Está muy preocupada. Así lo refleja su rostro. Los chicos lo perciben en cuanto llega hasta ellos y se temen malas noticias. Alan se pone de pie y le deja su asiento a la mujer en la sala de espera.
—¿Cómo está? —le pregunta Paula, que es la que tiene más confianza con Débora.
—Regular. Se ha dado un buen golpe en la cabeza. Tiene un traumatismo craneoencefálico.
—¡Madre mía! —exclama Cris.
Mario se pone las manos en la cara y se frota los ojos.
—¿Eso es muy grave? —vuelve a preguntar Paula.
—Tienen que hacerle más pruebas y permanecerá en observación. Los golpes en la cabeza siempre son complicados. Pero podía haber sido mucho peor. No parece que tenga daños internos. Se pondrá bien.
—¡Menos mal...! —resopla Cristina, más tranquila.
También Mario respira. Lo del traumatismo había sonado a algo mucho peor.
—Sin embargo, hay una cosa que me preocupa más que lo de la cabeza.
—¿El qué? —pregunta Cris, inquieta. También Alan frunce el ceño.
Paula y Mario se miran entre sí. Creen saber de qué se trata.
—Los médicos están determinando la causa del desmayo. No están seguros todavía. Como ya os he dicho, le deben hacer más pruebas y análisis. Pero lo que me ha preocupado es que uno de ellos me ha preguntado si Diana tiene problemas con la comida.
—¿Qué tipo de problemas?
—Pues no lo sé exactamente. ¿Vosotros sabéis algo?
Cris se pone una mano en la barbilla, acariciándosela, pensativa, y Alan no dice nada. Ninguno sabe de lo que está hablando. En cambio, Paula y Mario vuelven a mirarse el uno al otro.
—¿Se lo cuentas tú? —le pregunta la Sugus de piña a su amigo, que asiente con la cabeza.
—¿Contarme qué? ¿Vosotros sabéis algo?
Mario suspira y mira con tristeza a la mujer.
—No sé desde hace cuánto tiempo que le pasa —empieza a decir el chico, nervioso—. Nosotros nos hemos enterado este fin de semana de que Diana algunas veces vomita lo que come.
Débora palidece. También Cris y Alan se llevan una gran sorpresa.
—Pero ¿cómo?
—No sabemos la frecuencia con que lo hace —aclara Mario—. También ha sufrido algunos mareos.
La confusión se dibuja en los ojos de Débora, muy alterada por lo que está oyendo.
—¿Se mareaba y vomitaba la comida?
—Sí. Ella no nos lo dijo. Mario se enteró y luego me lo contó a mí —añade Paula—. Estábamos pensando de qué manera la podíamos ayudar.
—¡Esto es muy grave! —exclama la mujer, temblando.
—Lo sé —admite la chica, sintiéndose culpable por no haber hecho algo más.
Los cinco se quedan en silencio, asimilando la nueva realidad. Los que lo sabían se preguntan por qué no hablaron antes de esto con su madre o la obligaron a que fuera al médico; los que no sabían nada, digieren la noticia.
—No me lo puedo creer —murmura Débora—. ¿Mi hija es anoréxica o bulímica?
—No lo sabemos seguro, solo que tiene problemas con la comida —reconoce Mario, que está muy afectado—. Ella llevaba un tiempo con cambios de humor constantes y había adelgazado bastante. Pero no nos dimos cuenta de nada más hasta este fin de semana, cuando se mareó varias veces y yo me la encontré vomitando.
—Pero en ningún momento pensamos que fuera algo así de grave... —insiste Paula.
—Es verdad que estaba más delgada. Yo imaginaba que, como llegaba el verano, se había puesto a dieta —comenta Cris, aún impresionada por lo que sus amigos han contado.
