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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (39 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
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—A menos —la interrumpió Gurney con suavidad— que algún factor distinto de la psicopatología del asesino esté guiando el ritmo y la selección de las víctimas.

—¿En qué está pensando?

—Creo que es algo que las víctimas tienen en común, además del alcoholismo, algo que todavía no hemos descubierto.

Holdenfield movió la cabeza especulativamente de un lado a otro y puso una cara que insinuaba que no estaba de acuerdo con la suposición de Gurney, pero que tampoco encontraba forma de rebatirla.

—Así que podríamos descubrir o no vínculos con viejos cadáveres —dijo Kline, con aspecto de no estar muy seguro de cómo se sentía al respecto.

—Por no mencionar algunos nuevos —dijo Holdenfield.

—¿Qué se supone que significa eso? —Se estaba convirtiendo en la pregunta favorita de Rodríguez.

Holdenfield no mostró reacción al tono irritado.

—El ritmo de los crímenes, como había empezado a decir antes, sugiere que el juego final ha comenzado.

—¿Juego final? —Kline entonó la expresión como si le gustara cómo sonaba.

Holdenfield continuó.

—En este caso más reciente, se vio impulsado a actuar de un modo no planeado. El proceso podría estar escapando a su control. Mi sensación es que no podrá controlarlo mucho tiempo.

—¿Controlar qué? —Blatt deslizó la pregunta como planteaba la mayoría de sus preguntas, con una especie de hostilidad congénita.

Holdenfield lo consideró un momento sin mostrar ninguna expresión, luego miró a Kline.

—¿He de ser muy didáctica?

—Estaría bien que abordaras un par de puntos clave. —Corríjanme si me equivoco dijo, mirando en torno a la mesa y claramente sin esperar que le corrigieran, pero, con la excepción de Dave, no creo que los demás tengamos mucha experiencia en asesinatos en serie.

Rodríguez tenía aspecto de estar a punto de protestar por algo, pero se contuvo. Holdenfield esbozó una sonrisa triste.

—¿Al menos todos conocen en líneas generales la tipología Holmes del asesinato en serie?

El surtido de murmullos y asentimientos en torno a la mesa fue, por lo general, afirmativo. Sólo Blatt planteó una pregunta.

—¿Sherlock Holmes?

Gurney no estaba seguro de si era una broma estúpida o sólo una muestra de estupidez.

—Ronald M. Holmes, un poco más contemporáneo, y una persona real —dijo Holdenfield con un tono exageradamente bondadoso que Gurney no logró situar.

¿Era posible que estuviera imitando al televisivo señor Rogers dirigiéndose a un niño de cinco años?

—Holmes clasificó a los asesinos en serie según sus motivaciones: los que están guiados por voces imaginadas; el tipo con una misión para librar al mundo de un grupo de personas intolerables: negros, homosexuales, lo que quiera; el tipo que busca la dominación total; el que busca emociones y se excita matando; y el asesino sexual. Pero todos tienen una cosa en común…

Todos están como putas cabras —dijo Blatt con una risa petulante.

—Buena observación, sargento —dijo Holdenfield con letal dulzura—, pero lo que realmente tienen en común es una terrible tensión interior. Matar a alguien les proporciona un alivio temporal de esa tensión.

—¿Como el sexo?

—Investigador Blatt —dijo Kline enfadado—, quizá sea buena idea que se guarde sus preguntas hasta que Rebecca termine sus comentarios.

—Su pregunta es, en realidad, muy pertinente. Un orgasmo alivia la tensión sexual. No obstante, en una persona normal no crea una espiral descendente disfuncional que exige orgasmos cada vez más frecuentes y a un coste cada vez mayor. En ese sentido, creo que los asesinatos en serie tienen más en común con la drogodependencia.

—Adicción al crimen —dijo Kline despacio, de un modo especulativo, como si estuviera ensayando un titular para una conferencia de prensa.

—Es una frase dramática —intervino Holdenfield—, pero hay algo de verdad en ella. Más que la mayoría de la gente, el asesino en serie vive en su propio mundo de fantasía. Puede dar la sensación de que se mueve normalmente en sociedad. Sin embargo, no extrae ninguna satisfacción de su vida pública ni tiene interés en las vidas reales de otras personas. Vive sólo para sus fantasías, fantasías de control, dominación, castigo. Para él, estas fantasías constituyen una realidad, un mundo en el cual se siente importante, omnipotente, vivo. ¿Alguna pregunta en este sentido?

—Tengo una —dijo Kline—. ¿Tiene ya alguna idea de qué tipo de asesino en serie estamos buscando?

—Sí, pero me gustaría oír lo que el detective Gurney tiene que decir al respecto.

Gurney suponía que la seria expresión académica de Holdenfield era tan falsa como su sonrisa.

—Un hombre con una misión dijo.

—¿Limpiando el mundo de alcohólicos? —Kline sonó medio curioso, medio escéptico.

—Creo que «alcohólicos» puede ser parte de la definición de las víctimas, pero hay más, a juzgar por su elección específica.

