Sonrió mostrando en su semblante una expresión tan malvada que hubiera complacido al propio marqués de Sade. Bond creyó casi ver la sombra de este último en la habitación donde se hallaban.
Scorpius siguió sonriendo conforme añadía con deleite:
—Me alegró poder devolver a su padre algunas de las contrariedades que me ha hecho sufrir. Nuestra vida hubiera sido mucho más favorable si su banco, el terrible Gomme-Keogh, hubiera apoyado la empresa de la Avante Carte.
—¿Los suyos intentaban sacar a Trilby de nuestra clínica cuando fueron sorprendidos? Todos imaginamos que querían matarla.
—En efecto, la estaban rescatando. ¿Por qué los míos habían de matarla? En todo este asunto ha habido mala suerte. Pearlman estaba allí, pero esa idiota de la Horner fue la que armó todo el barullo. Lo que me lleva otra vez, señor Bond, a recordarle mi oferta anterior.
—¿Cuál era? —preguntó Bond como si hubiese olvidado la vaga promesa de Scorpius de que a cambio de un pequeño favor le entregaría a los Humildes que quedaran, una vez la campaña en curso hubiera terminado.
Bond no creía que Scorpius fuese capaz de cumplir una promesa ni de pedir algo de poca importancia. El suyo era un mundo de concesiones muy grandes, plagado de promesas sin cumplir y de intenciones tortuosas.
Scorpius repitió las mismas palabras que ya había pronunciado antes:
—Sólo le pido un pequeño favor. A cambio estoy dispuesto a darle los nombres y las señas conocidas de todos los Humildes, incluyendo los que queden aquí, una vez esta campaña tan especial toque a su fin.
Bond sonrió fijando la mirada en el plato ahora vacío que tenía frente a sí.
—¡Oh! No hablemos de negocios durante una cena tan espléndida. Puedo esperar para saber de qué favor se trata. Pero ahora dejémoslo pendiente, Scorpius.
—Como quiera. El postre está en el bar. Y una vez más, antes comeré también de él.
—Es una tarta de melocotón —anunció Trilby—. Espero que le guste —añadió en un tono demasiado vibrante, nervioso y rápido.
—Será deliciosa.
En realidad aquel plato de melocotones pelados y macerados durante cinco minutos en un jarabe de azúcar y agua, al que a veces se añade una bolsita de pétalos de rosa, era uno de sus postres favoritos. Por regla general Bond no tomaba semejante tipo de manjares, pero aquel Meringue Chantilly realmente bien hecho era de los que rara vez dejaban de tentarle.
—Dígame —manifestó como si empezara a acomodarse a aquella compañía infernal—. Ha afirmado usted que nunca podré escapar de este lugar.
—Señor Bond, más vale que se lo quite de la cabeza.
—¿Por qué?
—Aunque se lo diga, será igual. No hay modo de salir de la plantación Ten Pines, excepto con mi permiso.
—Las vidrieras del cuarto para los invitados dan a unas playas y al mar. Tienen puertas correderas y están desprovistas de cerrojos. ¿Por qué no puedo salir tranquilamente y alejarme nadando? ¿Es que mantiene guardias armados en ese lugar las veinticuatro horas del día?
—Los guardias armados se encuentran en la parte delantera de la finca —respondió Scorpius en un tono como si pretendiera enfocar el asunto bajo un prisma de humor—. Hay allí un amplio semicírculo de árboles, plagados, y uso este término de un modo muy realista, de guardianes y de perros. En cambio, el camino hacia el mar no necesita de perros ni de tiradores de élite. Porque está provisto de obstáculos naturales muy desagradables…, a los cuales he añadido algunos de mi propia invención.
—¿Cómo, por ejemplo…?
—No hay cocodrilos en esa zona, porque verdaderamente no son amigos del mar; pero existe un pequeño tramo pantanoso plagado de juncales entre la parte trasera de la casa y la playa principal y el mar.
—Hemos colocado grandes letreros para que los turistas no se aproximen. Sin embargo debo admitir que se han producido algunos accidentes lamentables. Nadie…, y cuando digo nadie es nadie, ha podido pasar desde la plantación al mar y seguir vivo para contarlo. ¿Ha oído hablar alguna vez de la serpiente acuática llamada mocasín?
Bond hizo una señal de asentimiento.
—Se la conoce también usualmente como «boca de algodón».
—¿Y no está de acuerdo conmigo en que se trata de una serpiente sumamente peligrosa?
—Sí, en efecto, a menos de que las mordeduras se traten con suma rapidez.
—El veneno de la mocasín acuática se utiliza en medicina para curar hemorragias y afecciones parecidas, pues destruye los glóbulos rojos de la sangre y la coagula. Una sola mordedura y el peligro es gravísimo si no se la atiende con toda rapidez. Varias mordeduras significan la muerte sin remisión.
—¿Varias?
Scorpius hizo una señal de asentimiento.
—Esos pantanos cercanos a las playas, en la parte trasera de Ten Pines, están cercados por planchas de metal de un metro de altura colocadas en sus extremos. Porque en esos pantanos tenemos una colonia de mocasines acuáticas que llevan allí varios años y cuya existencia conocen los habitantes de la comarca.
