Read Sé lo que estás pensando Online

Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (19 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
7.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Madeleine se volvió hacia él desde el perchero del otro lado de la estancia, donde estaba colgando su parka naranja. Todavía tenía salpicaduras de nieve en los hombros, lo cual significaba que había estado caminando entre los pinos.

—Está precioso fuera —dijo, pasándose los dedos por su grueso cabello castaño, atusándoselo donde la capucha de la parka se lo había chafado.

Entró en la despensa, salió al cabo de un minuto y miró por las encimeras.

—¿Dónde has puesto las pacanas?

—¿Qué?

—¿No te pedí que compraras pacanas?

—Me parece que no.

—Quizá no. ¿O quizá no me oíste?

—No tengo ni idea —dijo David. Le estaba costando mucho seguir la conversación, dadas las circunstancias—. Te traeré algunas mañana.

—¿De dónde?

—De Abelard.

—¿En domingo?

—Dom…, sí, es verdad, está cerrado. ¿Para qué las necesitas?

—Me toca hacer el postre.

—¿Qué postre?

—Elizabeth prepara la ensalada y hornea el pan; Jan hace el chili, y yo cocino el postre. —Se le oscurecieron los ojos—. ¿Te has olvidado?

—¿Van a venir aquí mañana?

—Exacto.

—¿A qué hora?

—¿Tiene importancia?

—He de presentar mi declaración por escrito al equipo del DIC a mediodía.

—¿En domingo?

—Es una investigación de homicidio —dijo con apatía, y esperaba que sin sarcasmo.

Madeleine asintió con la cabeza.

—Así que estarás todo el día fuera.

—Parte del día.

—¿Qué parte?

—Dios, ya sabes cómo son estas cosas.

La tristeza y la rabia que competían entre sí en los ojos de Madeleine le dolieron más que una bofetada.

—O sea, que supongo que mañana llegarás a casa a la hora que llegues, y quizá cenarás con nosotros, o quizá no —dijo Madeleine.

—He de entregar una declaración firmada como testigo ante facto
[2]
en un caso de homicidio. No es algo que quiera hacer. —Su voz se levantó de un modo abrupto, asombroso, escupiéndole las palabras—. Hay algunas cosas en la vida que hay que hacer. Se trata de una obligación legal, no de una cuestión de preferencia. ¡Yo no escribí la maldita ley!

Madeleine lo miró con un cansancio tan repentino como la furia de él.

—Aún no te das cuenta, ¿verdad?

—¿De qué?

—De que tu cerebro está tan ocupado con el asesinato, el caos, la sangre, los monstruos, los mentirosos y los psicópatas que no te queda sitio para nada más.

22

Dejando las cosas claras

Esa noche pasó dos horas leyendo y corrigiendo su declaración. Contaba de un modo sencillo sin adjetivos, emociones ni opiniones su relación con Mark Mellery: su amistad ocasional en la universidad y cómo habían contactado de nuevo, el mensaje de correo electrónico de Mellery en el que le solicitaba una reunión o su inflexible negativa a poner el asunto en manos de la Policía.

Se tomó dos tazas de café fuerte mientras preparaba la declaración y, como resultado, durmió fatal. Tenía frío, sudor, nervios, sed, un dolor huidizo que pasaba inexplicablemente de una pierna a la otra; la sucesión de incomodidades de la noche proporcionó un maligno semillero para pensamientos que le inquietaban, sobre todo relativos al dolor que había advertido en los ojos de Madeleine.