Kline respondió con un gruñido evasivo.

—En términos de un perfil más amplio, algo más que «un hombre con una misión», ¿cómo definiría a nuestro asesino?

Gurney decidió devolverle la moneda a la doctora.

—Tengo algunas ideas, pero me encantaría oír lo que la doctora Holdenfield tiene que decirnos sobre eso.

Holdenfield se encogió de hombros y luego habló deprisa y de manera improvisada.

—Varón blanco de treinta años, alto coeficiente intelectual, sin amigos, sin relaciones sexuales normales. Educado pero distante. Casi con certeza tuvo una infancia problemática, con un trauma central que influye en su elección de las víctimas. Puesto que sus víctimas son hombres de mediana edad, es posible que el trauma esté relacionado con su padre y una relación edípica con su madre…

Blatt la interrumpió.

—No está diciendo que este hombre literalmente… O sea, está diciendo que… ¿Con su madre?

—No necesariamente. Esto es todo cuestión de fantasía. Vive en y por su fantasía.

La voz de Rodríguez se afiló de impaciencia.

—Estoy teniendo un problema real con esa palabra, doctora. ¡Cinco cadáveres no son fantasías!

—Tiene razón, capitán. Para usted y para mí no son fantasías en absoluto. Son gente real, individuos con vidas únicas, merecedores de respeto, merecedores de justicia, pero no es lo que son para un asesino en serie. Para él son meros actores en su obra, no seres humanos como usted y yo entendemos el término. Son sólo atrezo bidimensional que él imagina: fragmentos de su fantasía, como los elementos rituales hallados en las escenas de los crímenes.

Rodríguez negó con la cabeza.

—Lo que está diciendo podría tener cierto sentido en el caso de un asesino en serie trastornado, pero ¿con eso qué? O sea, tengo otros problemas con todo este enfoque. Quiero decir, ¿quién decidió que era un caso de asesinatos en serie? Está siguiendo ese camino sin el menor… —Vaciló, al parecer al darse cuenta de repente de la estridencia de su voz y de lo poco oportuno de atacar a una de las asesoras favoritas de Sheridan Kline. Continuó en un registro más suave—. Me refiero a que los asesinatos secuenciales no son siempre obra de un asesino en serie. Hay otras formas de verlo.

Holdenfield parecía sinceramente desconcertada.

—¿Tiene hipótesis alternativas?

Rodríguez suspiró.

—Gurney no deja de hablar de algún otro factor además de la bebida que cuenta en la elección de las víctimas. Un factor obvio podría ser su implicación común en alguna acción pasada, accidental o intencional, que hiriera al asesino, y lo único que estamos viendo aquí es la venganza sobre el grupo responsable de esa herida. Podría ser tan simple como eso.

—No digo que un escenario como ése sea imposible —argumentó Holdenfield—, pero la planificación, los poemas, los detalles, el ritual…, todo parece demasiado patológico para una simple venganza.

—Hablando de patológico —dijo con voz áspera Jack Hardwick, como un hombre que se está muriendo con entusiasmo de cáncer de garganta—, éste podría ser el momento perfecto para poner a todo el mundo al día de los últimos indicios.

Rodríguez lo fulminó con la mirada.

—¿Otra pequeña sorpresa?

Hardwick continuó sin mostrar la menor reacción.

—A petición de Gurney, enviamos a un equipo de técnicos al hostal donde él pensaba que el asesino podría haber pasado la noche anterior al asesinato de Mellery.

—¿Quién lo autorizó?

—Yo lo hice, señor —dijo Hardwick—. Parecía orgulloso de su transgresión.

—¿Por qué no he visto ningún documento sobre eso?

—Gurney no creía que hubiera tiempo —mintió Hardwick.

Se llevó la mano al pecho con una curiosa y afligida expresión de «creo que me va a dar un ataque al corazón» y soltó un explosivo regüeldo. Blatt, espabilado de un ensueño privado, se separó de golpe de la mesa con tanta energía que su silla casi cayó hacia atrás.

Antes de que Rodríguez, crispado por la interrupción, pudiera centrarse de nuevo en su preocupación burocrática, Gurney cogió la bola de Hardwick y la lanzó en forma de explicación de por qué quería un equipo de recogida de pruebas en The Laurels.

—En la primera carta que el asesino envió a Mellery usó el nombre X. Arybdis. En griego, la X es equivalente a una CH inglesa, y Charybdis es el nombre de un remolino asesino en la antigua mitología griega, relacionado con otro peligro fatal llamado Scylla. La noche antes del asesinato de Mellery, un hombre y una mujer mayor que usaban el apellido Scylla se alojaron en ese hostal. Me sorprendería mucho que eso fuera una coincidencia.

—¿Un hombre y una mujer mayor? —Holdenfield parecía intrigada.

—Posiblemente el asesino y su madre, aunque el registro, de manera extraña, estaba firmado «señor y señora». ¿Quizás eso apoya el elemento edípico de su perfil?

Holdenfield sonrió.

—Es casi demasiado perfecto.

