Nervioso, Scorpius dio unos pasos y empezó su versión particular de lo que creía la ceremonia de una boda.
—Queridos, amados míos; quienes conservamos humildes la mente, el corazón y el cuerpo, nos hemos congregado aquí para unir en matrimonio a estas dos personas. Harriett y James, de acuerdo con nuestra fe y nuestra creencia de que sólo quienes han ingresado en la Sociedad de los Humildes alcanzarán el verdadero paraíso.
Prosiguió así durante media hora en una mezcolanza de frases cristianas, judías y de otras religiones. Los contrayentes tenían las manos unidas por un pañuelo de seda, similar a una estola; el Guardaespaldas Bob, que actuaba como padrino de Harriett, hizo circular una bolsa de terciopelo que contenía cincuenta krugerrands; se intercambiaron los anillos y los novios bebieron tres sorbos de la misma copa de plata, tras de lo cual, Bond aplastó con el pie un vaso de vino colocado debajo de un paño. Esto último, según explicó Scorpius, representaba el aplastamiento de todos quienes se interponían entre los verdaderos Humildes y el camino al paraíso. Pero Bond sabía perfectamente que aquello era un plagio de la ceremonia judía en la que se simboliza la destrucción del Templo y se recuerda a la pareja que el matrimonio debe permanecer bien guardado para evitar que se haga añicos.
Finalmente Scorpius los declaró marido y mujer. El velo de Harriett fue echado hacia atrás y se permitió a Bond besar a la novia.
A continuación tuvo lugar una pequeña fiesta en la amplia antesala donde se congregaron todos los Humildes presentes. Se brindó con champán Pol Roger 71, una de las grandes cosechas, y se intercambiaron felicitaciones seguidas de breves discursos. Harriett miraba a Bond con admiración y él se dio cuenta de que, si bien nunca podría estar realmente enamorado de aquella muchacha, sí se sentía preocupado por ella. Su sentido de la caballerosidad le decía claramente que tenía que hacer todo lo posible para que no sufriera.
Para entonces se había hecho ya tarde; eran casi las dos de la madrugada. Bond estaba convencido de que, aunque quizá pudieran producirse algunas muertes más en Inglaterra, deberían esperar hasta las primeras horas del día siguiente antes de iniciar el plan de fuga que tenía perfectamente trazado en su cerebro. Aquello le proporcionaría alguna claridad a la que poder examinar el terreno por los amplios ventanales que ocupaban casi toda la superficie de los muros exteriores del cuarto de los invitados frente al mar.
Entre una barahúnda de gritos y de bromas de mal gusto, la pareja fue conducida a las habitaciones de los invitados, que encontraron casi excesivamente acicaladas. La destinada a Bond estaba cerrada con llave y su cartera había sido trasladada al salón. Había allí flores, más champán y bombones de chocolate. Uno de los guardianes dijo que no los despertarían temprano, y por su parte, Scorpius dejó bien claro que no esperaba verlos por lo menos durante dos o tres días.
Bond estaba empezando a sentir cierto cansancio, después de la larga jornada, acrecentado por el cambio de hora. Se excusó y se metió en el baño para lavarse y empezar su rutina nocturna. Su bolsa de aseo había sido vaciada y los diversos objetos estaban colocados sobre una estantería de cristal encima del doble lavabo. Al salir vio que Harriett se hallaba de pie junto a la cama, llevando sólo su breve ropa interior.
—Mira, James —le dijo dirigiéndole su sonrisa más pícara—. No me falta de nada —fue señalando cada una de las piezas—. Las hay antiguas, otras modernas, y algunas prestadas, pero todas en azul.
Se acercó a él envolviéndolo con su cuerpo semidesnudo y empujándole hacia la cama. Habría hecho falta ser un santo para resistirse, y Bond era el primero en admitir que la santidad no constituía precisamente su punto fuerte.
A primeras horas de la mañana, metidos bajo las sábanas, donde sus palabras no podían ser recogidas por ningún micrófono, él empezó a hacerle preguntas:
—¿Dijiste que Scorpius te propuso casarse contigo?
—Me ofreció el matrimonio y una vida de lujo a cambio de que yo le entregara la mía, desde luego. Sabe que soy muy hábil en mi trato con él; pero cuando me hizo la propuesta tuve la impresión de que intentaba demostrarse algo a sí mismo; convencerse de que su poder puede salvar cualquier obstáculo que se ponga en su camino. No pude comprender por qué no me mató sencillamente.
—¿Y tú le rechazaste?
Ella dejó escapar una breve risita.
—Le dije que se fuera… Bueno, en realidad, empleé unas expresiones bastante vulgares.
—Pero él no te mató. ¿Cómo acabó la cosa?
—Se puso rabioso, empezó a lanzar improperios y juró que me haría sufrir como una condenada. Luego se fue aplacando y añadió que si no me casaba con él procuraría que lo hiciera con cualquier otra persona… Me parece que en aquel momento pensaba en ti, James.