Sabía que todo procedía de la idea que ella tenía acerca de cuáles eran las verdaderas prioridades de su marido. Madeleine se estaba quejando de que cuando los roles de su vida chocaban, Dave, el detective, siempre se imponía a Dave, el marido. Su jubilación no había traído ninguna diferencia. Estaba claro que ella había confiado, y quizás había creído, en lo contrario. Pero ¿cómo podía dejar de ser lo que era? ¿Cómo podía convertirse en alguien que no era? Su mente trabajaba de manera excepcional en determinado sentido, y las mayores satisfacciones de su vida procedían de la aplicación de ese don intelectual. Poseía un cerebro de una lógica privilegiada y una antena bien sintonizada para la discrepancia. Estas cualidades lo convertían en un detective formidable. También creaban el cojín de abstracción que le permitía mantener una tolerable distancia con los horrores de su profesión. Otros policías disponían de otros cojines: alcohol, solidaridad fraternal, cinismo. El escudo de Gurney era su capacidad para entender las situaciones como retos intelectuales y los crímenes como ecuaciones por resolver. Así era David Gurney. No era algo que pudiera dejar de ser simplemente por retirarse. En eso estaba pensando cuando por fin se quedó dormido una hora antes del alba.

* * *

Situada cien kilómetros al este de Walnut Crossing, quince kilómetros más allá de Peony, en un risco con vistas al Hudson, la comisaría central de la Policía del estado daba la impresión de ser una fortaleza recién erigida. Su enorme fachada de piedra gris y estrechas ventanas parecía diseñada para resistir el Apocalipsis. Gurney se preguntó si la arquitectura estaba influida por la histeria del 11S, que había generado proyectos incluso más estúpidos que las comisarías inexpugnables.

Dentro, la luz fluorescente potenciaba al máximo el aspecto severo de los detectores de metales, cámaras cenitales, garitas de vigilancia a prueba de balas y suelo de hormigón pulido. Había un micrófono para comunicarse con el guardia de la garita, que en realidad era más una sala de control que contenía una fila de monitores correspondientes a las distintas cámaras de seguridad. Las luces, que proyectaban un brillo frío en todas las superficies duras, daban al guardia una palidez de agotamiento. Incluso su pelo incoloro se percibía enfermo por la iluminación antinatural. Parecía que estuviera a punto de vomitar.

Gurney habló al micrófono, conteniendo la urgencia de preguntarle al guardia si estaba bien.

—Soy David Gurney. Tengo una cita con Jack Hardwick.

El guardia le entregó un pase temporal para las instalaciones, así como una hoja de visitas que debía firmar y devolverle a través de una estrecha ranura situada en la base de la formidable pared de cristal que iba desde el techo hasta el mostrador que los separaba. El hombre levantó el teléfono, consultó una lista pegada con celo en un lateral del mostrador, marcó una extensión de cuatro dígitos, dijo algo que Gurney no pudo oír y volvió a dejar el teléfono en su lugar.

Al cabo de un minuto, se abrió una puerta gris de acero situada en la pared al lado de la cabina y apareció el mismo policía de paisano que lo había escoltado el día anterior en el instituto. Hizo una señal a Gurney sin dar la menor indicación de que lo hubiera reconocido y lo condujo por un pasillo gris y anodino hasta otra puerta de acero, que abrió.

Entraron en una gran sala de conferencias sin ventanas: sin ventanas sin duda para mantener a los reunidos a salvo del vuelo de cristales en caso de atentado terrorista. Gurney era un poco claustrofóbico y odiaba los espacios sin ventanas, detestaba a los arquitectos que pensaban que eso era una buena idea.

Su lacónico guía fue derecho a la cafetera del rincón. La mayoría de los asientos de la alargada mesa de conferencias ya estaban destinados a personas que todavía no estaban en la sala. Había chaquetas colgadas de los respaldos en cuatro de las diez sillas, y otras tres habían sido reservadas, pues estaban inclinadas hacia la mesa. Gurney se quitó la parka fina que llevaba y la colocó en el respaldo de una de las sillas libres.

Se abrió la puerta y Hardwick entró, seguido por una mujer pelirroja de aspecto aplicado, vestida con un traje unisex, y el otro aspirante de Tom Cruise, que fue a reunirse con su colega junto a la cafetera. La mujer, que llevaba un ordenador portátil y una gruesa carpeta, se sentó en una silla libre y colocó sus cosas en la mesa delante de ella. Hardwick se acercó a Gurney, con el semblante en un extraño punto medio entre la anticipación y el desdén.