Una vez más la frustración del capitán estuvo a punto de estallar, pero Hardwick habló primero, retomando el asunto donde Gurney lo había dejado.

—Así que enviamos al equipo de pruebas a esa extraña cabaña que está decorada como un templo en homenaje a
El mago de Oz
. Se metieron a fondo (por dentro, por fuera, boca abajo) y ¿qué encontraron? Cero. Nada. Ni una puta cosa. Ni un pelo, ni un borrón de huella, ni un ápice de nada que señalara que un ser humano hubiera estado en algún momento en esa habitación. La jefa del equipo no podía creerlo. Me llamó, me dijo que no había ni rastro de huellas dactilares en lugares donde siempre hay huellas dactilares: escritorios, encimeras, pomos, tiradores de cajones, cierres de ventanas, teléfonos, mandos de ducha, grifos de lavabo, controles remotos de la tele, interruptores, una docena de otros lugares donde siempre encuentras huellas. Nada. Ni una. Ni siquiera una parcial. Así que le dije que empolvaran todo (todo), paredes, suelo, hasta el puto techo. La conversación se puso complicada, pero fui convincente. Entonces empieza a llamarme cada media hora para decirme que siguen sin encontrar nada y lo mucho que le estoy haciendo perder su precioso tiempo. Pero la tercera vez que llama hay algo diferente en su voz: está un poco más calmada. Me dice que han encontrado algo.

Rodríguez se esforzó en ocultar su decepción, pero Gurney lo notó. Hardwick continuó después de otra pausa dramática.

—Encontraron una palabra en la parte exterior de la puerta del cuarto de baño. Una palabra: «Redrum
[6]
».

—¿Qué? —bramó Rodríguez, no tan cauteloso en ocultar su incredulidad.

—Redrum. —Hardwick repitió la palabra despacio, dando a entender que ya lo sabía, como si fuera la clave de algo.

—¿Redrum? ¿Como en la película? —preguntó Blatt.

—Espera un momento, espera un momento —dijo Rodríguez, pestañeando con frustración—. ¿Me estás diciendo que tu equipo de investigación necesitó, cuánto, tres, cuatro horas para encontrar una palabra escrita a la vista de todos en una puerta?

—No a la vista —dijo Hardwick—. La escribió del mismo modo que usó para dejarnos los mensajes invisibles en las notas a Mark Mellery, ¿recuerda?

El capitán le dirigió una mirada silenciosa.

—Vi eso en el archivo del caso —dijo Holdenfield—. Unas palabras que escribió en la parte de atrás de las notas con el aceite de su propia piel. ¿Es eso posible?

—No hay ningún problema —dijo Hardwick—. De hecho, las huellas dactilares no son otra cosa que aceite. Simplemente utilizó ese recurso para su propósito. Quizá se frotó los dedos en la frente para que tuvieran más aceite. Pero sin duda funcionó entonces y volvió a hacerlo en The Laurels.

—Pero estamos hablando del «redrum» de la peli, ¿no? —repitió Blatt.

—¿Peli? ¿Qué peli? ¿Por qué estamos hablando de una peli? —Rodríguez estaba pestañeando otra vez.


El resplandor
—dijo Holdenneld con creciente excitación—. Una famosa escena. El niño escribe la palabra «redrum» en una puerta del dormitorio de su madre.

—Redrum es
murder
escrito al revés —anunció Blatt.

—Dios, ¡es todo tan perfecto! —dijo Holdenfield.

—Supongo que todo este entusiasmo significa que tendremos una detención en las próximas veinticuatro horas. —Rodríguez parecía estar tensándose para expresar el máximo sarcasmo.

Gurney no le hizo caso y se dirigió a Holdenfield.

—Es interesante que quisiera recordarnos el «redrum» de
El resplandor
.

Los ojos de ella brillaron.

—La palabra perfecta de la película perfecta.

Kline, que durante un buen rato había estado observando el juego de la mesa como un aficionado miraría uno de los partidos de squash de su club, finalmente intervino.

—Muy bien, señores, es hora de que me cuenten el secreto. ¿Qué demonios es tan perfecto?

Holdenfield miró a Gurney:

—Usted le cuenta lo de la palabra, yo le contaré lo de la película.

—La palabra está escrita hacia atrás. Es tan sencillo como eso. Ha sido así desde el principio del caso. Igual que la senda de pisadas hacia atrás en la nieve. Y, por supuesto, es la palabra
murder
la que está al revés. Nos está diciendo que todo el caso está al revés. «Poli necio vil.»

Kline fulminó a Holdenfield con su mirada de contrainterrogatorio.

—¿Estás de acuerdo con eso?

—Básicamente sí.

—¿Y la película?

—Ah, sí, la película. Trataré de ser tan concisa como el detective Gurney. —Pensó unos momentos y habló como si eligiera con cuidado cada una de sus palabras—. La película trata de una familia en la cual una madre y su hijo están aterrorizados por un padre loco. Éste resulta ser un alcohólico con un historial de borracheras violentas.

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