—Seguros en un ciento cincuenta por ciento.
—Van a poner en práctica lo que ellos llaman un «reajuste manual» en el Servicio Secreto. Me llamará cuando todo esté preparado. Por lo que he podido entender, se nos otorgará un poco de protección armada: tres agentes como máximo. Están preparando un reactor militar para que vaya a Savannah y nos recoja allí. Luego el jet nos llevará a la base de las fuerzas aéreas de Andrews. El primer ministro de ustedes llega a mediodía.
De manera automática Bond miró su Rolex de acero inoxidable. Sólo eran las ocho y media. Preguntó si podía tomar un café. Pero esta vez no insistió en que fuera de una determinada marca. Un miembro del FBI se apresuró a ir en busca del café. Wolkovsky le siguió.
—Habrá una guardia militar de honor en Andrews y un helicóptero llevará al primer ministro y a sus acompañantes hasta el helipuerto de la Casa Blanca —bajó la mirada a las notas que había ido tomando—. Hasta ahí no hay problema para nosotros. La prensa no estará en Andrews, pero sí los de la televisión. Habrá tres helicópteros: el número uno, o sea, el presidencial, para el primer ministro y algunos miembros de su séquito; los números dos y tres, para el Servicio Secreto y para tres de nosotros. El horario estimado de llegada a la Casa Blanca serán las doce cincuenta y cinco. El presidente saluda al primer ministro. Seis equipos de televisión como es usual. Ningún otro miembro de los servicios de información. Se espera que la comida y la reunión duren tres horas. Habrá prensa con fotógrafos durante diez minutos…, al parecer ni uno más, a las dos en el Rose Garden. Así los periódicos podrán obtener buenas fotos para sus ediciones de última hora de la noche y de mañana por la mañana.
»Se espera que el primer ministro parta del helipuerto entre las cinco y las seis de la tarde, yendo directamente a Andrews. Tiene que apresurarse para enfrentarse otra vez a los problemas de las elecciones. La prensa de ustedes clama que el primer ministro está aprovechando esta reunión para sus asuntos electorales. Pero el primer ministro ha anunciado fríamente que ya había sido planeada mucho antes de que se convocaran las elecciones, y ustedes ya le conocen. Cuando se trata de celebrar una entrevista con el presidente no permite que nada, ni unas elecciones generales, obstaculice su camino.
Bond miró por encima del hombro de Wolkovsky.
—Éste será el momento más peligroso —indicó poniendo su índice sobre la nota relativa a la reunión de fotógrafos de prensa convocada para las dos.
Wolkovsky hizo una señal de asentimiento, al tiempo que Pearlman volvía a entrar en el recinto.
—¿Qué hay? —le preguntó Bond.
—No gran cosa —respondió Pearlman, que parecía algo confuso—. Pero al menos he conseguido hacerme con algunos detalles.
—Explíquenoslos.
—Han venido utilizando un material muy difícil de detectar. Los perros policías no han sido todavía adiestrados para ello y pasará inadvertido en cualquier rastreo —hizo una pausa y se limpió la frente con la mano—. Si quiere ver cómo manipulan eso, hay abajo, en el sótano, todo un equipo de destrucción realizado manualmente junto con kilos y más kilos de explosivos. El conjunto se coloca en una especie de amplio chaleco, una capa sobre otra, aplicándose un detonador principal que está en la parte de atrás. Se activa por medio de un botón situado a la altura del pecho. Todo funciona pues, manualmente y con gran precisión. Scorpius lo ha planeado bien. Primero hay que dar un giro y luego un tirón. Se tarda menos de dos segundos y es de una seguridad total. Gracias a ese mecanismo el explosivo no se puede disparar accidentalmente, aunque la persona caiga al suelo o tropiece con alguien. La acción tiene que ser completa. Ni siquiera una bala podría hacer estallar el detonador —imitó los movimientos metiéndose una mano en la chaqueta, volviéndola y haciendo como si tirase con fuerza—. Así es como hay que operar.
—¿Y eso es lo que usted cree que Ruth lleva encima?
—Eso es
lo que sé
que lleva encima.
Bond le comunicó las últimas noticias y, mientras lo hacía, el teléfono volvió a sonar. Wolkovsky se apresuró a responder y volvió para informarles de que el Servicio Secreto había dado su aprobación, aunque a regañadientes.
—Seremos tres —declaró—. Y tenemos permiso para llevar cada uno un arma. Nos identificarán en Savannah. El reactor parte dentro de media hora. Llegaremos con tiempo para esperar allí la llegada del primer ministro. ¿Quiénes iremos?
Bond miró fijamente a Pearlman.
—Usted, yo y Pearly, aquí presente. Al fin y al cabo es su hija la que lleva la carga. Si las cosas se ponen mal, tendrá que ser Pearly quien se encargue de ella.
Wolkovsky hizo una señal de asentimiento con expresión de tristeza.
—Nos han dado una calificación en clave —añadió—. La operación se llamará
El último enemigo
.