La madre de Diana agacha la cabeza. El mundo se le está viniendo encima. Cuando se separó de su marido, imaginó que a Diana le afectaría. Pero, dado su carácter, nunca vio nada raro en ella. Seguía tan cabezota, contestona y rebelde como siempre. Tampoco le influyó el que su padre se marchara a Australia después del divorcio. O esa era la impresión que tenía. Es una chica con mucha personalidad y un pronto muy fuerte. En cambio, no sospechaba nada del asunto de la comida. Ni conoce las causas por las que le está pasando eso.
—Es mi culpa —se lamenta la mujer, sollozando.
Los cuatro chicos la observan y se les hace un nudo en la garganta cuando la ven llorar.
—Tranquila, señora. No es culpa de nadie. Son cosas que pasan —señala Alan.
—Son cosas que pasan... —repite Débora apesadumbrada—, pero si hubiera estado más pendiente de mi hija, no habría ocurrido.
—Señora, yo no sé qué tipo de relación tenía usted con su hija. Pero esto, seguramente, también hubiera sucedido aunque usted hubiera estado todo el día encima de ella.
—No lo sé.
—Lo hecho, hecho está. Además, no sabemos aún hasta dónde ha llegado Diana. Demos gracias a que el golpe en la cabeza no ha sido tanto como parecía. Yo la vi inconsciente durante varios minutos y me temí lo peor. Ahora no hay que lamentarse, sino reaccionar. Es la única manera de ayudarla.
La mujer vuelve a levantar la cabeza y mira a los ojos a aquel joven de ojos verdes. Su expresión le transmite tranquilidad. Paula también observa, gratamente sorprendida, a Alan. En aquella ocasión no se está comportando como el tipo prepotente y descarado que suele ser. En un momento tan difícil para todos, está dando la cara y haciendo ver a Débora que hay que esperar y luego actuar en consecuencia.
—Tienes razón. Aunque no es fácil para una madre saber que tu hija sufre este tipo de problemas y que ni siquiera te has dado cuenta.
—Lo imagino. Pero hay que venirse arriba.
El francés le pone una mano en el hombro y sonríe. Débora se contagia y también lo hace.
—Yo le pido disculpas por la parte que me toca —señala tímidamente Mario—. Tenía que haberla avisado de lo que pasaba en cuanto lo supe.
—No te preocupes. Tú no tienes la culpa. Además, creo que Diana y yo te necesitaremos mucho en las próximas semanas.
El chico se sonroja y sonríe con tristeza.
—Claro. Para lo que necesiten.
La mujer respira hondo y se pone de pie nuevamente.
—Tengo que hablar con los médicos sobre lo que me habéis comentado. Tal vez os quieran hacer algunas preguntas.
—Estaremos aquí —indica Paula.
Débora sonríe y abandona la sala de espera. Cuando se marcha, los cuatro permanecen callados hasta que Mario habla.
—Gracias, Alan —le dice al francés.
—¿Gracias? ¿Por qué?
—Por hablar con ella y animarla. Lo necesitaba.
—Ah, por eso. He hecho lo que creía que tenía que hacer, nada más. No tienes por qué agradecerme nada.
El francés le da una palmada en el brazo al chico y también sale de la sala de espera. Paula lo sigue con la mirada.
Es una de las pocas veces desde que lo conoce en las que Alan se ha comportado como una persona educada, sencilla y capaz de echar una mano a quien lo necesita. Ha de reconocer que gracias a aquello ha ganado algunos puntos.
Una noche del pasado abril, en un avión rumbo a la ciudad.
¿Con cuántas horas han salido de retraso? ¿Con siete?
En el aeropuerto ya no sabía qué hacer. Hasta le ha dado tiempo a aprenderse de memoria todas las tiendas del Charles de Gaulle.
Pero lo que más ha hecho Paula en aquellas horas de espera ha sido pensar en ellos. Su cabeza ha estado muy distraída con Alan y con Ángel.
Nunca va a aprender. Lo suyo es complicarse la vida y que se la compliquen.