—¿Y no se marchan hacia el mar?
—No; por regla general son animales nocturnos que no se sienten atraídos por el mar. Pero los pantanos son distintos. Cuando se considera que la hembra produce unas quince crías cada dos años, comprenderá por qué no necesitamos guardianes armados en ese lugar.
Trilby se estremeció y Scorpius alargó una mano para calmarla.
—A mi joven esposa todo esto le produce un nerviosismo extraordinario. Durante su primera visita aquí ocurrió un accidente. Un hombre al que no conocíamos fue mordido cuarenta veces. Así que ya se puede imaginar lo que ocurrió, señor Bond. Las mocasines acuáticas son objeto de atención por parte del gobierno lo mismo que las serpientes de cascabel, las arañas «viudas negras», los escorpiones y otros animales igualmente peligrosos que abundan por aquí —esbozó una sonrisa que sólo admitía el adjetivo de terrible—. Los pelícanos, cormoranes y motacillas son agradables de mirar. De modo que el turista normal y corriente raras veces se acerca a la zona de los reptiles. Los hoteles extreman sus precauciones, pero aún así los jugadores de golf se tropiezan a veces con algún cocodrilo. En tal caso, lo mejor es no echar a correr. Pero usted ya sabe de esas cosas.
—Sé que si se los provoca, pueden avanzar velozmente, pero sólo en línea recta. De modo que si uno zigzaguea está a salvo.
—¿Le ha gustado la cena? —preguntó Trilby, como si quisiera cambiar de tema.
Bond respondió que sí, que mucho, y declinó el café y los licores.
—Ya se lo he advertido —continuó Scorpius—. A menos de que se crea inmortal, sepa también que he añadido algunos refinamientos entre la casa y el mar. Así que quítese de la cabeza la idea de cruzar ese tramo de arena. Le aseguro que no sería prudente.
Bond pensó que si bien existía allí mucho peligro, quizá a pesar del mismo hubiera un modo de alcanzar el mar y con él la libertad. Posiblemente el método a emplear lo aguardara en su cuarto encerrado en el compartimento secreto preparado por Quti y oculto dentro de su cartera de viaje.
—La cena ha terminado —indicó Scorpius bruscamente.
—¿De veras?
—Sí, de veras. ¿No cree que deberíamos discutir mi oferta?
—Realmente no sé qué decirle —respondió Bond.
En lo más recóndito de su mente había estado reflexionando sobre las implicaciones morales que podía tener el realizar un trato con aquel malvado y terrible sujeto, porque no podía considerarle un hombre en la acepción normal de la palabra. Scorpius representaba toda la duplicidad e incluso la triplicidad que cabe en un cerebro, y todo el fanatismo, el odio, la pura y simple maldad que subyace en la parte más abyecta de todo ser humano. Para él, Scorpius era un emisario del diablo en la tierra, portador de corrupción y difusor de la muerte. Hubiera sido un miembro admirable de la Inquisición; un jefe de la insensata cruzada infantil; un comisario de Stalin en un campo de exterminio; un pervertido agente de Lavrenti Beria, el más monstruoso jefe de la policía secreta soviética, o quizá un comandante de las SS de un campo de concentración nazi, disfrutando el espectáculo de la muerte por gas o la cremación de millones de judíos. Para Bond, Scorpius englobaba todo cuanto de cruel e inhumano, repulsivo e injusto se ha producido en la Historia desde Gengis Khan y Atila, el Huno, a Himmler y Klaus Barbie.
—Vamos —le apremió Scorpius—. Este favor tendrá sus compensaciones. Una vez quede revelada mi verdadera personalidad, comprendo que los Humildes deben desaparecer. Déjeme hacer algo que a usted le parezca digno; como poner el futuro de esa gente en sus manos. ¿Por qué no? Al menos, escúcheme.
Aquello no tenía visos de verosimilitud. Scorpius era un ángel negro, se dijo Bond, el ángel caído, el propio Satán pronunciando palabras melosas impregnadas de veneno. La tentación era demasiado fuerte. Quizá pudiera detener el horror antes de que pasara adelante. Pero si esto resultaba imposible, quizá aquel demonio mantuviera al menos su promesa. «Pero no —se dijo—. Esto es lo que Scorpius quiere que crea. Repite lo de antes…, disimula». Era la única solución.
—De acuerdo, dígame: ¿de qué favor se trata?
—No le voy a abrumar con una historia larga y tortuosa. Se trata de algo que concierne a la Horner.
Bond no había creído a Harriett cuando ésta, agarrándose a él, le había dicho que si aceptaba casarse, Scorpius les permitiría vivir en paz en el seno de la sociedad de los Humildes.
Ahora creía saber lo que vendría a continuación.