—¿El último enemigo? —preguntó Bond.
—Suena a bíblico —comentó Pearlman, resignado ante lo que se le venía encima—. Una cita del Nuevo Testamento: «
El último enemigo a destruir será la muerte
».
Una vez en Savannah les tomaron las fotografías en una estancia privada para agentes oficiales. A los quince minutos cada uno de ellos lucía una tarjeta de identificación plastificada indicando que estaban adheridos al Servicio de Seguridad de la Casa Blanca y que se les podía permitir la circulación sin hacerles preguntas. Había también una provisión según la cual se les autorizaba a llevar armas. El oficial de seguridad de quien Bond sospechaba que era un hombre de la CIA había venido desde Andrews Field en un pequeño y anónimo reactor Lear. Fue éste quien les entregó unos revólveres Police Positive estandard de cañón corto que se colocaron en las sobaqueras, tras de lo cual firmaron el recibo de las armas y de la munición que las acompañaba.
Eran las doce y unos minutos cuando aterrizaron en Andrews Field, con lo que apenas si tuvieron tiempo para presentarse antes de que el VC 10 de la Royal Air Force que llevaba al primer ministro tomara tierra en la 19 Right, la pista más larga de las dos existentes.
Bond contempló la escena panorámicamente desde un jeep que avanzaba sin hacer ruido por detrás de la banda y de la guardia de honor. Se acercó una escalerilla rodante y la puerta se abrió para dejar ver la conocida figura del primer ministro, rodeado muy estrechamente por el Servicio de Protección Diplomática y por agentes del Servicio Especial. Los secretarios y consejeros se quedaron atrás conforme el primer ministro se ponía firme en la escalerilla cuando la banda empezó a tocar el himno nacional inglés seguido por el de
Barras y estrellas
. Una vez la ceremonia hubo terminado, los recién llegados empezaron a bajar.
—Por lo menos esta vez llevan una protección muy fuerte —murmuró Bond, agarrándose a la barra de metal conforme el equipo del primer ministro se dirigía hacia los tres helicópteros SH-3D que los estaban esperando—. Los gorilas casi no me dejan ver al primer ministro.
Los grupos se acercaron en silencio a los tres enormes helicópteros, que enseguida despegaron, lanzándose a campo través hacia la Casa Blanca para posarse, una vez allí, y desembarcar a sus pasajeros y volver a partir, en busca del resto. Los árboles ya no estaban en flor y desde el aire la ciudad tenía un aspecto espectacular con su monumento a Washington, su Reflecting Pool y el Lincoln Memorial puestos como espléndidas joyas en el ahora rosado y blanco paisaje del Mall. No por primera vez, Bond se admiró ante la semejanza que aquella ciudad ofrece con París.
Cuando el trío hubo desembarcado, el primer ministro ya se había encontrado con el presidente y ambos habían desaparecido en el interior del relativamente modesto edificio de la Pennsylvania Avenue 1600.
Wolkovsky se puso en contacto con el jefe de la seguridad de la Casa Blanca, que de manera bastante comprensible se mostraba un tanto perplejo, respecto al conjunto del programa. Había dado su aprobación al mismo, pero con cierto recelo, según manifestó:
—Por fortuna, en los momentos actuales nuestro Servicio de Seguridad es el mejor del mundo —afirmó. Y al pronunciar aquellas palabras miraba fijamente a Pearlman y a Bond.
—Sabemos muy bien lo que se está tramando —le explicó Bond tranquilamente—. A lo mejor no lo cree, pero le aseguro que se intenta un asesinato —hizo una pausa y enseguida pareció como si tomara el control de todo el asunto—. Dígame, ¿cuándo se va a dejar entrar a los muchachos de la prensa?
—Los de televisión están ya aquí. Los otros llegarán en cualquier momento entre ahora y alrededor de la una cuarenta y cinco.
—¿Qué precauciones hay?
—Tendrán que enseñar sus pases especiales para la Casa Blanca.
—Esa persona tendrá también su pase, puede usted estar seguro.
—Hagan lo que crean más oportuno —les contestó el jefe de la seguridad dirigiéndoles una mirada escueta como si pensara que se estaban tomando demasiadas molestias por nada—. Entrarán por la puerta Este.
Acordaron que Wolkovsky se quedaría en el Rose Garden, donde todos estaban ahora reunidos, para echar una ojeada a la gente de la televisión, mientras que Pearlman y Bond se irían a la puerta Este, desde donde podrían ver a cada uno de los fotógrafos conforme fueran entrando.
—Si logra introducirse aquí…, si realmente intenta llevar a cabo su propósito… —empezó Bond conforme caminaban hacia la entrada dotada de su propia cabina de piedra y cristal donde se identificaba a cada visitante—. ¿Tendrá usted…?
—¿Quiere decir si tendré el valor para matarla? —preguntó Pearlman.
—Sí; eso quiero decir.
Se produjo una larga pausa en el curso de la cual llegaron a la puerta.