¿Por qué la ha besado el francés? Un capricho. ¡Qué capullo!
Aunque siente un cosquilleo al recordarlo, no debió hacerlo. Nadie le dio permiso, ni se lo pidió. ¡Un beso en la boca no se le da a cualquiera!
Qué chico tan extraño... Cuando piensa en él, siente tanta atracción como rechazo. Nunca podría tener una relación seria con él, de eso está segura.
—¿Jugamos a algo? —le pregunta Érica, que viaja a su lado.
—No me apetece.
—Venga..., ¡juega conmigo!
—¡Ay, no seas pesada! Ya te he dicho que no me apetece.
La pequeña se enfada y da dos patadas contra el asiento de delante, que está vacío.
Pero en la cabeza de Paula, además de Alan, está Ángel, y todo lo que ha sucedido con él en Francia. Tenía pensado llamarle en cuanto llegara a casa, pero por culpa del retraso, el avión aterrizará de madrugada. Y no será el mejor momento para mantener una conversación seria con él. Aunque no justifica que le pegara al francés, sí que se siente culpable por todo lo que le ha hecho pasar.
Mañana hablarán y verán qué sucede.
Ha sufrido mucho después de su cumpleaños, soportando una gran presión a sus espaldas. Nunca se le dio bien elegir.
—¿Jugamos?
—¡Que no, pesada!
—No me insultes.
—No te he insultado.
—Me has llamado pesada.
—¡Déjame ya!
Paula se pone los auriculares con la música al máximo para tío oír más a Érica y cierra los ojos Ángel, en realidad, es un encanto de chico.
Olvidando el puñetazo a Alan, todo lo que ha hecho hasta ahora lo ha hecho bien. Ha sido ella la que en repetidas ocasiones ha metido la pata.
¿Y por qué no ha disfrutado entonces de su primera vez con él como imaginaba? Le duele reconocerlo, pero lo que hubo fue sobre todo sexo y muy pocos sentimientos. Ese no es el plan perfecto para la primera vez que haces el amor con un chico, ¿no? Al menos, no para ella, que tenía ese momento muy idealizado.
Abre los ojos y mira por la ventanilla. Está muy oscuro. Sin embargo, un reflejo verde le avisa de que su hermana ha cometido otra de sus travesuras.
—¡Érica, devuélveme el móvil!
—Tienes un mensaje sin abrir.
—¿Qué? ¿Tú cómo sabes eso?
—Mira, es este sobrecito, ¿a que sí?
La chica le arrebata el teléfono a la niña y lo examina. Estaba en lo cierto, tiene un mensaje sin abrir. No sabe cuándo lo ha recibido ni de quién es el número. Curiosa, lo abre.
«Espero que hayas tenido un buen viaje y que hayas pensado mucho en mí. ¿A que lo adivino? No has dejado de pensar en mi beso. Te mando otro. Nos vemos pronto.» Es un SMS de Alan. Imagina que habrá utilizado otra de sus armas secretas para conseguir su número. ¡Lo odia! ¿A quién engaña? No lo odia. Y aunque no se fía ni un pelo de él y detesta su constante chulería, sonríe y vuelve a leer varias veces el mensaje hasta que su avión llega al aeropuerto de la ciudad.
Esa tarde de finales de junio, en un lugar de la ciudad.
Es cruelmente angustioso esperar una llamada que no llega. Mira su móvil, una y otra vez, comprueba si funciona, si tiene cobertura. Todo parece en orden. ¿Qué le habrá pasado a Sandra?
Ya hace más de tres cuartos de hora que Ángel la llamó y contestó su padre porque ella estaba duchándose. ¿Y si a don Anselmo se le ha olvidado decírselo? Es una posibilidad. Otra es que la ducha se esté alargando demasiado. ¡Pero si ni siquiera se tenía que lavar el pelo!
Si en cinco minutos no recibe noticias de Sandra, insistirá.
