Pero tú no dices adiós, ¿verdad? Nunca dices adiós a nada.

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