—Jefe, la verdad es que no lo sé. Ya he aceptado que, a menos de que se produzca un milagro, ella tendrá que morir. Si no logro decidirme a impedirlo, usted se dará cuenta enseguida y le aseguro que nunca se lo voy a recriminar.
Permanecieron en silencio mirando a los hombres y mujeres de la prensa conforme iban trasponiendo la puerta, siendo cada uno de ellos identificado por los guardianes que conocían a la mayoría de antemano.
Los relojes continuaban su marcha. Era la una y media. No había señal de nadie que ni remotamente se pareciera a Ruth.
La una cuarenta y cinco. La primera oleada de fotógrafos había ido disminuyendo y ya sólo llegaban algunos rezagados.
A la una y cincuenta un joven vestido de oscuro y provisto de varias cámaras mostró su pase y le fue franqueada la entrada. Era más bien rollizo y llevaba tres aparatos colgados del cuello. Su pelo rubio y corto sobresalía bajo las amplias alas de un vistoso sombrero, y un bigote caído le prestaba cierto aire levemente bohemio.
—Los hay de todas clases —comentó el agente de vigilancia—. Por hoy la función se acabó, como dicen los dibujos animados. Ya no va a entrar nadie más.
—Quizá nos hayamos equivocado —comentó Bond, aunque poco convencido. Notaba la tensión proveniente de Pearlman como una carga eléctrica.
—Tal vez —convino el hombre del SAS como si estuviera a punto de derrumbarse por el agotamiento.
Cuando llegaron al Rose Garden la manada de operadores de televisión y de fotógrafos de prensa estaba preparando sus equipos y disponiéndose para el acontecimiento.
Bond y Pearlman se acercaron a Wolkovsky y movieron la cabeza con aire dubitativo. Luego Pearlman dijo:
—Ella está aquí; en algún lugar. Estoy seguro. Lo siento en mi interior.
—¿Cancelarán el acto? —preguntó Bond.
—No, señor. En absoluto —Wolkovsky aspiró el aire fuertemente—. Me voy a colocar en la parte de atrás. Y ustedes dos ¿quieren situarse a cada uno de los lados de esa gente? Hay que vigilar a los fotógrafos; no al presidente ni al primer ministro.
Bond hizo una señal de asentimiento y los dos se alejaron: Pearlman hacia el extremo izquierdo, mientras Bond lo hacía hacia la derecha.
Flotaba en el aire un ambiente de excitación. Y eso que los miembros de la prensa no tienen fama de impresionables.
James Bond podía sentir la tensión cada vez mayor. Los latidos de su corazón semejaban el segundero de un reloj que estuviera aproximando sus manecillas hacia la hora en que se iba a producir algún horrible desastre. Miró a los agitados fotógrafos. No había entre ellos nadie que se pareciera a Ruth, al menos tal como la había visto durante la boda. Una nube, una neblina fría, parecía trastornarle el cerebro.
Observó a Pearlman, cuya mirada se posaba inquieta en cada uno de los hombres y mujeres de la prensa. El murmullo se acalló cuando el presidente y su esposa escoltaron al primer ministro de Inglaterra hacia el jardín. Fue una llegada festiva, con el presidente bromeando con periodistas a los que conocía y haciendo comentarios espontáneos al primer ministro, quien aparecía muy compuesto, saludable y feliz, como si no estuviera sometido a presión alguna.
Bond volvió a fijarse en los fotógrafos. Tal vez se hubieran equivocado. Se preguntó si a lo mejor Ruth no planearía atacar al primer ministro cuando éste regresara al aeropuerto de Heathrow en un avión de la RAF. Volvió a mirar hacia el lugar de la celebración donde el presidente y el primer ministro ocupaban sus puestos y luego volvió los ojos, una vez más, a los fotógrafos, muy atareados con sus enfoques y sus emplazamientos.
De pronto se sintió totalmente seguro de que acababa de producirse una variación anormal. En los escasos segundos en que sus ojos se habían apartado del grupo algo en éste había cambiado. Al principio no pudo saber de que se trataba. Pero luego, de pronto, lo vio todo claro, perfectamente definido en su mente. El joven de aspecto bohemio se había abierto paso a codazos hasta la primera fila. Había en él algo extraño. Pasó otro segundo antes de que Bond observara que en realidad el fotógrafo no se estaba preocupando por las cámaras que llevaba colgadas al cuello ni tomaba foto alguna. Dio un paso hacia adelante frente al grupo más nutrido de los reporteros, al tiempo que su mano derecha empezaba a desplazarse hacia arriba para alcanzar la parte interior de su chaqueta.
—¡Pearly! —gritó Bond.
El fotógrafo del traje oscuro parecía estar a punto de saltar hacia adelante. Pearlman sacó su pistola, pero sin decidirse a disparar. El hombre del SAS permanecía indeciso.
Bond actuó casi sin pensarlo. Impulsado por un reflejo automático, levantó la pistola y disparó rápidamente dos tiros que produjeron una barahúnda de gritos, mientras una oleada de pánico conmocionaba a los reunidos.