—Tengo una sorpresa para ti, colega —susurró de un modo crispante—. Nuestro precoz fiscal del distrito, el más joven en la historia del condado, nos honrará con su presencia.

Gurney sintió ese antagonismo reflejo hacia Hardwick, y no era desproporcionado, teniendo en cuenta la acidez sin sentido del hombre. A pesar de su esfuerzo por no dejar entrever reacción alguna, sus labios se tensaron al hablar:

—¿Acaso no era de esperar que se implicara en un caso así?

—No he dicho que no lo esperara —murmuró Hardwick—. Sólo he dicho que tenía una sorpresa para ti.

Miró las tres sillas inclinadas en el centro de la mesa y, con el labio curvado que se estaba convirtiendo en parte de su fisonomía, comentó a nadie en particular.

—Los tronos de los tres sabios.

Justo entonces, se abrió la puerta y entraron tres hombres.

Hardwick los identificó
sotto voce
al oído de Gurney. Parecía que tenía una vocación frustrada por la ventriloquia, teniendo en cuenta su habilidad para hablar sin mover los labios.

—Capitán Rod Rodríguez, capullo servicial —dijo el susurro incorpóreo, al tiempo que un hombre achaparrado con bronceado de salón, sonrisa floja y ojos malevolentes entraba en la sala y sostenía la puerta al hombre más alto que iba detrás: un tipo delgado y alerta cuya mirada barrió la sala y se posó durante no más de un segundo en cada individuo—. Fiscal del distrito Sheridan Kline —dijo el susurro—, quiere ser el gobernador Kline.

El tercer hombre, que se movía furtivamente detrás de Kline, prematuramente calvo y que irradiaba todo el encanto de un bol de chucrut frío, era:

Stimmel, el segundo de Kline.

Rodríguez los condujo hasta las sillas inclinadas y le ofreció el lugar central a Kline, quien lo tomó como algo normal. Stimmel se sentó a la izquierda del fiscal; Rodríguez, a su derecha. Este último miró el resto de las caras de los presentes a través de unas gafas de fina montura metálica. El cabello grueso y negro, que crecía desde la frente en una inmaculada mata, estaba obviamente teñido. Dio unos golpecitos en la mesa con los nudillos, mirando a su alrededor para asegurarse de que captaba la atención de todos.

—Nuestra agenda dice que esta reunión empieza a las doce del mediodía y el reloj dice que son las doce del mediodía. Si son tan amables de tomar asiento…

Hardwick se sentó al lado de Gurney. El grupo de la cafetera se acercó a la mesa y en cuestión de medio minuto todos habían ocupado sus sillas. Rodríguez miró a su alrededor con acritud, como para sugerir que los verdaderos profesionales no habrían tardado tanto en conseguirlo. Al ver a Gurney, su boca se retorció de un modo que podía interpretarse como una sonrisa rápida o una mueca de dolor. Su expresión acre se profundizó ante la visión de la única silla vacía. Enseguida continuó.

—No hace falta que les diga que un caso de homicidio de perfil alto ha caído en nuestras manos. Estamos aquí para asegurarnos de que estamos todos aquí. —Hizo una pausa, como para comprobar quién era capaz de apreciar su ingenio zen. Luego lo tradujo para las mentes obtusas—. Estamos aquí para asegurarnos de que estamos todos en la misma longitud de onda desde el primer día en este caso.

—Segundo día —murmuró Hardwick.

—¿Disculpa? —dijo Rodríguez.

Los gemelos Cruise intercambiaron expresiones de confusión equivalentes.

—Hoy es el segundo día, señor. Ayer fue el primer día, y fue un día de perros.

—Obviamente, estaba utilizando una figura retórica. A lo que me refiero es a que tenemos que estar en la misma onda desde el principio de este caso. Hemos de marchar todos al mismo paso. ¿Me estoy explicando?