Mientras piensa en dónde se habrá metido la joven periodista, suena el timbre de la casa. Ángel se acerca extrañado hacia la puerta. No esperaba a nadie. Abre y allí delante está ella: ¡Sandra!
—¿Qué haces tú aquí? —pregunta, muy sorprendido—. ¿Cómo has entrado en el edificio?
—Me ha abierto un vecino que se iba. Un chico muy guapo, por cierto.
El joven arquea las cejas y la invita a pasar. Dos besos en la mejilla. Está muy contento de volver a verla. Le ha dado un vuelco el corazón en cuanto ha abierto la puerta.
—Te llamé antes, pero estabas duchándote.
—Ya me lo dijo mi padre. Perdona por no llamarte para avisarte de que venía.
—No te preocupes. Lo que temía era que a tu padre se le hubiese olvidado darte el recado. Estaba a punto de llamarte de nuevo.
—Pues no ha hecho falta.
—Me alegro de que estés aquí. Prefiero hablar contigo en persona que por teléfono.
Los dos sonríen y se sientan en el sofá del salón. Ambos tienen cosas que contar, cosas importantes que pasan por sus cabezas y que afectan al otro.
—Estoy bastante nerviosa —reconoce Sandra, mirándole a sus ojos azules.
—¿Nerviosa? ¿Por qué?
—Mi padre me ha puesto así —dice suspirando.
—¿Y eso? ¿Qué ha pasado?
La joven piensa un instante en cómo contárselo. No es fácil para ella hablarle de aquel tema.
—Se ha enterado de lo nuestro —confiesa.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Cuando tú has llamado, me ha preguntado si entre nosotros había algo.
—¿Y le has dicho que sí?
—No. Lo he negado. Pero ha insistido, aludiendo a los rumores que hay en la redacción sobre nosotros. Y entonces lo he tenido que reconocer.
—Vaya... ¿Se lo ha tomando muy mal?
Ángel cree conocer la respuesta. Sabe lo que piensa don Anselmo de mezclar el trabajo con las relaciones de pareja.
—Pues... un poco.
Sandra no está segura de contarle a Ángel todo lo que ella y su padre han hablado.
—¿Qué te ha dicho? ¿No quiere que salgamos juntos?
—Algo así.
«Y que quiere despedirte», piensa. Pero no puede contárselo así como así. Le haría daño y podría condicionarle de alguna manera.
—No te preocupes, ya lo arreglaremos. A tu padre le caigo bien.
—Sí, le caes bien —señala, resignada—. Pero es que alguien de la redacción ha dicho que te favorezco y que las decisiones que tomo te benefician porque eres mi novio.
—¿Qué? ¿Quién ha dicho eso?
—Ni idea. No me lo ha querido contar.
—Pero ¿tu padre sabe quién ha sido?
—Eso parece.
Empieza a preocuparle más el asunto. Si a don Anselmo le han ido además con esas habladurías, no le extraña que se haya tomado tan mal la relación de su hija.
—Va a estar complicado explicarle que tú y yo somos profesionales, y que lo nuestro está al margen del trabajo.
—Muy complicado.
—Bueno, algo se podrá hacer. Ven.
La chica se encuentra con Ángel inclinada sobre ella dándole un fuerte abrazo. Siente sus manos en la espalda y su pecho unido al suyo. Le reconforta.
—De todas maneras, si cuando veas a Paula te das cuenta de que a la que quieres es a ella, no habrá más problemas. Se acabarán los rumores.
Ángel la mira a los ojos. Percibe sus dudas, sus miedos, la posibilidad de que se termine todo en cualquier momento. Sin embargo, él ya ha decidido.
—Eso no pasará.
—¿Cómo que no? Si tú me dejas, todos se enterarán de que tienes otra novia. Y cesarán los rumores. O, por lo menos, mi padre sabrá que tú y yo ya no estamos juntos.