—¿De veras?
—Afirmó que había decidido realizar una boda. Parecía como obsesionado por esa idea. Está completamente loco, ¿no te habías dado cuenta?
—Sí. Ahora lo veo perfectamente.
—Parecía como si la ceremonia de una boda fuera esencial para sus planes. Estaba llevando a cabo alguna de sus horribles operaciones y…
—Lo sé.
—…y en su demencia parece como si la idea de una boda formara parte de alguna superstición; como si en su paranoia creyera que el plan, o lo que sea, sólo tendría éxito si casaba a alguien. Es decir, si él mismo realizaba la ceremonia.
—Sí —murmuró Bond. Aquello parecía cobrar sentido. Scorpius, el proveedor de tantas muertes, había llegado a creerse las tonterías que predicaba, y ahora, a punto de realizar algo que internacionalmente iba a tener una repercusión horrible, pensaba que era el momento de realizar un sacrificio a su idea de la divinidad.
Como si sus pensamientos se transmitieran a Harriett, ésta comentó:
—Parecía considerar la boda como un sacrificio. Dijo que me concedería un par de días de placer, y que luego de casada, cuando su gran tarea hubiera quedado completa, presenciaría cómo la novia y el novio sufrían las penas reservadas a los condenados. Nos daríamos cuenta de hasta dónde llega su poder en el mundo… Esto es muy importante para su locura. Luego moriríamos lentamente… —tragó saliva y se contuvo las lágrimas—. Tengo miedo, James. Estoy muy asustada. Nos tiene reservado algo realmente terrorífico. Ese hombre es el demonio en persona.
Se aferró a él como intentando encontrar en su cuerpo la paz mental que tanto necesitaba.
Estrechándola contra él, Bond trató de explicarle su plan de fuga y el modo de eludir los peligros que los amenazaban. Ahora estaba seguro de aquella mujer y decidido a hacer lo posible para salvarla…, y no sólo a ella sino quizá también a centenares de otras personas.
—Escúchame, Harry —empezó—. En mi cartera llevo algunas cosas interesantes.
—¡Dios mío! —exclamó, atrayéndole hacia ella—. ¿No tienes bastantes conmigo?
No sería hasta la tarde siguiente cuando empezaría a explicarle lo que se había propuesto.
En aquellos momentos, extenuados por sus expansiones amorosas, los dos empezaron a hablar de su vida, de su infancia, de las cosas que les agradaban y de las que les disgustaban. Bond descubrió que Harriett era en esencia una mujer muy seria dotada de fuerte voluntad y energía. En muchos aspectos los dos poseían un sentido del humor casi idéntico y descubrieron que en su atracción mutua existía algo más que el sexo. Podían ser a la vez amantes y amigos.
A las primeras claridades perladas del alba, Harriett se sumió en un tranquilo sueño. Saltando de la cama, él se acercó sin hacer ruido a la ventana. Amanecería al cabo de una hora y notó que la luz de los focos había sido ya apagada.
Harriett se movió un poco y le llamó con voz susurrante para que volviera a la cama.
La tarde fue clara y brillante con un sol espléndido y un cielo teñido de ese azul profundo que es una de las maravillas de la vida. Sobre la playa y el mar los pelícanos volaban describiendo círculos como aviones en desordenada formación, lanzándose hacia el agua para sacar de ella su alimento. A lo lejos, junto a la orilla, Bond podía distinguir los puntitos negros de otras aves a la busca de bocados exquisitos conforme subía la marea.
Un biplano rojo, que se utilizaba para recorridos turísticos por encima de la isla, descendió bruscamente y picó como si pretendiera bombardear Ten Pines. Pero en el último instante el piloto rectificó y el pequeño avión de juguete pareció como si se pusiera erguido sobre su cola, sostenido por el aire cálido y ascendiendo de nuevo para realizar a continuación un par de espectaculares piruetas. Bond se preguntó qué tal lo pasarían los turistas que habían pagado por participar en la diversión.
El avión volvió a pasar tres veces, y Bond empezó a tener la intuición de que allí estaba ocurriendo algo extraño. ¿Era normal que los turistas obtuvieran tres o cuatro vistas panorámicas del escondite de Scorpius? ¿No sería mejor esperar quizá otro día o incluso dos antes de intentar la fuga? Pero era demasiado arriesgado continuar aplazándola. De nuevo empezó a repasar todos los detalles comprobando la distancia desde la ventana hasta la zona pantanosa cubierta de juncos donde se encontraba el mayor de los peligros: el nido de serpientes mocasines que se ocultaba allí. Al principio del día se había dicho ya que la distancia debía ser de veinte pasos; luego habría diez pasos más por el pantano hasta alcanzar la relativa seguridad de la playa.