Hardwick asintió inocentemente. Rodríguez le dio la espalda de un modo teatral para dirigir sus comentarios a las personas más serias de la mesa.

—Por lo poco que sabemos en este punto, el caso promete ser difícil, complejo, sensible y potencialmente escandaloso. Me han dicho que la víctima era un autor y conferenciante de éxito. La familia de su esposa tiene fama de ser inmensamente rica. Entre la clientela del Instituto Mellery se cuentan personajes ricos, obstinados y que suelen dar problemas. Cualquiera de estos factores podría crear un circo mediático. Si juntamos los tres nos encontramos con un enorme reto. Las cuatro claves para el éxito serán organización, disciplina, comunicación y más comunicación. Lo que vean, lo que oigan, lo que concluyan es inútil si no queda registrado e informado de manera adecuada. Comunicación y más comunicación.

Miró a su alrededor. Sus ojos se entretuvieron más tiempo en Hardwick, identificándolo de manera no demasiado sutil como el principal infractor de las normas de registrar e informar. Hardwick estaba examinándose una peca en el dorso de su mano derecha.

—No me gusta la gente que dobla las normas —continuó Rodríguez—. A largo plazo, quienes doblan las normas causan más problemas que aquellos que las rompen. Quienes doblan las normas siempre aseguran que lo hacen para cumplir con el trabajo. La realidad es que lo hacen por su propia conveniencia.

Lo hacen porque carecen de disciplina, y la falta de disciplina destruye las organizaciones. Así que escúchenme, alto y claro: en este caso vamos a seguir las normas. Usaremos nuestras listas de verificación. Rellenaremos los informes con detalle. Los entregaremos a tiempo. Todo irá por los canales adecuados. Todas las cuestiones legales se dirigirán a la oficina del fiscal del distrito Kline antes (repito, antes) de acometer ninguna acción cuestionable. Comunicación, comunicación, comunicación.

Lanzó las palabras como una sucesión de obuses de artillería a una posición enemiga. Como pensó que había sofocado toda resistencia, se volvió con empalagosa deferencia al fiscal del distrito, quien se había mostrado cada vez más inquieto durante la arenga, y dijo:

—Sheridan, sé que quieres implicarte en este caso de un modo muy personal. ¿Hay algo que quieras decirle a nuestro equipo? —Kline sonrió ampliamente, con lo que, a gran distancia, podía tomarse equivocadamente por cariño. De cerca, lo que se percibía era el narcisismo radiante de un político.

—Lo único que quiero decir es que estoy aquí para ayudar. Ayudar en lo que pueda. Ustedes son los profesionales. Profesionales formados, experimentados y de talento. Ustedes conocen su trabajo. Es su función.

El atisbo de una risa alcanzó el oído de Gurney. Rodríguez pestañeó. ¿Era posible que sintonizara tan bien la frecuencia de Hardwick?

—Pero estoy de acuerdo con Rod. Puede ser un gran espectáculo, un espectáculo muy difícil de manejar. No cabe la menor duda de que saldrá por la tele, y va a haber mucha gente observando. Prepárense para los titulares sensacionalistas: «Sangriento asesinato de un gurú New Age». Nos guste o no, caballeros, es un candidato para los diarios sensacionalistas. No quiero que parezcamos capullos como los que jodieron el caso Jon Benet en Colorado o como los capullos que jodieron el caso Simpson. Vamos a tener muchas bolas en el aire en esta investigación, y si empiezan a caer, vamos a tener un buen lío en las manos. Esas bolas…

BOOK: Sé lo que estás pensando
7.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

You Better Knot Die by Betty Hechtman
Catherine's Letters by Aubourg, Jean-Philippe
Ripple by Mandy Hubbard
The Long Way Home by McQuestion, Karen
Breakfast with Mia by Jordan Bell
Ricochet (Locked & Loaded #1) by Heather C. Leigh
Secret Identity by Sanders, Jill