—Hay que retroceder un buen trecho en el tiempo —prosiguió Scorpius con una voz sonando como papel de lija, sorda, rasposa y extrañamente incierta—. Baste decir que en cierta ocasión adquirí una deuda con el padre de Harriett Horner. Hay coincidencias que parecen imposibles —parecía como si su cerebro se encontrara muy lejos de allí—. Comprendo que será difícil que me crea, pero tiene que hacerlo. La Horner es mi ahijada. Debo a su padre mi libertad y mi vida. En cierta ocasión, cuando era una niña pequeña, él me rogó ocuparme de que estuviese bien cuidada y atendida. Lo ocurrido después nos situó en una posición extraña. ¿Cómo iba yo a saber que acabaría por convertirse en agente de la Oficina de Impuestos? No es ningún secreto para mí que los agentes norteamericanos me persiguen. Pero jamás podrán vencer, y yo tengo a Harriett, es decir, a mi ahijada, prisionera aquí. ¿Qué voy a hacer con ella? Bueno, también le tengo a usted, señor Bond. Mi sentido común me dice que debería haberle matado de un disparo porque es usted un hombre demasiado peligroso. Sin embargo puedo mantenerle confinado todo el tiempo que quiera. Pero cuando me vaya de este lugar, que va a ser bien pronto, quiero hacerlo con una parte de mi conciencia bien tranquila. A cambio de la información que yo le dé, y una vez la actual sucesión de tareas quede acabada, quiero que usted, James Bond, se case con Harriett Horner.
La propuesta era increíble, y Bond necesitó algún tiempo para hacerse a la idea.
—¿Sabe Harriett todo eso?
—¿A qué se refiere? —preguntó Scorpius encogiéndose de hombros y extendiendo las manos.
—A lo de ser su ahijada y lo de la relación de usted con su padre.
—¡No! No lo sabe y jamás se deberá enterar de ello.
Había contestado quizá con demasiada vehemencia y en un tono teñido de ansiedad. ¿Había tocado aquella cuestión algún punto sensible de Scorpius? Desde luego, semejante reacción no encajaba con su personalidad.
—¿Por qué no?
Scorpius vaciló.
—Por el modo en que yo debo aparecer ante el mundo.
—¿Cuándo quisiera que tuviese lugar la ceremonia? —preguntó Bond.
—Lo antes posible. Yo la presidiré, naturalmente.
Aquello confirió a Bond cierta esperanza. Una boda realizada por Scorpius no tendría validez alguna fuera de la sociedad secreta. Necesitaba tiempo. Quizá la gente de Wolkovsky estuviera ya alerta. Pero ¿por qué Scorpius, al parecer, le estaba dando aquel margen? Todo resultaba insensato.
—Cuando dice lo antes posible ¿cuánto calcula exactamente?
—¿Por qué no esta noche?
Bond no podía creer ni una palabra de todo aquello: ni el cuento de que Harriett era ahijada de Scorpius, ni las promesas a su padre ni la coincidencia ocurrida después, ni que Scorpius se preocupase por el futuro de la joven. Adivinó que tal vez la verdadera respuesta residiera en su intención de mantenerlos tanto a Harriett como a él felices y al margen de sus actividades mientras se llevaban a cabo las últimas etapas del programa de terror. No sabía tampoco si Harriett era o no una espía de Scorpius, aunque tenía la impresión de que ella siempre le había dicho la verdad. No se creía la historia acerca de Trilby y del estado en que había llegado a casa de sus padres. Ni sabía si aceptar lo de que era esposa de Vladimir Scorpius. Llegó a la conclusión de que evidentemente sabía muy pocas cosas con certeza. No tenía idea de quién fiarse, de quién dudar y a quién destruir, ni siquiera por lo que al propio Scorpius respectaba.
Vladimir Scorpius volvió a repetir, esta vez con una voz aún más profunda:
—¿Por qué no esta noche?
Sin mirarle a la cara, Bond respondió:
—En efecto, ¿por qué no?
Había que ganar tiempo. Quizá lograra todavía encontrar algún medio. Aunque al aceptar la propuesta de Scorpius supo en lo más profundo de su ser que estaba simplemente aceptando su propia sentencia de muerte. Porque ninguna otra cosa tenía sentido en el mundo de pesadilla en que vivía Scorpius.
Todo parecía perfecto y real. En muchos aspectos, la vida había adoptado el aspecto de un sueño. Estaban ahora reunidos en el Salón de los Rezos, decorado con flores. Aretha Franklin y el coro de la iglesia baptista New Bethel de Detroit cantaban a voz en grito
Camina hacia la luz
por los altavoces indirectos, mientras Bond, teniendo a
Pearly
Pearlman como padrino, esperaba junto a las escaleras del estrado donde Vladimir Scorpius deslumbrantemente ataviado con sus ropas «papales», sonreía melifluamente.
En el instante en que Bond dio su acuerdo a que la boda se celebrara aquella misma noche, Scorpius había tendido su mano hacia el teléfono.
—¡Espere! —profirió bruscamente Bond—. ¿Qué va hacer?
—Si la ceremonia ha de ser esta noche, hay que pensar en muchas cosas.
—De acuerdo —aprobó Bond con voz tranquila—. Pero todo a su tiempo.