En la cama, metido de nuevo bajo las sábanas, explicó su estrategia a Harriett en un susurro. Scorpius y los suyos le habían estado removiendo la cartera: de ello no le quedaba la menor duda, porque conocía métodos infalibles para detectar cualquier manipulación: un pelo aquí, un fragmento de cerilla allá. Pero la tecnología de Quti había triunfado. La cartera guardaba celosamente todos sus secretos.
El compartimento de seguridad contenía la pistola Browming Compact de nueve milímetros, cargada junto con dos cargadores de reserva. Había también un pequeño botiquín, pero que de nada serviría contra el veneno de las mocasines acuáticas; un equipo para abrir cerraduras, unos cuantos rollos de alambre para usos varios y una robusta herramienta que lo mismo se podía usar como mortífero cuchillo de nueve pulgadas que como hacha, lima o palanqueta. Actuaba, pues, como un suplemento indispensable a su más pequeña pero versátil navaja del ejército suizo.
Por último, y pulcramente envueltas en un pedazo de papel encerado, había doce tiras de explosivo plástico, cada una de ellas del tamaño de un chicle. Colocados a prudente distancia había también detonadores y mechas electrónicas. Reveló a Harriett la existencia de los explosivos, aunque callando lo de la pistola y algunos otros objetos.
Subrayó los peligros que encerraba el pantano y calculó que sus posibilidades de salvación se elevaban a un cincuenta por ciento, especialmente luego de que ella admitiera que no nadaba muy bien. Esto significaba que él tendría que ralentizar el ritmo de sus brazadas…, si es que conseguían llegar al mar.
—Voy a preparar tres cargas muy potentes empleando el explosivo plástico. Dos barras en cada carga son capaces de producir un terrible estallido —le explicó en un murmullo mientras la iba besando. Le reveló también la existencia de tres detonadores electrónicos que podía programar para que actuaran con intervalos de dos y diez segundos—. El primero funcionará a los dos segundos; el segundo, a los cuatro, y el último a los ocho.
La operación sería sencilla y directa, pero necesitaba un cronometraje meticuloso así como frialdad y concentración.
—En cuanto hayamos salido y estemos al otro lado de la ventana nos quedaremos quietos hasta que nuestras pupilas se ajusten a la oscuridad. Cuando te empuje correremos en línea recta hacia los pantanos —insistió en que debía mantenerse a su nivel y contar el número de pasos—. Yo me ocuparé de las bombas de plástico —continuó—. Tendré que ir arrojándolas conforme corremos: primero la de mecha más larga; luego, la mediana, y finalmente, la corta. De este modo, y si actuamos adecuadamente, podemos conseguir una explosión simultánea. Si no me equivoco, los explosivos abrirán un camino en el pantano. Nada quedará con vida en esa zona, y cuantas serpientes se encuentren en un radio de varios metros serán puestas fuera de combate. Las que sobrevivan sufrirán una conmoción terrible. Pero ten en cuenta que son animales muy beligerantes.
»Saldremos como murciélagos de una cueva, para lanzarnos por el paso que espero abrir en el pantano. Si conservamos los ánimos y tenemos suerte, podremos llegar sanos y salvos al otro lado; es decir, a la playa, y alcanzar el mar. Pero hay que correr en línea recta y muy deprisa. Dispondremos de menos de treinta segundos para cruzar el paso. Si me equivoco y una sola serpiente queda con vida en él o en sus inmediaciones, vamos a pasarlo muy mal.
»En el caso de que uno de los dos resulte mordido, el otro deberá continuar la marcha como sea. Una vez en el agua habrá que nadar hacia la derecha porque estamos situados más al extremo derecho que hacia el izquierdo de la plantación. Tendremos que seguir mar adentro un largo trecho, porque sospecho que cuando estemos allí Scorpius habrá empezado a disparar como un loco tanto desde la derecha como desde la izquierda de la finca.
—¿Quieres decir que si una serpiente te muerde, James, tendré que abandonarte? —preguntó Harriett con voz débil e insegura.
—Quedarse significaría la muerte.
Tras una larga pausa, ella le abrazó fuertemente.
—No sé si querría seguir viviendo en el caso de que tú me faltaras, querido James.
—¡Vamos, Harry; nadie es tan importante como eso, y además son muchas las personas a las que debemos tomar en consideración, aparte tú y yo! Hay que detener las maldades de Scorpius. Acabar con ellas definitivamente. De modo que si yo caigo, tú continúas. ¿Entendido?
Ella volvió a preguntarle lo que opinaba realmente sobre las posibilidades de superar la prueba. De nada hubiera servido mentirle. Bond tenía que ser sincero.
—Si quieres echarte atrás, me lo dices, Harry —le sugirió—. Calculo que nuestras posibilidades de atravesar el pantano son menos de un cincuenta por ciento. Y de un cincuenta si llegamos al agua.
Le explicó que en el caso de que ella sobreviviera, pero él no, debería dirigirse al teléfono más próximo y llamar a la policía.
—Si la palmo en el pantano tendrás que cumplir la misión tú sola.